"Como los unicornios"







A la memoria de mi padre Gregorio Jesús Méndez 


"Cómo los unicornios"

—-¡Hola Goyito! —así llamaban todos al niño Gregorio en su natal San Simón, pueblito de la cordillera andina, de migrantes godos  y solemnes hombres amantes del respeto.

—-¿Cuántas libras de café te mandaron a comprar?--- le inquiría presurosa la niña de ojos verdes.

           —-¡Media libra, tú sabes Isa!

Así eran los saludos que se procuraban Isabel y Goyito cuando éste entraba a la pulpería del viejo Alberto, papá de la niña Isabel, en la esquina más concurrida de la aldea San Simón del estado Táchira. Él la visitaba con regularidad no solo porque la niña le colocaba unos cuantos gramos por encima de la medida cancelada, como muestra de su reciproco enamoramiento, sino para intercambiarse unas miradas de corderito degollado que decían mucho más que cualquier carta que no se atrevían a escribir.

Cuando Goyito cumplió dieciséis años y unos cuatro de su amor platónico con la niña Isabel, no quiso aguardar más por la providencia y el futuro de ese amor de niños y le pidió a sus padres el pasaje y el contenido del cochinito de barro que lucía escarapelado en un rincón del escaparate de su cuarto,  para irse a la capital del país, en la Venezuela rural de los años 40.

Se despidió de la niña Isabel una fría mañana de diciembre a las puertas del abasto y le prometió que regresaría cuando tuviese los medios para venir a pedir su mano.

Cuando Goyito llegó a Caracas y se envolvió en la dinámica de una ciudad que proyectaba mucho crecimiento, se le despertaron todos sus instintos del hombre de mundo que quería ser. No volvió por su pueblo sino cuando  ya el sol daba  a sus espaldas, por allá en los años 90 y miró con tristeza lo poco que quedaba de las viejas casas donde correteaba de niño, que habían dado paso al progreso del país que se convertiría en petrolero hasta la década de 2010, en que una revolución comunista y corrupta le regresaría al atraso y la desolación.

Goyo se casaría por allá en los años 50 con otra muchacha andina de Mérida que conoció en Caracas, la cual le dio cuatro hijos todos varones. Pero Goyo nunca olvidó su primer amor adolescente y ese era un anhelo que mantenía en sus cuentas por cobrar.

Un día de semana, ya adulto contemporáneo, mientras esperaba turno en un consultorio médico en la clínica Loira del Paraíso, en Caracas, escuchó con su agudo oído que otro paciente muy joven comentaba sobre algún acontecimiento policial en la zona educativa de La Grita, ciudad cercana a San Simón. Le llamó inmediatamente la atención por lo que intervino conduciendo el tema hacia el terreno personal y obtuvo una información que cambiaría su vida en adelante. El joven, de nombre Alberto, como su abuelo, era hijo de Isabel, la niña de sus recuerdos quien vivía en Caracas desde hacía unos cuantos años, cuando enviudó y sus hijos, cuatro varones también, se la trajeron a la capital, entonces llamada la sucursal del cielo.

El nombre de pila de Goyo era Gregorio Jesús, pero su fe en el santo de los venezolanos José Gregorio Hernández, le indujo a asumir por nombre José Gregorio, sustitución que en su azarosa vida le trajo no pocos inconvenientes.

El joven le suministró el número de teléfono de su casa donde vivía con su madre Isabel. Se supone que Goyo no abundó en los detalles de su interés en saludarla. Ese mismo día después de ingerir dos birras con un compañero de trabajo en la barra del Jokey Club del Hipódromo La Rinconada, muy emocionado la llamó. 

Goyo, un "veterano de guerra" venezolano, sin haber estado en ninguna, se las ingenió para procurar un reencuentro pasados más de treinta años de ausencia.  

Después de unas cuantas salidas, las brasas de ese viejo amor juvenil volvieron a encenderse. Por supuesto, esas citas tendrían los efectos de una revolución en las vidas y el entorno de la pareja que ahora subía al último vagón del tren de los encantos. No pasarían sino semanas cuando Isabel sorprendió a Goyito con la noticia de que estaba embarazada. Los dos, adultos de fundados principios cristianos, no pensaron ni remotamente en interrumpir ese regalo de Dios. Asumieron valientemente la circunstancia en medio de lo que para esos tiempos se consideraba una afrenta familiar, ya que Goyo era casado. Para  fortuna de ambos la providencia les depararía una niña hembra, como rezaban las partidas de nacimiento de la época, lo que tanto deseaban y que ninguno de los dos había logrado en sus respectivas uniones matrimoniales.

Aleisa se llamaría la hermosa niña, nombre compuesto de las tres primeras letras de Alejandra la madre de Goyo y las tres primeras letras de Isabel. Esa linda criatura sería desde su nacimiento el centro de todo en esa casa de meros machos.

Goyo como buen machista andino también propicio encuentros de la niña con sus hermanos del otro frente, todos ya unos mozalbetes. La adorable niña sería para estos también un encanto que acercaría a ambos bandos de varones, entre quienes figuraba Oliver.

A los años Aleisa, ya una adolescente, se iría junto a su madre a los predios andinos, después de ser la protagonista principal de esta bonita historia. Goyo no pudo verla más porque su mundo era la capital y su vieja familia de varones en Caracas. Pero la pena de perder a su niña cuando  echaba  a crecer y hacerse mujer, lo atormentó por el resto de sus dias. Murió al poco tiempo de ese adiós y Oliver en su honor escribió estos párrafos para no olvidar que su viejo amaba como ya no se ama, como los unicornios, van desapareciendo.


 



 

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