A su regreso del periplo por las ciudades de Mérida, San Cristóbal y
Maracaibo, en la búsqueda infructuosa de un nuevo domicilio donde asentarse definitivamente y conseguir una confiable casa hogar para su madre, Oliver se instaló en su antigua estancia de Sabana Grande. No le fue fácil olvidar los tormentos padecidos en esos caminos de occidente que recorrió en ese afán peregrino por asirse a alguna razón o circunstancia que le salvara en medio de la turbulencia
que sobre su vida había desatado su ultima separación matrimonial. Regresó al reducido espacio del apartamento de la vieja Rosa en la extinta República del Este. Una amplia ventana lo contactaba con el mundo exterior, y arrellanado en su vieja silla negra de oficina, aprovechaba el silencio de la noche en sus reflexiones frente a la ya vetusta computadora DELL, pergeñando las crónicas
o ficciones que compelido por las circunstancias, debía semanalmente
despachar al diario electrónico peruano que lo había pautado desde hacía más de
un año.
La curiosidad de sus vecinos de enfrente por el interior de su habitación lograba controlarla con celo mediante la cómoda persiana color ostra enrollable marca Hunter Douglas, que cubría la amplia y rectangular ventana cuya vista también tenía sus infamias. Desde uno de sus puntos de visualización a
distancia lo perturbaba un espectáculo que todos los días al caer la tarde le abstraía
de sus anotaciones y escribanzas. Un espacio de la calle había devenido en botadero
de basura en grandes bolsas negras asediadas por hambrientos muchachos
callejeros que libraban disputas por abrir de primero las bolsas arrojadas por los
operadores de las cocinas de los distintos restaurantes de comida vasca de las
bohemias calles que cruzan la avenida Solano: Apamates, El Cristo y Los
Manguitos. Oliver no podía evitar en silencio ser testigo a distancia de este
dantesco espectáculo nocturno que se prolongaba por varias horas hasta que
todas las bolsas lanzadas eran objeto de una peculiar repartición del restante
contenido entre los líderes mendigos y recogelatas, que clasificaban los
desechos con una calma extraviada y según su imaginario valor de uso. Eran los amos del desecho. Ese era apenas un prólogo de la miseria que se cernía sobre la población venezolana en el primer año de gobierno del legatario del comandante de la "Revolución bonita". Este accidental botadero fue
evolucionando hasta convertir ese espacio en un improvisado taller de reciclaje de
desperdicios, y a los meses siguientes esa recurrente escena fue haciéndose un evento sin
gracia ni drama que perturbara a Oliver en el teclado.
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