El diablo de Sabaneta





Prólogo



El diablo de Sabaneta



Este libro no pretende ser una biografía. Tampoco un panfleto. Mucho menos una elegía. Es, ante todo, un intento de comprender —desde la literatura, la historia y la política— cómo un muchacho llanero de voz melosa y verbo inflamado logró seducir a toda una nación hasta arrastrarla, paso a paso, hacia su ruina. Hugo Rafael Chávez Frías, el hombre que durante catorce años dirigió los destinos de Venezuela, no fue un simple caudillo tropical, ni un error de la democracia. Fue la síntesis de sus enfermedades más antiguas: el mesianismo, el militarismo, la idolatría por el líder, la promesa de redención a través del poder absoluto.



El diablo de Sabaneta es un recorrido narrativo, a veces íntimo, a veces furioso, por los episodios fundamentales de esa tragedia moderna que algunos todavía llaman revolución. No se limita a retratar al Chávez oficial —el de los discursos eternos, las camisas rojas, las cadenas nacionales— sino que se adentra en el Chávez más inquietante: el que tejía alianzas con dictadores, cerraba medios, manipulaba elecciones, perseguía adversarios, destruía instituciones y convertía la pobreza en un instrumento de control político.



Hay en estas páginas una intención de contar, pero también de advertir. Porque el chavismo no murió con Chávez. Sigue vivo, enquistado en las ruinas que dejó su paso por el poder, replicado en herederos que apenas son caricaturas, pero que conservan su mismo desprecio por la libertad y el pensamiento crítico. Nicolás Maduro no es su sombra: es su consecuencia lógica.



Los capítulos que siguen son una mezcla de crónica, ensayo y ficción narrativa. No se aferran al dato frío, sino a la escena simbólica. No buscan exactitud documental, sino verdad literaria. Porque a veces, para retratar el alma de un régimen, hace falta recurrir no solo a los hechos, sino también a las palabras con las que esos hechos se deformaron.



¿Por qué “el diablo”? Porque así lo bautizó un presidente extranjero desde una tarima de Naciones Unidas. Y porque, en su teatralidad, su soberbia y su talento para disfrazar la mentira con épica, Chávez parecía extraído de una novela de dictadores. Un personaje digno del realismo trágico latinoamericano, más cercano a Trujillo que a Bolívar, aunque él insistiera en lo contrario.



Este libro no busca venganza. Busca memoria. Porque solo recordando —sin indulgencias, sin adornos— podremos evitar repetir la historia.



Y porque hay heridas que, si no se nombran, nunca terminan de sanar.



El autor










Capítulo 1: El niño de Sabaneta



Nació un 28 de julio de 1954 en un caserío llamado Sabaneta, que entonces era apenas una aldea polvorienta del estado Barinas, en el corazón del llano venezolano. A Hugo Rafael Chávez Frías lo trajo al mundo doña Elena, una maestra rural, y lo inscribió en la parroquia civil como segundo de seis hijos, aunque con el tiempo él se encargaría de hacerse pasar por el primero en todo.



No había hospital, ni médico, ni fotografía del parto. Solo el testimonio de las comadronas y una cédula escueta que no prefiguraba destino alguno. Era apenas otro niño llanero, de piel tostada por el sol, pelo rizado y mirada impaciente, que jugaba entre los burros, los arbustos de merey y los caños turbios de aquella Venezuela campesina que aún creía en la Virgen, en las décimas de Simón Díaz y en la palabra del maestro de escuela.



La casa en la que creció era de bahareque, sin agua corriente ni luz estable. El techo, de palma seca, dejaba pasar la lluvia durante las tormentas. Lo crió más la abuela que la madre. Mamá Rosa —como la llamaba— era la típica matriarca de pueblo: supersticiosa, autoritaria, terca. Fue ella quien le enseñó a rezar, a no dejarse humillar, y a desconfiar de los ricos.



De su padre, Hugo de los Reyes Chávez, un maestro y luego político local, heredó el orgullo. De su madre, la constancia. Pero el verdadero molde fue la pobreza. Esa pobreza que marcaba cada comida escasa, cada pantalón remendado, cada cuaderno compartido con hermanos. Una pobreza sin hambre total pero con hambre simbólica, esa que produce resentimiento lento, callado, acumulativo.



Desde temprano mostró dotes de líder. Organizó juegos, improvisó ligas de béisbol con pelotas hechas de trapo y manoplas de cartón. Soñaba con ser pelotero profesional. A los once años, cargando un morral lleno de arepas frías y esperanzas, se fue a Barinas capital para estudiar. Lo albergó un tío, y para ganarse la comida, vendía dulces caseros: arañitas, conservas, papelón con coco.



Aquel niño que pregonaba golosinas por las calles no era aún el comandante que citaría a Bolívar como si fuese un primo cercano. Pero ya hablaba demasiado, gesticulaba, contaba historias. Se sentía distinto. Sentía, quizá sin saberlo, que el mundo estaba incompleto, mal distribuido, y que algún día él podría cambiarlo.



Fue entonces, en esos años de adolescencia, cuando comenzó a cultivarse el mito que él mismo expandiría después: el del llanero humilde que ascendía por mérito propio, que sufría en silencio pero soñaba en voz alta. Su vocación militar vendría un poco después, como una vía de ascenso social, pero también como escenario para sus delirios de heroísmo.



En su relato —ese que repetiría hasta el cansancio décadas más tarde— su niñez fue una cruzada, una gesta precoz. En la realidad, fue una infancia dura, a ratos luminosa, a ratos solitaria, como tantas otras del interior venezolano.



La diferencia es que él no quiso olvidarla.



La usó como bandera, como excusa, como armadura. La convirtió en origen sagrado. Cada vez que hablaba del niño pobre que fue, justificaba el poder absoluto del adulto que llegó a ser.



Porque en la Venezuela de Chávez, la infancia no era solo el pasado: era el mito fundacional de la revolución.











Capítulo 2: El cadete hablachento


En los patios de tierra dura y los salones cargados de calor de la Academia Militar de Venezuela, en Fuerte Tiuna, año 1971, una voz se alzaba con frecuencia por encima del resto. No era la del instructor, ni la del coronel de turno. Era la de un muchacho zambo, de cabello rizado, que no sabía quedarse callado ni aun cuando el protocolo, la jerarquía o el sentido común lo exigían.


—¡Cadete Chávez, guarde silencio, carajo!

—¡Cadete Chávez, ¿por qué no se calla?!


La reprimenda se volvía casi un mantra para los oficiales formadores, desesperados por domar al soldado de Sabaneta, un pueblo perdido en la planicie barinesa, que en vez de someterse a la disciplina del reglamento, interrumpía las clases con anécdotas de coterráneos pícaros, coplas inventadas o, peor aún, arengas de un socialismo rústico, aprendido no en libros sino en la intuición de los resentidos. Era la forma de marcar territorio desde el primer día: si no podía mandar todavía, al menos que lo escucharan.


Años después, cuando ya era presidente, otro grito —más regio, más diplomático, pero igual de desesperado— le caería encima como un eco de aquellas reprimendas de cadete:


—¿Por qué no te callas? —espetó el rey Juan Carlos de Borbón, harto de su impertinencia en una cumbre iberoamericana donde interrumpía con descaro al jefe de gobierno español.


Pero volvamos al joven de 1971. Apenas ingresó a la Escuela de Formación de Oficiales de las Fuerzas Armadas, un 19 de marzo, comenzó su labor de proselitismo. No lo hacía en aulas ni campos de tiro, sino en los cuartos de descanso, en los pasillos, en los comedores, donde los cadetes se aflojaban el correaje y bajaban la guardia. Allí desplegaba su labia, su monólogo constante, salpicado de historia nacional, patriotismo adulterado y promesas de redención. Los más crédulos lo escuchaban con una mezcla de fascinación y escepticismo; los otros, simplemente lo toleraban.


Tenía don de palabra, sin duda. Cantaba, improvisaba décimas, invocaba a Bolívar como quien invoca a un santo laico. Se creía —y muchos lo creyeron— una reencarnación de Zamora, o de algún sargento anónimo de la independencia. Su lectura, aunque superficial, de Venezuela Heroica y La libertadora del Libertador le servía de muletilla para justificar cualquier arrebato. Lo suyo no era la ideología, sino el espectáculo. Hablaba como predicador de favela, con la pasión de los iluminados y la lógica de los brujos.


Una noche, en una reunión informal de oficiales de alto rango, mientras se servía ron y chicharrones en el Casino de Oficiales, el general de brigada Manuel Raúl Marrero —veterano del 23 de enero y hombre de pocas palabras— dejó caer una advertencia, casi entre dientes:


—Ojo con ese Chávez. Ese muchacho no es tonto. Tiene el verbo del agitador y la astucia del resentido. Si lo dejamos crecer dentro de la Fuerza Armada, un día va a prender fuego en los cuarteles... y no con armas, sino con palabras.


Otro coronel se rió, como quien espanta una mosca.


—¿Ese zambito de Barinas? ¡Bah! Solo le gusta oírse hablar…


Pero Marrero insistió:


—Y eso es lo peligroso. Los jóvenes lo escuchan. Lo admiran. No lo subestimen. Chávez no es el típico ambicioso: es el tipo de fanático que cree tener una misión. Y esos son los peores.


Nadie tomó notas esa noche. Nadie lo reportó. Pero la frase quedó resonando, como un silbido apenas perceptible antes del vendaval.


Años después, cuando las cámaras mostraron al teniente coronel Hugo Chávez rindiéndose por televisión después del fallido golpe de Estado de 1992, más de uno recordó aquella advertencia con un escalofrío en la espalda.











Capítulo 3: La noche de los tenientes



El 4 de febrero de 1992, a las cuatro y cuarenta y cinco de la madrugada, Venezuela despertó sobresaltada por una explosión que no venía del cielo sino de los cuarteles. Las noticias eran fragmentarias, los rumores caóticos. Tanques en las calles, tiroteos cerca del Palacio de Miraflores, militares enfrentados entre sí. Algunos creían que se trataba de una invasión. Otros, de una guerra civil. La verdad era más absurda y más peligrosa: un grupo de tenientes coroneles había decidido derrocar al presidente constitucional en nombre de una revolución que aún no tenía nombre, pero ya tenía un rostro.



El rostro era el de Hugo Rafael Chávez Frías.



Era todavía un oficial intermedio, sin mando real, sin tropas numerosas, sin programa político concreto. Pero tenía algo más eficaz que todo eso: ambición y rabia.



Desde hacía años, Chávez había gestado, en secreto, un movimiento dentro de las Fuerzas Armadas: el MBR-200, Movimiento Bolivariano Revolucionario 200, una logia más que un partido, una hermandad de jóvenes militares convencidos de que la democracia representativa era una fachada de corrupción. Se reunían en secreto, leían a Bolívar como si fuera un evangelio, y planeaban, con mapas escolares y rifles viejos, el gran zarpazo.



Carlos Andrés Pérez, el presidente en ejercicio, no era inocente. Su segundo mandato había empezado con un giro impopular hacia el liberalismo económico, presionado por el FMI. Privatizaciones, ajustes fiscales, subida de tarifas. El país, mal acostumbrado al despilfarro, reaccionó con furia. Tres años antes, en 1989, había estallado el Caracazo, una revuelta espontánea reprimida con balas, represión y muertos que nunca fueron contados del todo.



Aquella herida, mal cerrada, fue la coartada perfecta de los golpistas.



Esa madrugada, los insurgentes tomaron tanques, rodearon instalaciones militares, ocuparon canales de televisión. Su plan era coordinado, pero mal ejecutado. Mientras en Maracaibo y Valencia algunas guarniciones caían, en Caracas el presidente se salvó por minutos. A las 2:00 a. m. había salido del Palacio en un vehículo blindado, escoltado, sin mirar atrás.



Chávez, refugiado en el Museo Militar —una ironía del destino— supo que su plan había fracasado. Los civiles que esperaban su llegada al poder, aquellos conspiradores de salón que imaginaban una Venezuela sin partidos, no aparecieron. Las tropas más leales al régimen cerraron las vías. El golpe estaba cercado.



Entonces vino el momento más inverosímil y, al mismo tiempo, más trascendental.



Se le permitió hablar en televisión.



Sí, el cabecilla de la insurrección, con el uniforme planchado y la cara de derrota, apareció en cadena nacional, bajo vigilancia, y pronunció la frase que lo convertiría en leyenda:



—Por ahora, los objetivos no han sido logrados...



Ese “por ahora” fue una descarga eléctrica en la psiquis nacional. No sonó a rendición, sino a promesa. No marcó el fin del golpe, sino el inicio de una narrativa. Desde ese instante, para millones de venezolanos, Chávez dejó de ser un traidor a la patria y pasó a convertirse en mártir, en alternativa, en el vengador de los pobres.

