¡Adiós Margarita, adiós!





La Isla de Margarita que nos recrea Francisco Suniaga en sus libros, ya no es la misma de nuestros efímeros recuerdos. Cómo ha cambiado en los últimos años. La primera vez que fui a Margarita al final de mi adolescencia - tendría 17 años- lo hice con mi primer carrito, un viejo Volkswagen; locuras de juventud. Animado por un compañero de clases de quinto año  de  bachillerato, mi compinche Manuel Natera, oriundo del pueblo de Santa Ana (Margarita), que estaba "echándole los perros" -decíamos entonces- a una muchacha (Silvia) de muy buena familia de ese pueblo,  nos atrevimos a la aventura de viajar improvisadamente y en un carrito usado recién comprado, sin haber reparado en sus probables vicios ocultos.  Manuel sabía que el cacharrito tenía las luces deficientes y  los frenos estaban un poco largos, pero su enamoramiento, mi disposición a probar la “nave” en carretera y la imprudencia juvenil fueron estímulos
superiores. Mis  padres no parecieron muy preocupados ya que desconocían las "pequeñas" fallas del vehículo.

Emprendimos el viaje en horas de la tarde un viernes al salir de clases, por lo que sabíamos que buena parte del recorrido seria nocturno, pero Manuel confiaba en su conocimiento de  la carretera a oriente –ya era patética en esos tiempos- y en su destreza para manejar. 

Arrancamos con la euforia típica de estas escapadas  y cuando comenzó a oscurecer, Manuel tomó el volante; su estrategia era conducir detrás -muy cerca- de los vehículos que tuviesen   buena iluminación, por lo que debíamos mantener  el carrito a la misma velocidad del involuntario guía. Esta táctica  nos funcionó por ratos, ya que los choferes cuando se percatan que un vehículo se mantiene detrás mucho tiempo, se detienen o aceleran ante el temor que esto suele infundir.

Rodamos varias horas sin parar hasta alcanzar la recta de Cúpira; en plena recta se nos a apagó el cacharro y la alegría, no hubo manera de que encendiera. Decidimos abandonar el vehículo dejando nuestros equipajes –eran otros tiempos- para ir por una grúa. No tardó en pasar un camión cargado de mangueras que nos ofreció el aventón hasta el pueblo más cercano y no dudamos en encaramarnos sobre ese material antes que ser pasto de los zancudos que iniciaban su fiesta de rutina; allí, en el único negocio abierto,  una taguara que hacía de botiquín del pueblo, permanecimos hasta que amaneció y con el primer rayito de sol salimos a buscar al gruero del pueblo, a su casa porque era sábado y no laboraba. Después de dar con su rancho y soportar la descarga porque les despertamos de la pea que aun dormía, nos acompañó a remolcar el carrito por un precio que nos complicaba el paseo, pero no teníamos opciones. Trajimos el carrito hasta el mecánico del pueblo que nos terminó de vaciar los bolsillos (no existía el dinero plástico).

Solucionado el problema eléctrico -el dinamo no mandaba- seguimos rodando trasnochados -apenas habíamos pegado un ojo mientras esperamos el alba- hasta llegar a Puerto La Cruz y  allí, sin contratiempos subimos  al  “Aldonza Manríque”,  único ferri que navegaba esas aguas. En “El Guamache” (antiguo puerto de embarque), Manuel se sintió dueño de la situación ya que estaba en su tierra y dominaba el camino para llegar a su pueblo.

Al llegar a Santa Ana, me integré rápidamente al grupo de amigos de Manuel -los margariteños son gente muy amigable-  la mayoría amigos de su infancia  que se resistían al “Sueño Americano” de Caracas y prefirieron quedarse apegados al legado de sus padres, pescadores o comerciantes, gente llana y de tradición familiar, amantes de su terruño. Esa  misma noche su pretendida noviecita organizó una fiesta-cena para recibirnos- Por primera vez comí pastel de morrocoy y otras exquisiteces de la gastronomía margariteña. También fue una de mis primeras parrandas con whisky; en Margarita siempre ha sido muy económico el escocés, creo que aun es una de las pocas cosas que se consigue a buen precio.

