No deja de recordar con tristeza la habitación que dejó
su hija Oriana, cuando se marchó a las pampas argentinas abrumada por el
desconcierto sobre su futuro en un país que avizoraba desmanes y hambruna.
Ésta daba sus pininos en el periodismo venezolano en un rancio
diario centenario ahora de talante chavista, en la esquina de Plaza España de
la avenida Urdaneta de Caracas. Qué lástima –se dijo- muchos periodistas
ansiaban en la “cuarta república” pertenecer a un diario de alcurnia como “El
Universal”. Ahora ni siquiera a un recién graduado lo ancla una propuesta
venida de ese otrora respetado diario.
El solitario cuarto arreglado con muy buen gusto por su ex, un
año antes, es un vacío que lo sobrecoge. La pared del fondo en azul
índigo luce en forma simétrica sendas fotos a color de Nueva York, una
del puente de Brooklyn y otra del Times Square parecen escoltar un poster
lineal en vinilo de The Beatles. La pared blanca del frente luce una foto en sepia de la Torre Eiffel
y el plasma de 32 pulgadas suspendido a la pared sobre la mesa en madera y
acrílico de la computadora Apple, no ha vuelto a encenderse. La cama
tamaño matrimonial contra la pared azul aun exhibe el peluche de un perro
orejón grande que parece mirar hacia la puerta como aguardando el regreso de su
ama.
Ese sentimiento de orfandad lo soportó durante casi un año,
sorteando las infamias de la rutina atroz caraqueña e inmerso en la búsqueda de
una solución, ya fuera en
Caracas o Maracaibo, al tema de su madre (Rosa) que requiere atención especial
por su avanzada senilidad. Entonces, alistó maletas, vendió sus raquetas de
tenis y apostilló sus antecedentes penales.
Se dijo a si mismo que disfrutaría unos dos meses de vacaciones mientras tramitaba su DNI, para luego ver que otro talento laboral iba a descubrir en aquella tierra de turbulentos aires (que luego dudaría de por qué los llaman “Buenos”)
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