Lo encarcelaron. Lo enjuiciaron. Pero no lo silenciaron. Luego vendría el sobreseimiento del presidente Caldera, una suerte de reconocimiento implícito del valor político que tuvo aquella intentona golpista para allanar el camino a su segunda presidencia.



En Yare, donde cumplía condena, recibía a periodistas, dictaba arengas, escribía cartas. El reo se volvió celebridad. Su uniforme de presidiario era una sotana revolucionaria. Su celda, un cuartel simbólico. Su silencio oficial, una estridencia que retumbaba en cada barrio, en cada comedor popular, en cada guarnición mal pagada.



Carlos Andrés Pérez, en cambio, fue destituido poco después por el Congreso por “corrupción administrativa”.  Incurrió en un acto de gobierno necesario: había desviado fondos de la partida secreta para apoyar la democracia en Nicaragua. Un presidente democrático derrocado por la vía legal. Un golpista encarcelado que se volvía profeta.



La democracia, con todos sus defectos, se había salvado por un pelo. Pero en el corazón del pueblo, ya comenzaba a germinar la idea de que los tanques podían ser más eficaces que las urnas.



Y en esa fantasía romántica, en ese “por ahora” repetido como una oración, se incubaba el futuro dictador.


 Y el país que miraba azorado al golpista, comenzó a verlo como alternativa.












Capítulo 4: El emisario del trópico



En Yare, bajo el sol pegajoso de ese pueblo encerrado entre cerros y cañaverales, el teniente coronel cumplía una condena plácida, acompañado de sus cómplices. No fue un preso más, sino un huésped incómodo del sistema. Mientras los tribunales decidían su destino, él tejía su leyenda.



Aquel amanecer lluvioso de mayo, cuando el agua caía a cántaros sobre los techos oxidados de Caracas como si el cielo también se hubiese hartado del país, el comandante despertaba con la resaca espesa de una noche de excesos. El delirio había sido compartido con una periodista insolente y perspicaz, de esas que saben disfrazar el bisturí con sonrisas dulces y caricias calculadas. Decía venir de una revista internacional de renombre, financiada —aunque ella nunca lo admitiera— por uno de esos viejos oligarcas caraqueños que aún no sabían que su mundo se había extinguido.



El pretexto era una entrevista. La intención: arrancarle al comandante, entre halagos y sudores, las razones verdaderas del alzamiento militar contra Carlos Andrés Pérez. La periodista quería escribir el reportaje de su vida. Él, sin embargo, intuía que solo buscaba una historia con olor a pólvora, sudor y sangre. Y por eso habló. Habló con esa mezcla de lujuria e ideología que lo poseía cuando sentía que lo escuchaban de verdad.



Fue en medio de ese sopor posterior, mientras su cuerpo aún olía a aguardiente barato y loción femenina, que le anunciaron la visita de un tal Maduro.



—¿Quién demonios es ese? —preguntó desde el baño, espumoso y desnudo, echándose agua helada a modo de “ducha de vaquero”—. ¡Que se siente ahí y no joda mucho!



El visitante obedeció. Era un hombre larguirucho, de movimientos lentos, casi coreografiados por el desconcierto, con bigote de chofer sindicalista y ojos de vaca perpleja. Había sido enviado por La Habana —eso bastaba para ser admitido—, aunque el comandante sospechaba que detrás de ese encargo venía alguna maniobra de Fidel. Siempre Fidel. Siempre calculando.



Cuando por fin apareció, toalla al hombro y el pecho al aire, el comandante lo miró con su media sonrisa cínica:



—¡Ah, bigote! Te he visto antes en un periódico. ¿No estuviste metido en un peo de armas, un asalto a un banco?



El otro, encogiéndose de hombros como quien ya no niega lo que no puede explicar, respondió con voz grave:



—Eran otros tiempos, mi comandante. Vengo de parte de Fidel. Traigo gente. Gente útil para su causa.



Chávez lo escrutó con esa mirada que lo había hecho temido desde los patios de Fuerte Tiuna. En silencio, lo desnudó mentalmente: lento, torpe, obediente. Este tipo no aguanta una ráfaga, pensó. Pero los cubanos no enviaban piezas inútiles.



—No debe ser difícil para la policía dar contigo —ironizó, aludiendo a la corpulencia y al paso pesado del mensajero.



Maduro sonrió sin rubor:



—Tengo mis habilidades, mi comandante. No todo es velocidad.



La habitación estaba plagada de bustos de Bolívar, retratos con ojos desorbitados, mapas de la Gran Colombia y pequeñas reliquias de las guerras de independencia. Chávez, en sus horas íntimas, hablaba con los próceres como si fuesen compañeros de armas. Aquella obsesión, que para los suyos era genio y para los otros pura locura, era precisamente lo que La Habana deseaba exacerbar. Lo sabían: el comandante no podía resistirse al espejismo de la gloria.



Maduro traía instrucciones claras: alimentar el mito, halagar la grandeza, ofrecer ayuda técnica bajo la forma de devoción ideológica. Pero el comandante, astuto como los curas viejos, no se dejaba hipnotizar tan fácilmente. Observaba cada gesto, cada palabra, cada omisión de su visitante, como si lo pesara en una balanza invisible.



Y aunque lo consideraba inferior, intuyó algo útil en esa torpeza. Los líderes brillantes eran peligrosos. Los mediocres, manejables.



—Te voy a dar una tarea, bigote —dijo finalizando la mañana, entregándole unas hojas manchadas de café—. Léelo con calma. Esto es lo que viene.



Maduro leyó en voz baja:



“1. Si fracasa la vía armada, conquistar el poder por la vía electoral.


2. Control absoluto de la Fuerza Armada, del poder judicial y del CNE.


3. Hegemonía comunicacional. Ni una emisora sin supervisión.”



Guardó los papeles con torpeza.



Antes de irse, anunció:



—La próxima vez le presento a dos camaradas. Los hermanos Rodríguez. Jorge y Betty. Los hijos del mártir aquel, asesinado por la Disip. Le quieren conocer.



—¿Ah, los del secuestro del gringo? —preguntó Chávez, levantando una ceja—. ¿Y qué saben hacer esos bichos?



—Conspirar, mi comandante —respondió Maduro, ahora con un rastro de malicia que le hizo ganar, por primera vez, un gesto de interés genuino de su superior.



Y así, bajo esa lluvia interminable de mayo, entre los restos de una noche libidinosa y las telarañas de una conspiración en marcha, comenzaba a forjarse no una república, sino un régimen. No un gobierno, sino una maquinaria. Y en su engranaje más opaco, el rostro bovino de Maduro ya empezaba a encajar.














Capítulo 5: El Mesías en campaña


Venezuela, cansada de promesas vacías, de escuelas sin pupitres y hospitales sin gasas, aún esperaba al salvador, al caudillo nuevo que viniera a barrer con la decadencia. Y Chávez, como un hábil encantador de serpientes, supo encarnar ese mito.


Fue en el año 1998 cuando Hugo Chávez Frías, el mismo cadete bocón que interrumpía clases en Fuerte Tiuna y que había salido de la cárcel amnistiado por un gobierno débil, decidió conquistar el poder no por la vía de las armas —todavía chamuscadas por el fracaso— sino por el voto popular. No tuvo que esforzarse demasiado. El país, harto de promesas incumplidas, veía en él un redentor.


Los partidos tradicionales, Acción Democrática y Copei, dos columnas desvencijadas de la vieja democracia representativa, ya no contaban con el fervor de las masas. Estaban podridos por dentro, y olían a rancio. Bastó que Chávez recorriera el país, con su verbo incendiario y sus anécdotas de cuartel, para que los sectores populares —olvidados, maltratados, burlados— le dieran su bendición.


Iba de pueblo en pueblo, enfundado en su camisa roja, con un crucifijo en una mano y un retrato de Bolívar en la otra. Prometía refundar la república, castigar a los corruptos, llevar médicos a los cerros, acabar con el hambre y la desigualdad. Pero no hablaba de economía ni de instituciones, sino de traiciones, de héroes y traidores, de independencia y traición, de patria y antipatria. Su discurso era un mito con botas.


Una tarde, tras un mitin encendido en la plaza Bolívar de Barinas, se sentó en el borde de una tarima improvisada junto a Francisco Arias Cárdenas, entonces su aliado electoral. El calor era infernal, pero Chávez estaba exultante. La multitud aún coreaba su nombre a lo lejos.


—¿Viste, Pancho? —dijo mientras se secaba el sudor con un pañuelo raído—. Esta gente está sedienta de fe. No quieren ideas, quieren redención.


Arias lo miró en silencio.


—¿Y tú crees que estás dándoles eso?


—Yo les doy lo que necesitan creer —respondió Chávez, sin titubeos—. Les hablo de dignidad, de justicia, de patria. Pero la verdad, Pancho, es que el pueblo es como arcilla. Uno le da forma con el verbo. Son nobles, sí, pero tan manipulables...


Arias tragó en seco. Quiso responder, pero Chávez ya seguía hablando:


—Hay que aprovechar esa nobleza. Si no lo hacemos nosotros, lo harán otros. Esta es la oportunidad de borrar del mapa a los adecos, a los copeyanos, a toda esa burguesía que se ha repartido al país. ¿Democracia? Eso es un teatro. Vamos a mentirles si hace falta. Hablaremos de unidad, de nueva república, de Constitución, pero en el fondo, el proyecto es hegemónico. Y será para siempre.


Arias no dijo nada. Esa noche, al llegar a su hotel, escribió en su libreta de campaña: "Hugo está convencido de que puede salvar al país, pero ya no sé si entiende la diferencia entre salvarlo y someterlo."


Años más tarde, en una entrevista concedida al diario El Nacional, cuando ya era adversario del chavismo, Arias recordó aquella conversación:


“Ese día me di cuenta de que Hugo estaba decidido a todo. No le importaba mentir ni manipular. Lo suyo era una cruzada, sí, pero sin límites. Y eso, para mí, fue una señal de alarma.”


Los marginados, los ignorantes, los que nunca habían sido escuchados por los partidos tradicionales, lo adoptaron como símbolo. Chávez, el Comandante, les prometía independencia y libertad. Pero detrás de esas palabras —tan seductoras como vacías— se ocultaban otros designios: sumisión a La Habana, adoración al marxismo más vetusto, destrucción de la república liberal que, con todos sus defectos, al menos había conocido alternancia, instituciones, y alguna forma de civilidad. Y peor aún, se escondía una espantosa corrupción y criminalidad oficial.


El día de las elecciones, diciembre del 98, el resultado fue contundente. Una mayoría abrumadora le entregó el poder con una mezcla de esperanza, temor y deseo de revancha. Había nacido, por voluntad popular, el Comandante Presidente.


Y allí, en la cima del poder, comenzó a girar la brújula hacia el Caribe.













Capítulo 6: El abrazo del Comandante


En La Habana lo esperaban con los brazos abiertos. Fidel Castro, viejo zorro del comunismo tropical, supo ver en ese militar díscolo al discípulo ideal. No era un burgués arrepentido ni un marxista de biblioteca. Era un hombre del llano, de origen humilde, con verbo fácil y alma de cruzado. Exactamente el tipo de figura que podía perpetuar, fuera de Cuba, la llama moribunda de la revolución.


El encuentro fue casi litúrgico. Fidel, ya avejentado pero aún astuto, lo condujo a su despacho como quien recibe a un hijo pródigo. Allí, a puerta cerrada, sin testigos, se fraguó el pacto.


—Te felicito, Hugo. Has hecho lo que nosotros no pudimos —dijo Fidel, encendiendo su tabaco—. Llegaste al poder sin disparar un tiro. El pueblo te aclamó. Eso tiene más fuerza que cualquier asalto al cuartel.


Chávez asintió, conmovido. Llevaba días esperando ese reconocimiento.


—Pero no creas que eso basta —prosiguió el Comandante—. El enemigo está en todas partes. Las instituciones burguesas son como una camisa de fuerza. Tú has ganado la presidencia, sí, pero eso es apenas la entrada. Ahora hay que desmontar el Estado desde adentro, pieza por pieza. No puedes entregar el poder, ni confiar en las reglas que ellos escribieron. Si lo haces, te devoran.


—Entiendo, Fidel —respondió Chávez, grave—. Pero hay muchas resistencias. La Iglesia, los medios, los empresarios...


—Por eso necesitas control total. Medios, Fuerza Armada, justicia, petróleo. Todo. El poder no se comparte, Hugo. Se ejerce. La democracia, como ellos la entienden, es una trampa.


Fidel se levantó con dificultad y fue hasta una vitrina. Extrajo un sobre y se lo entregó.


