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Devastado

  Ignacio quedó devastado en la última semana de marzo. La muerte de su hermano del alma lo dejó huérfano de familia primigenia, de raíces compartidas, de recuerdos que solo ellos dos podían descifrar con una mirada. Era su hermano favorito, su mejor amigo, su cómplice de infancia y adolescencia. Con él compartió incontables tardes en el patio de la vieja casa de Potrerito, donde, con guantes de boxeo calzados y el fervor de quienes sueñan con la gloria, libraban combates de quince asaltos que siempre terminaban en empates negociados. Eran batallas de honor, con revanchas aseguradas y el sudor de la juventud como testigo de su hermandad inquebrantable. El exilio, ese látigo invisible que le robó tanto, le negó la posibilidad de acompañarlo en sus últimos días, de sostenerle la mano en su convalecencia. En la Venezuela miserable del chavismo, donde un diagnóstico terminal es casi siempre una sentencia de muerte, su hermano enfrentó la enfermedad con la dignidad de quien no espera mi...

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