Al día siguiente, los amigos de Manuel inventaron hacer un sancocho nocturno para acompañar los tragos, pero bajo la condición de que la gallina fuere robada. Era una tradición de pueblo y más bien de muchachos que los sancochos saben más sabroso cuando la “pica tierra” es ajena. Las vituallas como le dicen ellos a las verduras las trajo unos de los muchachos desde su casa (no habían abastos abiertos a esa hora). Fue una parranda memorable a la orilla de la playa, la primera para mí que recuerde.  En medio de la resaca despedí por primera vez a "laisla" como le dicen los margariteños. El regreso debía ser el domingo, pues teníamos clases el lunes y no era admisible en esos tiempos el relajo de los compromisos con las clases y menos con la palabra empeñada a nuestros padres.

El regreso  no pudo ser menos divertido, nos acompañó uno de los amigos de Manuel, incansable contador de chistes que hizo un largo show del proverbial cansón traslado en ferri, lo que nos impidió descansar durante todo el trayecto.

Ese primer viaje me dejó enamorado de la Isla; luego volvería con mis padres y también con mi primera esposa y mis hijos. Después hice de esto una costumbre, la visitaba todos los años. La Laguna “La Restinga” era el paseo predilecto de mi madre. Hice  después amigos en la Isla durante la década de los ochenta cuando acompañé al Superintendente de Bancos, Víctor Saúl Gutiérrez, a inaugurar el extinto “Banco Insular”; eran los tiempos del hotel “Concorde”, de Playa del Ángel, la cocina de Rubén y el glamur del “Sher” en la Santiago Mariño.  Las atenciones del grupo de amigos de “Gollito” Boada, presidente del banco (luego llegó a ser candidato a gobernador) y de Guillermo "Fantástico" González, uno de los principales accionistas; me entusiasmaron a recorrer la Isla y descubrir sus encantos.

Con mi actual esposa  seguí la tradición, disfrutamos los mejores años del “Margarita Hilton” hasta que llegó la revolución y acabó con el glamur de ese hotel (hoy convertido en llegadero de "revolucionarios" y cubanos). Por ello, nos cambiamos al “Margarita Laguna Mar”, un sitio más tranquilo y familiar,  que ha sentido también los embates de la crisis del país en materia de turismo, inseguridad y desabastecimiento. 
Los últimos años  he aprovechado la visita para reencontrarme con el grupo de “navegaos”, asiduos jugadores de tenis con los que cordializaba en las canchas del Hilton y que el proceso “antioligarca”  obligó a migrar a canchas ajenas a los espacios socialistas.
  
He aprendido a querer mas la Isla después de leer “La otra isla”, la mejor novela  de Francisco Suniaga -en mi criterio- donde nos recrea con la idiosincrasia del margariteño, “un pueblo donde todos  ordenan y nadie obedece”.

Margarita ha cambiado mucho, perdió el encanto de playa “El Agua” (actualmente es objeto de un supuesto plan de recuperación y reordenación de sus comederos).  Se esfumó la magia de sus casinos -especialmente el del Margarita Hilton- y su percepción de seguridad -no habían policías, ni ladrones en ese tiempo- es hoy de temeridad. Ahora las playas predilectas son “Parguíto” y “El Yaque”.  Hay más centros comerciales que alivian a “El Sambil”. “La Vela” es muy buen diseño arquitectónico.  Pampatar ha crecido mucho gastronómicamente, ya no es solo “La Caranta" y "Guayoyo Café". En Porlamar "El Remo" -es mi opinión-  sigue siendo el mejor restaurante de la Isla.

Nuestro deseo de llevarnos a Terry (mi perrito) a los últimos viajes a la Isla, que generalmente han sido la última semana del año, me ha obligado a buscar alojamiento en caserones.
 En diciembre pasado (2012), recibimos el año en sus predios con mi hijo estrenando pareja. Alquilamos una vieja casa en “Playa Guacuco”, que me hizo recordar “La Casa de los Espíritus” de Isabel Allende, por los constantes miedos de mi madre a la oscuridad silente de la casa cuando llegaba la hora de dormir, que le hacía ver apariciones.
Restaurante "El Remo"

Tuvimos una bonita fiesta de año nuevo en el Hotel “La Samanna”. Quedamos en volver, pero en el 2013 el ambiente electoral nos cambió los planes; la crispación por la violencia y el desabastecimiento durante el 2014 nos hizo más cautelosos. Luego vendría la abrumadora inflación que terminó por hacerme repensar este hábito familiar.















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