—Aquí tienes los nombres de quienes te van a proteger. El G2. Nuestro mejor servicio de inteligencia. Ellos cuidarán de ti como me cuidaron a mí. Y también los médicos: vendrán nuestros mejores galenos. No puedes darte el lujo de caer enfermo sin tenerlos cerca.


Chávez abrió el sobre y lo miró en silencio. Sabía que ese gesto era algo más que un favor: era la promesa de lealtad eterna, pero también el inicio de una tutela.


—Tienes una ventaja que yo nunca tuve —continuó Fidel—: el petróleo. Esa riqueza, bien usada, es más poderosa que cien divisiones. Con ella alimentarás al pueblo, comprarás aliados, financiarás tu revolución y exportarás tu modelo. Mientras fluya el crudo, fluirá la historia contigo.


—¿Y el ejército? —preguntó Chávez, aún con cierta desconfianza.


—Formaremos una nueva doctrina —respondió Fidel sin titubeos—. Una Fuerza Armada Bolivariana, patriótica, revolucionaria, leal al proceso. Nosotros te ayudaremos a limpiar mandos, a sembrar ideología, a crear una nueva casta militar que piense como tú.


Se abrazaron, se juraron lealtad. Y de ese abrazo, nació un pacto que cambiaría la historia contemporánea de América Latina.


A partir de entonces, Venezuela se convirtió en la caja fuerte de la revolución cubana. Barcos repletos de petróleo cruzaban el mar rumbo a la isla, a cambio de médicos, entrenadores, asesores de inteligencia y, sobre todo, doctrina. Las instituciones venezolanas, minadas por dentro, empezaron a parecerse cada vez más a las de la isla: obedientes, verticales, sin contrapesos.


Chávez adoptó el léxico cubano: hablaba de revolución, de bloqueo, de imperio, de batalla de ideas. Inventó misiones sociales con nombres redentores: Barrio Adentro, Robinson, Mercal. Pero tras esa fachada de justicia social, avanzaba otro proceso más sutil y siniestro: la toma del poder absoluto.


En nombre del pueblo, eliminó los equilibrios republicanos, sometió al Parlamento, a los jueces, a la prensa. Desdibujó la democracia desde adentro, con el apoyo entusiasta de los suyos y la pasividad de los otros. Fidel, desde La Habana, observaba con orgullo a su nuevo pupilo: el bolivariano tropical que, sin disparar un solo tiro, logró lo que él nunca consiguió con su ejército rebelde: someter a todo un país por aclamación popular.


Así comenzó la larga noche revolucionaria. Una noche que aún no termina.














Capítulo 7: Constitución bajo la lluvia



La noche del 15 de diciembre de 1999, mientras Hugo Chávez celebraba ante las cámaras la aprobación de su nueva Constitución, una lluvia pertinaz, obstinada, comenzaba a devorar las montañas del litoral central. El Comandante, enfático, inflamado, hablaba desde el balcón del pueblo sobre el nacimiento de la Quinta República, el renacer de la patria, la refundación moral de Venezuela. Afuera, en Vargas, se abrían los cerros como vientres podridos.



La nueva Carta Magna —forjada por una Asamblea Constituyente elegida a dedo, dominada por aduladores y juristas obedientes— era, más que un instrumento legal, un manifiesto. Chávez la llamó “la mejor del mundo”. Tenía más derechos que obligaciones, más promesas que límites, más emociones que técnica. Permitía la reelección, autorizaba la reconfiguración de los poderes públicos, disolvía el viejo Senado, y creaba nuevas figuras como el “poder moral” y el “poder electoral”, que no tardarían en volverse apéndices del Ejecutivo.



Era una Constitución a su imagen y semejanza: expansiva, teatral, populista. Decía hablar en nombre del pueblo, pero le daba al líder la capacidad de interpretarlo, de encarnarlo. No era una ley para todos, sino un traje a medida del nuevo Mesías.



Mientras los seguidores del proceso bolivariano coreaban consignas frente al Palacio de Miraflores, en Macuto, en Carmen de Uria, en Los Corales, las casas comenzaban a deslizarse montaña abajo como si fueran de papel mojado. Los ríos, antes apacibles, se convirtieron en torrentes de barro, piedras y cadáveres.



Vargas, que alguna vez fue el estado de las playas luminosas y los hoteles frente al mar Caribe, quedó convertido en un cementerio fangoso. Miles de personas murieron, aunque nunca se supo cuántas. La cifra oficial fue un misterio celosamente guardado, como los secretos de Estado. No hubo luto nacional. No hubo duelo oficial. Solo silencio, improvisación y propaganda.



Chávez tardó en ir. Y cuando fue, no lloró. No pidió perdón. No declaró emergencia constitucional. No ordenó evacuaciones masivas ni reconstrucciones rápidas. Lo que hizo fue decretar que aquella tragedia era producto de la ira de la naturaleza... y, de forma velada, una advertencia divina contra los enemigos de la revolución.



La ayuda internacional, que llegó en aviones desde Europa y barcos desde Estados Unidos, fue recibida con frialdad y sospecha. Cuba, en cambio, envió médicos, ingenieros, “voluntarios” con acento de La Habana que no solo curaban heridas, sino que recolectaban datos, registraban nombres, se infiltraban en comunidades enteras. Fue en Vargas donde comenzó a esbozarse el modelo cubano aplicado al desastre: control social bajo el disfraz de asistencia humanitaria.



La Constitución, recién aprobada, no se estrenó con un acto cívico sino con una calamidad. El país, en vez de avanzar, retrocedía entre escombros. Y sin embargo, la narrativa oficial ya estaba instalada: el pueblo había hablado, la historia comenzaba de nuevo, y lo que parecía tragedia, en realidad era sacrificio necesario.



El poder, como un barro espeso, comenzaba a cubrirlo todo.









Capítulo 8: Abundancia de promesas, escasez de todo



La paradoja era tan visible como brutal: Venezuela, sentada sobre las mayores reservas de petróleo del planeta, comenzaba a vivir como un país sin pan ni papel higiénico. Aquel socialismo del siglo XXI, que prometía plenitud, soberanía alimentaria, vida digna, se transformaba poco a poco en una danza de colas, anaqueles vacíos y billetes sin valor.



Todo había comenzado, como casi todo en la revolución bolivariana, con un decreto. Un día cualquiera, desde su programa dominical Aló Presidente, Chávez anunció que se fijarían los precios de los alimentos básicos: la leche, el arroz, el azúcar, el pollo, la carne. Nadie parecía preguntarse qué pasaba cuando un gobierno fijaba precios por decreto y no por mercado. Nadie —al menos públicamente— advirtió que si al productor se le paga menos de lo que cuesta producir, simplemente deja de producir.



Las fábricas comenzaron a cerrar. Los ganaderos vendieron sus rebaños. Los agricultores, desalentados por la ruina, abandonaron las tierras. Pero Chávez tenía otra solución: importar.



Importar a mansalva.



Con los precios del petróleo por encima de los cien dólares el barril, el país se dio el lujo de convertirse en un gran puerto de entrada: llegaban barcos de arroz desde Uruguay, caraotas de Nicaragua, carne de Brasil, leche en polvo de Argentina. Las cajas se apilaban en los galpones de PDVAL y Mercal como si fueran tesoros nacionales. Muchos se perdían en el camino. Otros se vencían antes de ser distribuidos. La corrupción, como una termita insaciable, comenzó a roer desde dentro el milagro bolivariano.



El Estado lo controlaba todo. Pero no lo administraba: lo devoraba.



La inflación, al principio disimulada con aumentos salariales y bonos populistas, pronto comenzó a desbordar cualquier plan. El bolívar fuerte, así bautizado con orgullo patriótico, se convirtió en un papel mojado. Para evitar el colapso, se impuso un control de cambio: una danza de dólares preferenciales que solo los amigos del poder sabían cómo conseguir. Nació así la figura del empresario revolucionario, una nueva élite que hacía fortuna con importaciones ficticias y dólares subsidiados.



El país se dividió en dos: los que tenían acceso al dólar oficial y los que no. Los primeros vivían como príncipes tropicales; los segundos, como mendigos en su propia tierra.



Los anaqueles empezaron a vaciarse. Primero fue el café. Luego el azúcar. Después el aceite. Y un día, como si fuera un chiste cruel, desapareció el papel higiénico. La escasez ya no era un rumor: era el nuevo rostro de la revolución.



Pero Chávez, fiel a su estilo, nunca aceptó responsabilidad. La culpa era del imperio, de la oligarquía, de los empresarios especuladores, de una “guerra económica” que solo él parecía entender. Denunciaba complots invisibles mientras firmaba expropiaciones reales. Tomó fábricas, galpones, hatos, supermercados. Todo lo que tocaba, lo volvía improductivo.



Y el pueblo, aturdido, aún lo aplaudía.



Porque mientras la nevera se vaciaba, el televisor escupía consignas. Mientras los hospitales colapsaban, llegaban misiones con batas blancas y diplomas cubanos. Mientras el sueldo no alcanzaba, se inventaban bonos, becas, bolsas CLAP, subsidios. Se empobrecía con carisma.



Era un colapso disfrazado de epopeya.



La economía venezolana, sin diversificación, sin inversión privada, sin instituciones creíbles, empezó a parecerse a un barril sin fondo. Pero como el petróleo seguía fluyendo, nadie —ni dentro ni fuera del país— se atrevía a declarar la alarma. Era más cómodo creer que aquello era una tormenta pasajera, y no la antesala del desastre.



El Comandante, por su parte, seguía hablando. Cada domingo, durante horas, relataba un país que ya no existía.



Pero debajo de ese monólogo interminable, el edificio comenzaba a resquebrajarse.



Solo una diputada de la oposición, Maria Corina Machado, de las pocas que no temían la aplanadora roja ni los insultos orquestados desde el palco oficial, le gritó ladrón en pleno Hemiciclo, denunciando las expropiaciones arbitrarias y sin compensación con las que el comandante convertía el país en un feudo de mendigos. Por aquel gesto de valentía, la mujer recibiría su castigo: una golpiza cobarde de manos de esbirros parlamentarios, mientras las cámaras registraban el bochorno.















Capítulo 9: La renuncia que no fue


Aquella mañana de abril en Caracas olía a plomo y a incertidumbre. Era el 11 de abril de 2002, y el país entero se estremecía con una tensión que no venía de los discursos ni de los tanques, sino de algo más invisible y más feroz: la fractura moral de una nación que había dejado de reconocerse a sí misma.


Desde las primeras horas del día, una multitud inmensa —la más grande que se recordará por décadas— había comenzado a agolparse en las avenidas de la capital. Venían de todos lados: del este, del oeste, de los cerros y del llano. Muchos llevaban banderas. Otros, pancartas. Algunos, apenas la rabia contenida de tres años de insultos, expropiaciones y cadenas obligadas. El grito era uno solo: ¡Chávez, vete ya!


El gobierno, atrapado en su soberbia y su paranoia, respondió con la estrategia del matón: desplegó francotiradores, activó a los colectivos, permitió —o tal vez ordenó— que se disparara contra la muchedumbre desarmada. En el centro de Caracas, entre la avenida Baralt y los alrededores del Puente Llaguno, la sangre comenzó a correr con la urgencia del miedo.


En medio de aquella marea humana, Ignacio avanzaba con paso firme por la avenida Bolívar. Había dejado su oficina después de una noche insomne y sentía que algo irreversible se estaba gestando. De pronto, recibió una llamada desde su casa. Era su hermana. Le hablaba con la voz entrecortada, suplicándole que regresara. En la pantalla del televisor, le decía, aparecían imágenes divididas: de un lado, una cadena nacional del presidente; del otro, el horror de la masacre. “Por Dios, Ignacio, vuelve ya”, le dijo.


No tenía vocación de héroe. Dudó. Y decidió volver sobre sus pasos. En ese instante, por la avenida Baralt, irrumpieron dos tanquetas de la Policía Metropolitana. La multitud estalló en aplausos, aún creyendo que aquellas máquinas acorazadas podían protegerlos del fuego asesino. Ignacio se encontró con dos amigos y siguieron juntos. Mientras retrocedían, vieron a decenas de personas que aún llegaban, desinformadas, buscando sumarse a la marcha. Entonces la vio: una mujer joven, decidida, que avanzaba tomada de la mano de sus dos hijos pequeños.


Intentó disuadirla. “¡Están disparando contra la gente! ¡Regrese, por favor, esto es una locura!” La mujer lo miró fijo, sin detener el paso, y le respondió con una serenidad aterradora:


—No importa si debemos morir. Ese canalla tiene que irse.


Fue entonces cuando Ignacio supo que ya no había marcha atrás. Que el país había cruzado un umbral peligroso donde la indignación podía más que el miedo.


Esa noche, Venezuela no era una república, sino un campo de guerra sin uniforme.


En Miraflores, el comandante, en cadena nacional, con el rostro desencajado, ya no hablaba como un libertador sino como un rehén de su propio sueño.


El Alto Mando Militar, hasta entonces obediente, entró en crisis. Lo conminaron a renunciar. Le dijeron que el país no resistiría otra noche de muertos, que la FAN no podía sostener su imagen con cadáveres de civiles en las pantallas. Él, sorprendido por la velocidad de los acontecimientos, aceptó salir, con la única condición de no aparecer como un cobarde.


—No renuncio, pero me entrego —dijo.


A las pocas horas, en cadena nacional, un general de mirada esquiva y voz ceremonial —el general en jefe Lucas Rincón— apareció para hablarle al país. Sus palabras, leídas como quien recita una fórmula diplomática envenenada, quedaron grabadas en la memoria colectiva:


—“Se le solicitó al señor presidente de la República la renuncia de su cargo, la cual aceptó.”


Una frase corta, pero devastadora. Ambigua en su estructura, definitiva en su intención. No decía que había renunciado, sino que se le había solicitado la renuncia. Y que la había aceptado. Pero nadie mostró un papel, una firma, ni una declaración de Chávez. Aquel anuncio se convirtió en el símbolo de un país suspendido entre la verdad y la mentira.


Aquella frase, ambigua como toda mentira útil, se convirtió en el corazón del relato bolivariano. No había renuncia, pero tampoco gobierno. Chávez fue conducido a Fuerte Tiuna, luego a La Orchila, escoltado por militares que no sabían si eran custodios o cómplices. En las calles, la oposición celebraba. En los palacios, la oligarquía reciclada ya repartía cargos y diseñaba gabinetes. Pedro Carmona, el empresario más visible del momento, asumía la presidencia con la torpeza de quien se cree Churchill cuando apenas ha sido gerente de Fedecámaras.


Y ahí comenzó el verdadero desastre.


En vez de convocar al diálogo, Carmona disolvió los poderes, anuló la Constitución del 99, y formó un gobierno provisional integrado por exministros, banqueros y figuras grises que no representaban a nadie más que a sí mismos. La transición soñada se volvió usurpación. La oportunidad histórica, un golpe blando de derecha con olor a restauración.


Los días siguientes fueron de vértigo. Las barriadas, aquellas que aún veneraban al comandante como si fuera un nuevo Cristo criollo, bajaron de los cerros. Las tropas leales comenzaron a moverse. La figura de Chávez, que horas antes era la de un autócrata acorralado, se transfiguró en mártir. El régimen, contra toda lógica, volvía a ser revolución.


En la madrugada del 14 de abril, como en una mala obra de teatro que repone a su protagonista después de matar al doble, Chávez regresó.


Regresó en helicóptero. Regresó con su uniforme planchado, su sonrisa de redentor y una Biblia diminuta en la mano, que agitó frente a las cámaras con ese gesto teatral que tantos confundieron con fe.


—Yo no he renunciado jamás, ni lo haré. Estoy vivo, y vuelvo para quedarme —dijo.


Y se quedó.


El mito creció. La leyenda se selló. Sus seguidores lo compararon con Perón, con Bolívar, con Cristo. Sus enemigos se atragantaban con la certeza de haber fracasado justo cuando estaban a punto de ganar. Venezuela, que había acariciado por horas la posibilidad de sacudirse al caudillo por medios insólitos, despertaba de nuevo bajo su sombra, ahora más grande, más feroz, más rencorosa.


Porque Chávez aprendió la lección: al enemigo no se le da tregua. Se le extermina.


Y desde ese momento, el comandante dejó de coquetear con la democracia. A partir del 11 de abril, su revolución se volvió venganza.















Capítulo 10: El caudillo regresa para quedarse



Si el 11 de abril fue el bautismo de sangre del chavismo, el 14 fue su transfiguración. El comandante no solo volvió al poder: volvió como si hubiese descendido de una cruz invisible, resucitado por mandato del pueblo y con la bendición de Fidel. Fue, a partir de entonces, más que presidente: fue símbolo. Y eso, en América Latina, siempre ha sido más peligroso que el poder mismo.



Chávez entendió enseguida que no podía permitir una segunda humillación. Aquel amago de renuncia —ambigua, pactada, jamás escrita— había revelado la fragilidad de su liderazgo. Si quería eternizarse en el poder, no podía seguir confiando en las formas democráticas, ni en los hombres que llevaban charreteras, ni en los pactos. Solo podía confiar en el miedo, la fidelidad ciega y la obediencia.



La depuración comenzó en silencio, con listas. En las Fuerzas Armadas, los oficiales que dudaron, que permitieron su salida, que no dispararon por él, fueron jubilados, relegados o exiliados. En su lugar, ascendieron los obedientes, los aduladores, los conversos. Nació una nueva casta militar: la del “soldado bolivariano”, con uniforme verde oliva, léxico marxista y cuentas bancarias que crecían al ritmo de su lealtad.



El comandante no solo reconstruyó la cadena de mando: la reinventó. Creó milicias paralelas, reforzó los colectivos armados, y comenzó a convertir la FAN en una extensión ideológica de su persona. La revolución ya no necesitaba soldados: necesitaba devotos con fusil.



En paralelo, se gestó la hegemonía comunicacional. El 27 de mayo de 2007, el régimen se negó a renovar la concesión a RCTV, el canal más antiguo del país, acusado de apoyar el “golpe de abril”. Fue un ensayo general. Pronto vendrían leyes, censuras, compras forzadas de medios, y un nuevo paisaje audiovisual: noticieros coreografiados, aplausos enlatados, presentadores que repetían como loros los discursos del comandante. Nació Telesur, no como medio sino como ministerio de propaganda con acento latinoamericano.



Chávez sabía que un país se domina no solo desde los cuarteles, sino también desde los televisores.



Pero su táctica más eficaz fue simbólica. Convirtió el relato de su retorno en un evangelio. Él no había vuelto por la fuerza: había sido traído por el pueblo, rescatado de las garras de una oligarquía traidora que pretendió abolir la revolución en 48 horas. Esa historia —falsa pero eficaz— se repitió en escuelas, en actos, en libros de texto, en paredes. El 13 de abril se celebró como el “Día de la dignidad nacional”. A los caídos, los suyos, les llamó mártires. A los otros, saboteadores.



Aquel segundo período, entre 2003 y 2006, fue la etapa más consolidada del chavismo: petróleo a 100 dólares el barril, popularidad aún intacta, oposición desorganizada y legitimidad revestida con votos. Pero lo que se cocinaba no era un proyecto de justicia social: era un sistema de control.



El Registro Electoral fue intervenido, el Tribunal Supremo domesticado, el CNE convertido en una oficina satelital del PSUV. Se instaló el sistema de “misiones”, programas sociales manejados directamente desde el Ejecutivo, sin contraloría ni institucionalidad. Los beneficiarios, agradecidos, eran inducidos a votar por el comandante. Voto y bolsa, voto y medicina, voto y techo.



A los pobres no se les dio poder: se les dio dependencia.



Y detrás de todo, como un ventrílocuo silencioso, estaba Cuba.



Fidel Castro comprendió mejor que nadie la oportunidad que le brindaba ese teniente coronel emocionado con Bolívar y resentido con la democracia liberal. Lo colmó de médicos, asesores, agentes, maestros, militares. A cambio, obtuvo petróleo. Pero no solo eso. Obtuvo algo más preciado: el alma de un país.



La revolución bolivariana se convirtió, poco a poco, en una prolongación del castrismo: tropical, mediática, clientelar. Una dictadura con urnas, una democracia con tanques. El socialismo del siglo XXI no era ni socialismo ni del siglo XXI. Era la restauración del caudillo latinoamericano, con uniforme de campaña y Constitución bajo el brazo.



Y Chávez, que sabía cómo cautivar a las masas y aplastar a sus enemigos, lo hizo posible. Porque regresó, sí, pero no para gobernar.



Regresó para no irse jamás.









Capítulo 11: La Navidad en llamas


La historia de Venezuela cambió para siempre el 2 de diciembre de 2002, cuando comenzó lo que sería uno de los desafíos más contundentes —y a la vez más costosos— que enfrentó Hugo Chávez durante su mandato: el paro cívico nacional convocado por Fedecámaras y la Confederación de Trabajadores de Venezuela (CTV), con el respaldo de la Coordinadora Democrática, la sociedad civil, los medios privados, y especialmente, la nómina mayor de PDVSA.

Era el clímax de una escalada de tensiones acumuladas durante años. Chávez, atrincherado en su retórica de guerra social, había emprendido una cruzada contra todo lo que oliera a disidencia: insultaba a los empresarios desde su programa dominical, amenazaba a los medios de comunicación que no le eran sumisos, perseguía a dirigentes sindicales y pisoteaba el profesionalismo técnico de la principal empresa del país: Petróleos de Venezuela.

En el corazón de esta rebelión estaba el malestar acumulado de miles de trabajadores de PDVSA, encabezados por gerentes como Juan Fernández y Guaicaipuro Lameda, ambos profesionales de larga trayectoria que se oponían a la politización de la empresa. Chávez, desde su arrogancia mesiánica, no solo desoyó las advertencias: los tildó de "pichones de golpistas" y juró “tomar por asalto la industria”. La frase “¡Ahora PDVSA es del pueblo!” comenzó a usarse como consigna, aunque en la práctica significaba su entrega al control partidista del PSUV.

El paro comenzó como un acto de protesta cívica, pero rápidamente adquirió dimensiones históricas. La oposición convocó a un cese de actividades nacional indefinido, exigiendo la renuncia de Chávez o la convocatoria a un referéndum. Carlos Ortega, presidente de la CTV, se convirtió en una de las voces más visibles, junto a Pedro Carmona Estanga, expresidente de Fedecámaras y figura central del efímero gobierno de abril. Chávez, por su parte, convirtió la confrontación en una cruzada épica, entre “el pueblo” y “la oligarquía”.

Los primeros días del paro paralizaron buena parte del país. Las gasolineras comenzaron a cerrar, las industrias cesaron operaciones, los bancos acortaron sus horarios y las principales ciudades quedaron sumidas en una tensa calma. Pero fue el colapso operacional de PDVSA lo que puso al régimen contra las cuerdas. Los tanqueros en el Lago de Maracaibo —como el Pilín León, primer buque detenido, y el Maritza Sayalero— fueron anclados por sus propias tripulaciones, en un acto sin precedentes de desobediencia civil y técnica.

Chávez, furioso, respondió con el lenguaje que mejor conocía: el militar. Activó una operación conjunta de la Armada y la Guardia Nacional para tomar los buques y restaurar el flujo de combustible a sangre y fuego. Algunos marinos se negaron a obedecer, otros fueron degradados, y se iniciaron juicios sumarios contra trabajadores. Las listas negras comenzaron a circular en las sedes de PDVSA. Más de 18 mil empleados, entre ellos ingenieros, técnicos, científicos, operadores de plantas y personal gerencial, fueron despedidos sin el más mínimo debido proceso. Chávez los acusó de “sabotaje” y los expulsó públicamente como si se tratara de una purga estalinista.

En televisión, mientras el país sufría escasez de gasolina, largas colas para cargar combustible, y un caos creciente en la logística alimentaria, el mandatario vociferaba:

“No nos rendiremos. Si quieren ver al pueblo rodilla en tierra, prepárense para una sorpresa. ¡PDVSA ahora es roja, rojita!”

Fue una victoria política y militar para el régimen. Pero también fue una tragedia nacional.

La Navidad de 2002 llegó como una sombra extendida. Las calles estaban vacías, los hogares, divididos. Los comerciantes cerraban temprano, por miedo o por falta de productos. En muchos hogares no hubo cena navideña, ni regalos, ni gaitas. Sólo silencio. En algunos vecindarios de clase media, banderas al revés ondeaban como símbolo de luto. En las zonas populares, la desesperanza comenzaba a confundirse con resignación.

Los líderes del paro, golpeados, desprestigiados por la propaganda oficial y sin el respaldo internacional que esperaban, comenzaron a fracturarse. Carlos Ortega sería encarcelado en 2003, y más tarde escaparía de prisión hacia el exilio. Juan Fernández también debió huir. Pedro Carmona quedaría marcado para siempre como “el breve”. El régimen no solo ganó en el terreno logístico, sino también en el simbólico: instaló la narrativa de que había vencido una “conspiración de la derecha y el imperio”, fortaleciendo aún más su culto personalista.

Para Chávez, fue un punto de inflexión. Desde ese momento, se supo invencible. Lo dijo él mismo, eufórico, en una concentración días después del paro:

“Los derrotamos. El sabotaje petrolero quedó sepultado. Aquí no vuelve el pasado. ¡Aquí lo que viene es más revolución!”

Y cumplió su promesa. Lo que vino después fue más censura, más control, más autoritarismo. PDVSA se transformó en un organismo partidista, saqueado y degradado, convertido con el tiempo en fuente de corrupción y ruina. Nunca más recuperó el prestigio ni la eficiencia que alguna vez la posicionó entre las principales petroleras del mundo.

La victoria sobre el paro no fue una solución: fue el comienzo del verdadero chavismo totalitario. Aquel diciembre, Venezuela perdió más que una huelga: perdió su clase media profesional, su industria petrolera meritocrática, su confianza en el cambio pacífico.

Y esa nochebuena, cuando las familias encendían sus velas al pie del pesebre, lo que ardía en el país no era el fuego navideño, sino la última chispa de esperanza.






Capítulo 12: El tumor del poder o el poder del tumor


Fue en junio de 2011 cuando apareció por primera vez la palabra maldita. Cáncer. Lo dijo el propio comandante desde La Habana, con voz apagada, mirada ausente y un fondo clínico que ni los editores del canal estatal pudieron maquillar. Llevaba semanas fuera del país, y las especulaciones —accidente cerebrovascular, intento de asesinato, crisis nerviosa— habían crecido con la velocidad de una mecha encendida.

Cuando habló, habló como quien ya no se pertenece. Reconoció lo que nunca había reconocido en su vida pública: la fragilidad. “Me detectaron un tumor abscesado con presencia de células cancerígenas”. La frase, leída con dramatismo, tenía una intención más política que clínica: no informar, sino blindarse con compasión. El comandante quería seguir mandando, pero ahora como mártir anticipado.

El cáncer, como todo en el chavismo, se volvió un instrumento de poder.

A partir de entonces, su cuerpo se convirtió en secreto de Estado. Nadie sabía qué tipo de cáncer era, en qué órgano, con qué pronóstico. La medicina fue sustituida por la épica. La quimioterapia, por oraciones transmitidas en cadena nacional. La salud del presidente dejó de ser un derecho ciudadano y pasó a ser un misterio de fe. Solo Fidel y Raúl sabían la verdad. Venezuela, como tantas veces, quedaba al margen de su propio destino.

El círculo más cercano se reorganizó. Nicolás Maduro, el canciller anodino que jamás habría llegado a liderar ni una junta de vecinos, comenzó a aparecer con más frecuencia a su lado. Diosdado Cabello, que olía la sucesión como un depredador huele sangre, se mantenía cerca pero silencioso. Los cubanos inclinaban la balanza.

Y fue entonces, en un acto transmitido desde el Patio de Honor de la Academia Militar, que Chávez, quebrado físicamente pero no ideológicamente, hizo lo que para muchos fue una escena inolvidable: rogó a Dios que le diera más vida. Entre banderas, uniformes y lágrimas, con la voz rota por la emoción, dijo alzando los brazos hacia el cielo:

—Dame vida, aunque sea vida dolorosa, vida con dolores, no me importa. Dame vida, Cristo mío, para seguir sirviendo al pueblo, para seguir cumpliendo esta misión. ¡No me lleves todavía!

El país enmudeció. Era el comandante supremo implorando como un pecador. Era el guerrero convertido en devoto. La escena estremeció hasta a sus adversarios más feroces. Ya no hablaba el líder, hablaba el hombre. Pero incluso en ese clamor había cálculo: Chávez no pedía vivir, pedía seguir mandando.

Y vivió. O sobrevivió. O se sostuvo.

Chávez, aún enfermo, aún demacrado, aún dopado, decidió postularse de nuevo. Fue una de las decisiones más temerarias de su vida: ir a elecciones en octubre de 2012 sabiendo que tal vez no podría asumir. Pero no podía permitirse dejar el poder en manos ajenas. Confiaba en su mito, en su telegenia, en el afecto de los pobres. Y sobre todo, en el miedo.

La campaña fue fantasmal. El candidato oficialista apenas aparecía, y cuando lo hacía, levemente hinchado, hablaba con dificultad, entre pausas largas y palabras que sonaban como postales del más allá. Pero el aparato funcionaba. La maquinaria del Estado, aceitada por el petróleo y el chantaje, hizo lo suyo. El miedo a perder la patria, el subsidio, la vivienda, movilizó millones.

Ganó. Como siempre.

Pero esta vez, el triunfo no sabía a gloria. Sabía a despedida.

En diciembre, antes de volver a Cuba por enésima vez, Chávez apareció en cadena nacional para hacer algo que no era típico de él: pedir. Con voz apenas audible, con el rostro blanquecino y una bandera detrás que parecía un velo de funeral anticipado, dijo:

—Si algo llegara a pasarme que me inhabilite, yo les pido… elijan a Nicolás Maduro como presidente.

Fue su testamento político.

Maduro, al borde del llanto, no entendía si estaba siendo coronado o condenado. Porque el comandante no dejaba herederos: dejaba problemas, cadáveres, secretos.

La enfermedad, lejos de humanizar al caudillo, lo convirtió en símbolo eterno. Los murales comenzaron a dibujarlo como un santo. Las marchas se llenaron de estampitas con su rostro, mezcladas con imágenes de Bolívar y el Che. Las oraciones populares lo nombraban junto a Jesucristo. En un país sin justicia ni servicios, el cáncer de Chávez era tratado como un fenómeno místico, una prueba de que hasta los elegidos sufren por su pueblo.

Pero lo que no decían era que, en su etapa final, el comandante ya no mandaba.

Desde enero de 2013, el cuerpo ausente gobernaba más que los ministros. Nadie lo veía, pero todos decían obedecerlo. Nadie hablaba con él, pero todos juraban tener sus instrucciones. Fue el colmo del personalismo: un país gobernado por un muerto en vida.

El 5 de marzo, el anuncio llegó en boca de Nicolás Maduro. Lágrimas, tambores, campanas. El líder supremo había muerto.

Pero no del todo.

Porque su legado —esa mezcla tóxica de resentimiento, carisma, autoritarismo y petróleo— seguía vivo. Y lo encarnaría, a su modo torpe, vacilante y brutal, el hombre que una vez entró a su cuarto diciendo:

—“Tengo mis habilidades, mi comandante.”








Capítulo 13: El heredero improbable


Cuando Nicolás Maduro anunció la muerte de Chávez aquel 5 de marzo de 2013, no lo hizo como un jefe de Estado, ni siquiera como un político con ambición. Lo hizo como un actor amateur que no sabía si interpretar el duelo, el fervor o la victoria. Vestía de blanco, con la voz rota por una emoción que parecía real, pero no se sabía si era dolor o pánico. A su alrededor, el país contenía el aliento.

Chávez había muerto.

 Pero no del todo.

 Había dejado instrucciones, discursos grabados, candidaturas impuestas, y sobre todo, un sucesor.

¿Nicolás Maduro? ¿En serio?

Incluso dentro del chavismo, la elección fue recibida con perplejidad. Maduro no tenía carisma, ni formación, ni ideas propias. Su único mérito era la obediencia. Había sido canciller, conductor de autobús, sindicalista, confidente silencioso. Pero nunca líder. Nunca caudillo. Nunca estratega.

Y sin embargo, lo pusieron al frente. No para gobernar, sino para custodiar el legado. La orden venía de arriba… y de afuera.

Desde La Habana, los Castro observaban el duelo con fría disciplina. La revolución no podía morir con Chávez. Había demasiado en juego: petróleo, subsidios, espionaje, alianzas, prestigio ideológico. Cuba necesitaba un custodio, no un sucesor. Y Maduro, torpe, leal, maleable, era perfecto.

Las elecciones se convocaron en abril. El país aún estaba de luto. El ataúd del comandante reposaba en la Academia Militar, custodiado como si fuera una reliquia santa. Miles hacían cola para despedirse. Los medios transmitían salmos, alabanzas, documentales. La oposición, encabezada por Henrique Capriles, intentó capitalizar el desgaste, pero era como gritar en una iglesia llena de devotos.

Maduro ganó por un margen estrecho, apenas un punto y medio. La sospecha de fraude fue inmediata. Pero ya era tarde. El poder estaba sellado. El Consejo Nacional Electoral, domesticado años atrás, proclamó al heredero. Y comenzó el nuevo capítulo.

Aquella noche, en el silencio de Miraflores, Maduro habló con Cilia Flores. No eran palabras para los micrófonos ni para los discursos. Eran confesiones susurradas, temblorosas, a la sombra de un retrato de Chávez que parecía vigilarlos.

—Cilia, no sé si voy a poder —dijo Maduro, bajando la voz—. Diosdado no me va a dejar gobernar. Él me sonríe en público, pero me clava los ojos como si quisiera atravesarme.

Ella lo miró fijamente, sin pestañear, como quien calcula cada palabra.

 —Nicolás, lo que tienes que hacer no es gobernar. Es resistir. La orden viene de La Habana. Y mientras cumplas, los cubanos no dejarán que te caigas.

—¿Y si él se mueve? ¿Y si me quita el mando?

Cilia se inclinó, apoyando una mano firme sobre la mesa.

 —Diosdado te quiere ver débil. Pero recuerda: tú tienes el poder de la firma, tú eres el presidente. Él podrá tener generales, colectivos, negocios… pero no tiene el retrato que está detrás de ti.

 Hizo una pausa, bajando la voz.

 —Acuérdate, Nicolás: tú eres el hijo de Chávez. Y mientras repitas eso, nadie podrá tumbarte.

Maduro asintió, aunque sus ojos revelaban más miedo que convicción.

Un capítulo más grotesco, más burdo, más torpe.

Maduro no era Chávez. No tenía verbo, ni presencia, ni astucia. Era incapaz de sostener un discurso sin inventar pájaros que hablaban con acento bolivariano o niñas que lo curaban con besos. Pero tenía detrás una estructura aceitada: los militares enriquecidos, los cubanos que dictaban en la sombra, y una maquinaria clientelar que seguía intercambiando votos por comida.

Para consolidarse, Maduro tuvo que ceder. Dio más poder a los generales. Más territorio a los colectivos. Más negocios a los boliburgueses. El régimen, que había sido autoritario con formas democráticas, comenzó a mutar en dictadura desembozada.


La represión se intensificó. La oposición fue arrinconada. Leopoldo López encarcelado. María Corina inhabilitada. El Parlamento, cuando cayó en manos opositoras en 2015, fue vaciado de funciones por un Tribunal Supremo convertido en trinchera revolucionaria. La fiscal general, Luisa Ortega Díaz, fue destituida cuando se atrevió a denunciar la ruptura del orden constitucional.


Y entonces vino la Constituyente de 2017: una asamblea paralela, elegida sin padrón confiable, sin partidos adversarios, sin observadores. Una farsa para escribir —o más bien destruir— cualquier vestigio de legalidad. Allí, en ese órgano ornamental, Maduro se convirtió en el dictador formal de una república en ruinas.


Mientras tanto, la economía colapsaba. La hiperinflación devoraba los sueldos. El bolívar se convirtió en polvo. Millones emigraban a pie por las fronteras. El hambre volvió. Las farmacias se vaciaron. El petróleo se desplomó. Y el gobierno, en vez de corregir, multiplicó los controles, las excusas, los enemigos.


Maduro, que no había sido elegido por las masas sino ungido por un muerto, terminó gobernando por el miedo y la escasez. Ya no se trataba de convencer, sino de sobrevivir. Ni siquiera sus aliados sabían si creía en lo que decía, o si era prisionero de una maquinaria que ya no podía detener.


Años después, todavía se oiría repetir la fórmula sagrada: “Yo soy el hijo de Chávez”. Pero a nadie le importaba ya. Ni a los pobres, ni a los militares, ni a los cubanos.


Porque incluso los hijos ilegítimos terminan siendo huérfanos.









Capítulo 14: El discípulo más cruel


Este libro se titula El diablo de Sabaneta. Y es cierto: toda la obra está construida alrededor de Hugo Chávez, su ascenso, sus delirios, su poder y su tragedia. Pero sería un error detenernos allí. Porque Chávez, con todo su autoritarismo y su egolatría, fue apenas el origen. La semilla del espanto. El verdadero infierno comenzó después.


Cuando el comandante murió, muchos creyeron —con alivio o con miedo— que su ciclo había terminado. Pero no. En lugar de apagarse, el chavismo mutó, como esas enfermedades que se vuelven más agresivas cuando pierden su huésped original. Y en esa mutación, Nicolás Maduro apareció como la criatura más retorcida del experimento.


Si Chávez era el diablo de Sabaneta, Maduro ha sido su versión más perversa, más torpe y más letal. No tiene el carisma del fundador, ni su astucia, ni su verbo. Pero tiene algo más oscuro: el resentimiento de los mediocres que alcanzan el poder sin merecerlo. El deseo frío de venganza de quien nunca fue amado, pero sabe que puede hacerse temer.


En nombre del legado, Maduro ha encabezado un régimen donde la crueldad dejó de ser una herramienta esporádica para convertirse en política de Estado. Asesinatos selectivos, torturas sistemáticas, desapariciones forzadas, prisiones clandestinas, sentencias sin juicio. No se trata de excesos aislados, sino de un plan deliberado para apagar cualquier chispa de rebeldía.


Adolescentes encarcelados por protestar por hambre. Muchachas condenadas a diez años de prisión por escribir un tuit, o por pintar en su franela una consigna contra el abuso. Madres que buscan a sus hijos desaparecidos sin obtener respuesta, porque la respuesta sería aceptar que los mataron. Universitarios golpeados con saña por pedir democracia. Obreros despedidos por exigir salario. Artistas censurados. Periodistas exiliados. Médicos criminalizados por denunciar la falta de insumos.


En manos de Maduro, el poder perdió toda retórica. Ya no hace falta convencer, solo aplastar.


Por eso este libro, aunque lleva en el título el nombre del primer monstruo, debe continuar con el segundo. Porque sería una cobardía detenerse justo cuando el mal alcanzó su punto más nítido. Sería como hablar del huevo sin hablar de la serpiente que incubó.


Chávez sembró el terror envuelto en canciones, boinas y metáforas patrias. Maduro, en cambio, lo ejecuta con torpeza, sin disimulo y sin culpa. Chávez construyó el relato. Maduro aplica la represión sin gramática.


Aquí comienza la parte más oscura.









Capítulo 15: Los narcosobrinos del poder


Era noviembre de 2015 y, mientras el país se desmoronaba entre apagones, colas y represión, en las alturas del poder bolivariano se tejían rutas de cocaína con destino a los Estados Unidos. La revolución, que juraba ser moralmente superior a la decadente burguesía capitalista, ya no se conformaba con robar presupuestos públicos o saquear empresas estatales. Ahora traficaba droga. Y no cualquier droga, sino 800 kilogramos de cocaína pura, con sello colombiano, custodiada por la arrogancia de la impunidad.


Efraín Antonio Campo Flores y Francisco Flores de Freitas no eran simples delincuentes. Eran sobrinos de Cilia Flores, la “Primera Combatiente” y esposa del presidente Nicolás Maduro. A ambos les gustaba fotografiarse con trajes de diseñador, relojes costosos y camionetas blindadas. Se movían entre las oficinas del poder como príncipes herederos de una monarquía tropical, y nadie les decía que no. Creían que su sangre revolucionaria los protegía. Pero no sabían que en Haití no todos bailan al ritmo del tambor bolivariano.


El 10 de noviembre de ese año, en un hotel de Puerto Príncipe, agentes encubiertos de la DEA estadounidense culminaron una operación que venían tejiendo desde hacía meses. Los “narcosobrinos” fueron capturados in fraganti, con pruebas abrumadoras: videos, grabaciones, y documentos que los vinculaban con el intento de introducir casi una tonelada de cocaína al mercado norteamericano. Su objetivo no era solo hacerse ricos. Según declararon ante los agentes, el dinero de la operación serviría “para ayudar a la familia a mantenerse en el poder”.


Esa frase lo decía todo. La cúpula chavista no era simplemente corrupta: era una organización criminal. El poder ya no se usaba para gobernar, sino para proteger a quienes lo usaban como escudo de sus delitos. El Cartel de los Soles, esa entelequia que muchos aún veían como una teoría conspirativa, comenzaba a mostrar nombres, rostros y vínculos familiares. La revolución olía a cocaína.


Durante los interrogatorios iniciales, realizados bajo estricta supervisión de la DEA y con traductores federales presentes, Efraín Campo —el más locuaz de los dos— dejó escapar frases que helaron la sangre de los agentes.


—“Nosotros tenemos protección. Nadie nos va a tocar. Esto es una operación autorizada. El dinero va a ayudar a mantener el gobierno.”


El agente especial Sandalio González, veterano de la lucha contra el narcotráfico en Centroamérica, levantó la vista de su libreta. Aquello no era una excusa de un delincuente improvisado. Era una confesión política. Un vínculo directo entre la droga y el poder.


Más adelante, en un tono casi altanero, Campo explicó:


—“Nos están esperando en Honduras para el traslado. Ustedes no entienden, esto es algo de arriba.”


El otro, Francisco Flores, menos elocuente pero igual de comprometido, intentó hacer ver que no eran traficantes comunes:


—“Lo hacemos por la familia… por Venezuela. Es mejor que el dinero venga por esta vía a que lo agarren los gringos y nos quiten el gobierno.”


La declaración quedó grabada en video. Fue reproducida durante el juicio en Manhattan ante un jurado que no daba crédito. La defensa intentó argumentar que eran jóvenes manipulados, pero la evidencia era demoledora: rutas trazadas en mapas, llamadas interceptadas, detalles sobre pistas clandestinas en Apure y Zulia, nombres de contactos en Colombia y en Honduras, y sobre todo, esa frase repetida como mantra revolucionario:


“Esto es para sostener el poder.”


La justicia estadounidense no creyó en cuentos. El 18 de noviembre de 2016, fueron declarados culpables de narcotráfico internacional. La sentencia fue un golpe brutal para la imagen del régimen, aunque en Caracas lo negaran todo y se atrincheraran en el discurso del “imperio injerencista”.


En Miraflores, Nicolás Maduro no pronunció palabra. Cilia Flores, acostumbrada a dar lecciones de moral revolucionaria en la Asamblea Nacional, se encerró en su mutismo de madre dolida. Ninguno asumió responsabilidad alguna. Para el aparato comunicacional del régimen, los sobrinos eran víctimas de un secuestro político, y la DEA un organismo criminal. La lógica del chavismo se torcía hasta el absurdo: si los suyos caían, era por culpa del enemigo.


La historia tendría un último giro siete años más tarde. En octubre de 2022, cuando ya el caso parecía una cicatriz cerrada, el gobierno de Joe Biden accedió a un canje de prisioneros con el régimen venezolano. Los narcosobrinos fueron liberados a cambio de siete ciudadanos estadounidenses detenidos arbitrariamente por el SEBIN. Fue un acuerdo pragmático, necesario quizás, pero doloroso. Para los venezolanos que aún creían en la justicia, ver a los sobrinos de la “Primera Combatiente” aterrizar sonrientes en Maiquetía fue una bofetada.


El chavismo celebró el regreso como si se tratara de héroes de guerra. Maduro, en cadena nacional, les dio la bienvenida con los brazos abiertos, sin una sola palabra sobre la droga, los juicios o las condenas. Se les reintegró al entorno del poder como mártires de la patria. La revolución no castiga a los suyos: los premia, aunque lleven cocaína en las maletas.


Así terminó de confirmarse que Venezuela, bajo el mando de Nicolás Maduro y la sombra de Cilia Flores, no era ya un Estado fallido. Era un narcoestado. Y los narcosobrinos eran apenas la punta visible del iceberg. El diablo de Sabaneta, en su versión más perversa, ya no usaba boina roja ni citaba a Bolívar: usaba uniformes de las FAES y traficaba con vidas y estupefacientes.









Capítulo 16: Las pirañas de Sabana Grande


El 20 de marzo de 2016, Venezuela amaneció estremecida. Una noticia insólita sacudía a un país que, pese a la costumbre de la violencia diaria, todavía conservaba la capacidad de horrorizarse. Aquella madrugada, en plena Sabana Grande —antiguo corazón bohemio y comercial de Caracas, hoy convertido en un corredor de sombras y ruinas—, se había consumado un crimen sin precedentes: la cacería de dos sargentos de la Guardia Nacional Bolivariana a manos de niños armados con cuchillos.


El día anterior, sábado 19, los jóvenes militares habían decidido desconectarse por unas horas de la asfixia cotidiana. Yohan Borrero, sargento primero de 25 años, y Andrés Ortiz, sargento segundo de 23, entraron a una tasca de la zona. Bebieron, conversaron, rieron quizás recordando un tiempo en que Caracas aún era ciudad y no territorio de miedo. Pero a las tres de la madrugada, ya en la acera, el azar les tendió la emboscada que sellaría su destino.


De entre las sombras emergieron unos niños, casi espectros. Con movimientos rápidos, le arrebataron a uno de los sargentos el bolso que llevaba consigo. Los uniformados, fieles al reflejo del deber o al simple instinto de no dejarse arrebatar lo suyo, corrieron tras ellos. La persecución los llevó a un callejón estrecho, donde aguardaba otro grupo de menores. Allí, la trampa se cerró.


No eran simples niños: eran criaturas domesticadas por el hambre y la violencia, convertidas en depredadores urbanos. Con cuchillos oxidados y manos temblorosas de rabia, se abalanzaron sobre los militares como una jauría sobre la presa. La escena fue brutal, casi ritual. Yohan Borrero recibió nueve puñaladas; una, certera en el cuello, lo derribó en segundos. Andrés Ortiz fue herido en el pecho y el abdomen, y aunque lo trasladaron de urgencia a un hospital, la muerte lo alcanzó antes del amanecer.


El país no solo lloraba a dos hombres jóvenes, sino que se confrontaba con un espejo aterrador: los verdugos eran niños. No sicarios adultos, no delincuentes curtidos, sino menores de edad que habían encontrado en el crimen la única pedagogía de supervivencia.


Los medios oficiales guardaron silencio o minimizaron el hecho. La propaganda prefería hablar de “hechos aislados” antes que admitir la monstruosidad que incubaba la revolución bolivariana: una generación criada en el hambre, la desescolarización y la impunidad. Niños convertidos en pirañas humanas, sin futuro ni esperanza, que atacaban a quienes hasta ayer representaban la fuerza del Estado.


Sabana Grande, antaño paseo luminoso de familias y parejas, se había transformado en un cementerio de neones apagados, donde la noche pertenecía a los desposeídos. El régimen, mientras tanto, se vanagloriaba de repartir bonos de miseria y cajas CLAP que apenas alcanzaban para sobrevivir unos días. Era la radiografía del fracaso: la revolución que prometió redención entregaba ahora niños armados como respuesta a la miseria que ella misma sembró.


La muerte de Borrero y Ortiz fue más que un crimen. Fue una señal: el monstruo de la violencia ya no distinguía uniformes, ni edades, ni jerarquías. Y si los guardianes del régimen podían ser devorados como cualquier ciudadano, ¿qué quedaba para el resto?


Así, bajo el telón de la madrugada, se escribía un nuevo capítulo de la tragedia venezolana. Caracas amanecía con la noticia de que hasta los verdugos en uniforme podían convertirse en víctimas. Y que la dictadura, empeñada en negar la realidad, había perdido el control de las calles y, con él, el alma misma de la nación.











Capítulo 17: El país que se desangra


Ningún país se vacía de golpe. Primero se quiebran las palabras, luego las promesas, después los estómagos. Y al final, cuando ya no queda más que miedo y silencio, se rompen los vínculos más sagrados: la pertenencia, la casa, la familia, la memoria. Así ocurrió en Venezuela.


El hambre no llegó con tanques ni con decretos. Se coló por las grietas del sistema, por la corrupción institucionalizada, por los anaqueles vacíos, por las estadísticas manipuladas. En 2015, aún se hablaba de escasez. En 2016, ya se hablaba de colas de ocho horas para un kilo de harina. En 2017, el hambre era epidemia. Y en 2018, era crimen de Estado.


Las familias comenzaron a flaquear. Los niños dejaron de crecer. Los ancianos se desmayaban en las farmacias. La leche desapareció. Los hospitales se convirtieron en salas de espera de la muerte. Médicos sin insumos. Camillas rotas. Equipos oxidados. El cáncer sin morfina. El parto sin luz. La cirugía sin anestesia.


Y mientras tanto, Maduro hablaba de “guerra económica”, de “imperialismo”, de “patria o nada”. Nunca reconoció el colapso. Nunca admitió la hambruna. Repartía cajas CLAP con alimentos podridos y fotografías de Chávez. Una caja por voto. Una caja por sumisión. Como si la comida fuera caridad y no derecho.


La tragedia tenía cifras, pero sobre todo tenía rostros. Madres que hervían sancochos sin carne. Niños que buscaban comida entre bolsas de basura. Padres que cruzaban a Colombia para comprar pañales y arroz. Profesores que renunciaban para trabajar de lavaplatos en Ecuador. Doctores que vendían empanadas en Cúcuta. Ingenieros que dormían en terminales. Abuelas que enterraban nietos desnutridos.


Era abril, y Caracas hervía. Las marchas se multiplicaban. En una con destino al Tribunal Supremo, Ignacio, entre la multitud, caminaba junto a Gaby Arellano. Las consignas se mezclaban con el humo de las bombas lacrimógenas.


—Gaby—le dijo Ignacio, con voz ronca por el cansancio y la rabia—, yo no aguanto más. Me voy a Argentina. No es cobardía, es que no puedo más. Mi madre está enferma y aquí no hay medicinas… Y además, ya me advirtieron que me calle o me van a silenciar para siempre.


Ella lo miró con la firmeza de quien sabe que cada palabra pesa.

—Ignacio, yo entiendo tu dolor. Todos tenemos miedo. Pero tu voz es necesaria. Aunque te vayas, sigue escribiendo, sigue denunciando. No permitas que el exilio te convierta en silencio.


Él bajó la mirada, apretando los labios.

—Desde fuera, podré al menos seguir luchando con las palabras. Aquí, siento que cualquier día me desaparecen.


Un estruendo cortó la conversación. Desde la altura de la Cota Mil, la Guardia Nacional había tendido una emboscada. Los gritos ahogaron las consignas. Ignacio corrió, buscó a Lorena -su novia- entre la multitud que huía entre disparos y bombas. Pero no la encontró con vida.


El cuerpo de ella quedó tendido en el asfalto, con una bandera tricolor aún entre sus manos. Ignacio cayó de rodillas, sin lágrimas, como si el dolor lo hubiera petrificado. Gaby Arellano se inclinó sobre él, con el rostro endurecido por la rabia.


—Por ella, por todos, no te calles, Ignacio —susurró—. Desde donde estés, no te calles.


Aquella jornada se convirtió para Ignacio en la confirmación de que debía irse. No como quien huye, sino como quien busca aire para seguir resistiendo. Desde Argentina escribiría con la libertad que en Caracas ya no le permitían.


Y llegó el éxodo. Primero fueron los más pobres, a pie, con mochilas rotas y chancletas. Luego los profesionales. Luego los jóvenes. Luego todos. Un país en retirada. Más de siete millones de venezolanos fuera de sus fronteras. Familias partidas. Hijos sin padres. Madres sin nietos. Abuelos que morían solos.


Ningún país había producido un éxodo tan grande en tiempos de paz. Ni Siria, ni Irak, ni Haití. Venezuela, país de inmigrantes, se convirtió en una fábrica de desterrados.


Los caminos se llenaron de caminantes. Así se les llamaba: los que cruzaban los Andes a pie, dormían en puentes, comían lo que les daban. Carreteras que parecían peregrinaciones bíblicas, pero sin destino sagrado. Sólo la esperanza de encontrar un trabajo, una cama, un plato caliente. Los llamaban “mochileros de la miseria”, pero en realidad eran fugitivos del socialismo.


Los gobiernos vecinos improvisaron albergues. Los consulados colapsaron. Las fronteras se endurecieron. Las miradas también. El venezolano, que antes era turista, ahora era mendigo. Una diáspora sin épica, sin aplausos, sin canciones. Sólo hambre y vergüenza.


Mientras tanto, en Caracas, la élite revolucionaria seguía comiendo en banquetes de Miraflores, viajando en aviones privados, brindando con whisky escocés y anunciando nuevos “logros del socialismo”. Había un país oficial —el de las cadenas, los aplausos, las ferias de tomates— y otro país real: el que lloraba en silencio.


La palabra “humanitaria” comenzó a adquirir un nuevo sentido. Ya no significaba ayuda, sino urgencia. Médicos sin Fronteras, Cáritas, la Cruz Roja Internacional. Todos clamaban por acceso. Pero el régimen se negaba. Decía que era un pretexto para invadir. Que no hacía falta. Que todo estaba bajo control.


Lo único que crecía eran los cementerios y los aeropuertos.


Y sin embargo, lo más trágico no era el hambre, ni la fuga, ni la miseria. Lo más trágico era la resignación. La sensación de que no habría retorno. Que la patria se había convertido en un recuerdo que ya no dolía, sino que se desdibujaba.


Un país puede perder su economía. Puede perder sus instituciones. Incluso puede perder sus elecciones. Pero cuando pierde a su gente, lo ha perdido todo.


Y Venezuela, bajo la mirada muda de una comunidad internacional paralizada, se desangraba.


Aquella noche, Ignacio no pudo dormir. El eco de los disparos seguía retumbando en sus oídos, pero lo que lo desgarraba era el silencio de Lorena. La veía aún, tendida en la Cota Mil, con la bandera apretada entre los dedos, como si hubiera querido entregarle un último mensaje.


Encendió la lámpara y tomó su cuaderno. La rabia le temblaba en la mano, pero escribió como si al hacerlo pudiera retenerla viva:


"Perdóname. No supe protegerte. Hoy entendí que aquí ya no tengo futuro. Que quedarme es condenarme a morir o a callar. Me voy, no por miedo, sino porque necesito aire para seguir. Desde Argentina seguiré escribiendo, denunciando, gritando tu nombre y el de tantos caídos. Quiero que lo sepas: aunque me exilien las fronteras, aunque me llamen cobarde, yo no me rindo. Me voy para que tu muerte no sea inútil. Para que tus ojos, que se cerraron hoy, se abran mañana en las páginas que escriba contra estos verdugos. Tú sigues viva en cada palabra que ponga en papel."


Cerró el cuaderno, apoyó la frente en sus manos y, por primera vez en mucho tiempo, lloró sin miedo a ser escuchado.


El país se desangraba. Pero Ignacio, incluso desde la distancia, juró no dejar que la herida se cerrara en silencio.







Capítulo 18 : El Parlamento sitiado

Este capítulo representa un punto de quiebre institucional en el relato del chavismo: la entrada de la oposición al Parlamento tras la victoria del 6 de diciembre de 2015, y el intento de recuperar la institucionalidad por medios democráticos. Es crucial porque muestra la última gran ilusión democrática dentro del sistema.

Nadie lo esperaba. Ni el régimen, ni los militares, ni los encuestadores que trabajaban para el gobierno. Pero ocurrió: el 6 de diciembre de 2015, la oposición venezolana ganó la Asamblea Nacional con mayoría calificada. Fue un terremoto político que sacudió los cimientos de una revolución que ya vivía sus días más decadentes.

Aquel enero de 2016, por un instante, Venezuela creyó que aún era posible restaurar la democracia desde las ruinas del poder. La oposición, triunfante en las urnas, tomó por asalto pacífico el Hemiciclo Legislativo, y Henry Ramos Allup, con verbo afilado y memoria histórica, devolvió dignidad a una institución mancillada por años de servilismo y escándalo. Fue un día de ilusiones breves, donde la palabra quiso ser más fuerte que el miedo, y el Congreso volvió a parecer un templo republicano. Pero el Diablo de Sabaneta, aunque muerto, había dejado instrucciones claras: resistir, saboteando desde las sombras.

Habían pasado dos años desde la muerte de Chávez. Maduro, a duras penas, se mantenía en pie. El país se desmoronaba. La inflación era de tres dígitos. Las protestas brotaban como hongos. Las colas en los supermercados se extendían por cuadras. El petróleo había caído. La credibilidad del gobierno estaba herida de muerte.

Y la gente votó.

Votó con rabia. Votó por hambre. Votó con la nostalgia de un país que ya no existía. Votó con esperanza, sí, pero también como un grito de auxilio. La MUD —una alianza variopinta de opositores— logró lo impensable: 112 diputados. Mayoría calificada. Control del poder legislativo por primera vez desde el inicio del chavismo.

Esa noche, los barrios celebraron. En Petare, en Catia, en El Valle, se oyó una consigna que no se gritaba desde hacía mucho: ¡Sí se puede! Las ollas estaban vacías, pero el alma llena. La gente creyó que al fin comenzaba el principio del fin.

Pero se equivocaban.

La revolución no entregaría nada. El Parlamento sería un premio ganado, pero imposible de cobrar.

Sobre este episodio, escribí una fábula días antes en el blog Tiempo de Memorias, que contenía mis deseos y lo que, a mi juicio, debía ser la estrategia del bloque parlamentario opositor:

“El martes 5 de enero de 2016 amaneció sobre Caracas un cielo encapotado, de esos que parecen anunciar no sólo lluvias sino tempestades políticas. La ciudad, nerviosa y escéptica, se preparaba para lo que muchos describían como un momento fundacional: la instalación de una nueva Asamblea Nacional con mayoría opositora, tras diecisiete años de hegemonía chavista. Pero nada en Venezuela ocurre sin drama ni simulacro. Desde el alba, las avenidas principales fueron ocupadas por tropas uniformadas, tanquetas, cordones de seguridad y un despliegue militar más digno de una zona en guerra que de una ceremonia parlamentaria. En la práctica, era una advertencia.

Frente al Palacio Federal Legislativo, una multitud vestida de rojo, convocada desde Miraflores a través de la cadena de medios estatales, se agolpaba entre gritos, botellas de ron y arengas repetidas hasta el hastío: “Chávez vive”, “No volverán”, “Viviremos y venceremos”. Algunos, exaltados por el licor o por otras sustancias, parecían desbordados por una furia sin objeto, poseídos por la inercia de una revolución que ya no sabía si defender el poder o evitar su descomposición.

En la esquina de Padre Sierra, los "colectivos" motorizados rugían como jaurías mecánicas. El estruendo de sus escapes, el retumbar de sus amenazas, buscaban disuadir a los opositores que, pese a la advertencia de la MUD de no asistir para evitar provocaciones, se agrupaban para aplaudir a sus diputados. Era un duelo desigual: los gritos contra los fusiles, la esperanza contra el miedo.

Los nuevos diputados, encabezados por Henry Ramos Allup y Julio Borges, fueron escoltados por el Alto Mando Militar desde la Plaza Altamira. La escena tenía algo de teatro griego: un pueblo vencido por el hartazgo, escoltando a los que prometían rescatar la institucionalidad, mientras los medios internacionales tomaban nota de cada gesto, cada insulto, cada tensión en el aire.

Al ingresar los autobuses al Palacio, se escucharon disparos al aire. El caos estuvo al borde del estallido. Pero no ocurrió. Los militares contuvieron a los exaltados. Dentro del Hemiciclo, comenzó la sesión con un acto de protocolo: un secretario accidental, negociado previamente, anunció la instalación del nuevo periodo legislativo.

La oposición postuló a Ramos Allup como presidente, Borges como primer vicepresidente, y Delsa Solórzano como segunda. La propuesta fue aprobada por aclamación. Earle Herrera, diputado chavista, intervino con una queja ritual. Desde el palco, un grupo de activistas oficialistas chillaba al unísono, como si su ruido pudiera borrar la realidad.

En medio del recinto, como una estatua mal tallada, destacaba Diosdado Cabello. Su cuerpo recio, embutido en una chaqueta verde olivo, escoltado por agentes armados, simbolizaba la transición fallida: el poder que se resiste a perder poder.

Ramos Allup sube al estrado. El aplauso lo envuelve como una oleada. Entonces, con una serenidad afilada por la experiencia y el desengaño, inicia su discurso. No lee, no titubea. Habla como quien recupera un espacio sagrado. Y empieza por lo esencial: "Diputado Cabello, retire a sus guardaespaldas. Aquí nadie entra con escoltas. El miedo es libre, pero en este recinto no se justifica". Las alusiones históricas, las referencias a Santos Michelena, a los golpes sufridos por Borges y María Corina Machado, le otorgan al reproche una dimensión moral. "Diputado Cabello, deje el culillo, carajo". La frase, contundente, rompe el Hemiciclo en un estallido de aplausos.

El discurso se convierte en una pieza teatral, combativa, amarga y luminosa. Allup denuncia la vulgaridad instalada en el poder, la violación sistemática de la Constitución, la degradación del lenguaje, la estetización de la ignorancia. El chavismo, dice, ha convertido al Congreso en una asamblea de condominio. Designaron magistrados como quien repara una poceta, con convocatorias encadenadas y decisiones tomadas al margen de toda legalidad.

Sus palabras alternan ironía y solemnidad, denuncia y esperanza. La barra chavista aúlla desde lo alto, como fieras acorraladas. Afuera, los simpatizantes opositores gritan "¡Viva la democracia!". Dentro, el Hemiciclo parece redimido.

Cuando Allup anuncia que la designación irregular de magistrados será revocada, que se recuperará el sentido de la institucionalidad y que los abusos no quedarán impunes, el Palacio estalla en ovaciones.

Esa mañana de enero, bajo la llovizna persistente de Caracas, la república pareció por un instante respirar. Como si el verbo, herido pero no muerto, pudiera aún restaurar el alma de un país desmembrado.

Fueron solo unas horas. Pero la historia, a veces, se escribe en instantes.”

Está fábula no pasó de ser un sueño.

Desde el primer día, la nueva Asamblea Nacional fue cercada. El Tribunal Supremo de Justicia (TSJ), totalmente subordinado al régimen, desplegó una ofensiva judicial para neutralizar al Poder Legislativo, ahora controlado por la oposición. Las intenciones del gobierno eran claras: impedir cualquier iniciativa que amenazara su hegemonía.

En diciembre de 2015, apenas días antes de culminar el período de sesiones de la Asamblea saliente, la mayoría chavista —en una maniobra exprés y claramente fraudulenta— designó a nuevos magistrados del TSJ. Lo hizo en tiempo récord, incluso reemplazando a jueces que aún no estaban formalmente jubilados, con el único objetivo de impedir que la nueva mayoría opositora realizara esas designaciones. Muchos de los escogidos eran militantes del PSUV o abogados afectos al régimen, sin cumplir los requisitos constitucionales para el cargo. Así, se aseguró un TSJ dócil, listo para ejecutar las órdenes de Miraflores.

La primera jugada de este nuevo TSJ no se hizo esperar. Un día antes de la instalación de la nueva Asamblea, la Sala Electoral —ya integrada por varios de los magistrados recién designados— anunció que había recibido un recurso interpuesto por candidatos oficialistas derrotados en el estado Amazonas. El amparo solicitaba la anulación de la proclamación de tres diputados indígenas opositores, alegando supuestas irregularidades. En un tiempo récord y en pleno receso judicial, la Sala suspendió la proclamación de esos tres diputados, reduciendo así la mayoría calificada de la oposición de 112 a 109 escaños. El golpe estaba dado.

Con esa jugada, el TSJ declaró en “desacato” a la Asamblea por juramentar a los tres diputados de Amazonas, y a partir de allí anuló sistemáticamente todas sus decisiones. La oposición proponía leyes; el TSJ las declaraba nulas. Citaban a ministros; estos no acudían. Aprobaban amnistías; el Ejecutivo las desechaba sin leerlas. El Parlamento se convirtió en un poder simbólico, ignorado y asediado. Un poder sin poder.

Y sin embargo, resistieron. Promovieron denuncias, crearon comisiones, interpelaron la corrupción, documentaron la crisis. Durante un tiempo, el país los miró con esperanza. Pero el desgaste fue rápido. El régimen tenía todos los recursos: dinero, armas, medios, jueces. La Asamblea solo tenía la verdad. Y la verdad, en una dictadura, suele ser irrelevante.

Aquel conflicto de poderes se resolvió —como era de esperarse— en favor del régimen. El TSJ, instrumento de represión jurídica, impuso su supremacía sobre el Legislativo. En paralelo, el gobierno desplegó una campaña de amenazas y amedrentamiento contra los diputados opositores, advirtiendo cárcel e inhabilitaciones para quienes no se alinearan. El miedo se instaló como una estrategia más de control.

En 2017, Maduro decidió terminar con el simulacro. Convocó una Asamblea Nacional Constituyente a su medida. Un órgano paralelo, sin oposición, sin legalidad, sin límites. Su único fin: suplantar a la Asamblea elegida por el pueblo. El Parlamento legítimo quedó reducido a una sombra que sesionaba entre amenazas, apagones y escombros.

Los diputados fueron perseguidos, agredidos, inhabilitados. Algunos se exiliaron. Otros se escondieron. Los más valientes seguían yendo al Palacio Legislativo como quien entra a una trinchera, rodeado de colectivos, tanquetas y amenazas. Ya no discutían leyes: resistían.

El país asistía, una vez más, al desmontaje de su institucionalidad.

La victoria opositora de 2015 se convirtió en una victoria simbólica. Importante, sí, pero impotente. El chavismo entendió que podía perder elecciones, pero no soltar el poder. Y desde entonces, su estrategia fue simple: vaciar el voto de consecuencias. Convertir la democracia en un ritual sin alma.

Y así, la Asamblea Nacional —el último bastión de legitimidad— fue despojada de toda utilidad, hasta convertirse en lo que el régimen deseaba: un ruido de fondo.

Porque en la Venezuela de Maduro, la voluntad popular no derriba gobiernos. Solo los incomoda un rato.








Capítulo 19: La masacre de El Junquito

La mañana del 15 de enero de 2018 se vistió de pólvora y de traición. Desde las primeras horas, el aire en la parroquia El Junquito olía a plomo y a miedo. Los vecinos sabían que algo grande se cocinaba: el régimen había desplegado a sus cuerpos de exterminio —FAES, Guardia Nacional, colectivos armados— como si se tratara de una guerra. El objetivo no era un ejército extranjero, sino un puñado de venezolanos rebeldes que, armados más de convicciones que de fusiles, habían decidido no rendirse.

Al frente estaba Óscar Pérez, el expolicía que meses antes había sobrevolado Caracas en un helicóptero robado del CICPC, lanzando panfletos sobre el Tribunal Supremo de Justicia y clamando a gritos que Venezuela despertara. Desde entonces, su nombre se había vuelto mito y anatema, perseguido por el gobierno, reverenciado en secreto por quienes aún creían que la dignidad podía empuñar un arma.

Ese amanecer, atrincherado en una casa humilde de la montaña, Pérez transmitió en vivo lo que sería su testamento. Con el rostro ensangrentado y la voz entrecortada, denunció al país y al mundo lo que ocurría: “Nos quieren asesinar… Nos vamos a entregar y aun así nos van a matar”. Sus palabras, filtradas por las redes sociales, atravesaron los muros de la censura oficial y llegaron a millones de hogares, donde las familias, con el corazón encogido, comprendían que asistían a una ejecución disfrazada de operativo.

El régimen no quería prisioneros. Necesitaba un escarmiento. Durante horas, los proyectiles destrozaron paredes y ventanas, mientras los gritos de los rebeldes se mezclaban con el tableteo de las ametralladoras. Helicópteros sobrevolaban el cielo encapotado. Se escucharon explosiones que hicieron temblar la montaña. Los cuerpos de seguridad, al mando de Maduro, habían sellado el destino de los hombres atrincherados.

Cuando finalmente el humo se disipó, la casa estaba hecha ruinas. Entre los escombros, yacían los cuerpos de Óscar Pérez y de sus compañeros, ejecutados de un disparo en la cabeza. Ninguna rendición había sido aceptada. Ninguna palabra escuchada. La “célula terrorista”, como la llamó Maduro, había sido aniquilada.

Pero el país entendió otra cosa. Esa masacre no era una victoria militar, sino una confesión de miedo. El régimen temblaba ante la posibilidad de que un puñado de hombres pudiera encender la chispa de la insurrección. En el rostro ensangrentado de Óscar Pérez, transmitido al mundo antes de morir, los venezolanos vieron el espejo de su propio calvario: la certeza de que el poder ya no conocía límites, que la vida valía menos que una orden, que la dictadura había cruzado la última línea de la infamia.

Desde ese día, El Junquito se convirtió en una cicatriz en la memoria colectiva. El chavismo, en su versión madurista, había mostrado su rostro más feroz: el del exterminio. Y mientras Maduro sonreía en cadena nacional anunciando la “desarticulación de una banda terrorista”, miles de hogares lloraban en silencio al hombre que, con un helicóptero robado y un sueño imposible, había querido devolverle la dignidad a un país rendido.











Capítulo 20: La noche de los payasos

El 20 de mayo de 2018, el régimen celebró unas elecciones presidenciales destinadas a perpetuar a Nicolás Maduro en el poder para el período 2019-2025. No hubo contienda real. La mayoría de los partidos de la oposición agrupados en la Mesa de la Unidad Democrática decidió no participar: no había garantías de transparencia, ni condiciones mínimas para hablar de elecciones libres. Los líderes opositores habían sido inhabilitados, perseguidos o forzados al exilio.

Aquella jornada fue bautizada en estas páginas como la noche de los payasos.

El país amaneció enmudecido después de un día fantasmagórico que solo existió en la propaganda oficial. El Gobierno, con su maquinaria de medios sumisos, mostraba imágenes de multitudes inexistentes mientras las redes sociales exhibían la otra cara: centros de votación vacíos, colas fantasma y calles indiferentes. La farsa se vivía como un partido de fútbol confiscado por barras bravas, un espectáculo grotesco que mezclaba tragedia griega con la música de La Gran Estafa.

La noche anterior, la inefable Tibisay Lucena, presidenta del Consejo Nacional Electoral, se superó a sí misma en el arte del disimulo: otorgó prórrogas sucesivas para mantener abiertos los centros de votación, esperando que la maquinaria roja lograra carretear a los famélicos votantes carnetizados con código QR. Muchos se resistían, indignados porque el “Bono de Semana Santa” que el candidato dictador había entregado apenas les alcanzó para comprar un cartón de huevos. Sin comida en la mesa, votar parecía un insulto.

El anuncio de resultados llegó casi a medianoche. Pocos se trasnocharon para presenciar el bochornoso espectáculo de Lucena y sus acólitas descendiendo la rampa para proclamar la victoria “irreversible” de Maduro. Nadie se sorprendió: el guion estaba escrito.

El aparato cubano-venezolano había ejecutado a la perfección su plan. Las filas estaban adornadas con ancianos conducidos por militantes rojitos, jóvenes chambones que apenas sabían dónde estaban, y seres famélicos que buscaban el premio de un plato de lentejas. Otros, más pragmáticos, eran beneficiarios de misiones, dádivas y comisiones que aseguraban la docilidad de los necesitados. A falta de testigos opositores de peso, la tarea se completó con cedulados múltiples que votaban varias veces, todo bajo la mirada complaciente del CNE.

Como complemento del espectáculo, aparecieron los candidatos de utilería: uno, habituado a turbios chanchullos con distintos gobiernos; el otro, un pastor “evangélico” con cuentas pendientes en paraísos fiscales. Ninguno tenía la menor posibilidad de triunfo, y lo sabían. Acudieron movidos por intereses inconfesables, seguros de que la mayoría opositora no votaría, y prestándose como comparsa para legitimar la farsa. No era difícil imaginar la recompensa en dólares o euros depositada en alguna cuenta segura en Andorra.

Aquella misma noche, los dos perdedores oficiales, convertidos de facto en ganadores de un reconocimiento “en efectivo”, completaron el libreto. En cadena nacional, pronunciaron discursos patéticos, calcados uno del otro, probablemente redactados por el psiquiatra del régimen, experto en aquelarres verbales. Con tono eufórico, hablaron de “una sensación de bienestar de las mayorías que respaldaban con sus votos los logros sociales alcanzados por el proyecto chavista”, y culparon a la abstención —“promovida por un liderazgo político mezquino al servicio del imperio norteamericano”— de su derrota.

Era un cuadro surrealista, digno de un laboratorio de alucinógenos. La diferencia de votos entre el dictador y sus payasos fue tan grotesca como previsible.

Cerraban así, con discursos cantinflescos, otro capítulo ominoso en la agonía de la democracia venezolana. El país amanecía secuestrado bajo un nuevo período de la dictadura cubano-venezolana, esta vez con más hambre, más miedo y menos esperanzas.















Capítulo 21: El interino

En un país donde los jefes opositores eran perseguidos, exiliados o silenciados, que apareciera de pronto un joven casi anónimo, de corbata discreta y sonrisa tímida, a proclamarse presidente, parecía al principio una broma. Juan Guaidó: ingeniero, diputado por el pequeño estado Vargas, militante de un partido marginal llamado Voluntad Popular. Nadie, ni siquiera sus aliados más cercanos, lo imaginaban a la cabeza de una cruzada histórica.

Pero ocurrió.

El 5 de enero de 2019 fue elegido presidente de la Asamblea Nacional, en un contexto de desmoralización y fatiga. Maduro acababa de “reelegirse” en unas elecciones amañadas, sin competencia real, sin observación internacional, sin padrón confiable. Nadie creía ya en salidas institucionales. El país parecía resignado.

Y entonces, Guaidó.

El joven diputado asumió la presidencia del Parlamento con un discurso que parecía rutinario, casi técnico. Pero en cuestión de días, invocando el artículo 233 de la Constitución, se proclamó presidente encargado de la República. La jugada, respaldada por la Asamblea Nacional y una interpretación creativa del vacío de poder, sorprendió al país entero.

El 23 de enero —fecha emblemática de la caída de la dictadura de Pérez Jiménez—, Juan Guaidó se plantó en una tarima improvisada en la plaza Juan Pablo II de Chacao, alzó la mano y juró:
“Asumo formalmente las competencias del Ejecutivo Nacional como presidente encargado de Venezuela.”

La multitud estalló. En las redes sociales, en las avenidas, en los barrios. Por primera vez en años, alguien desafiaba abiertamente al régimen desde dentro del territorio, sin pedir permiso, sin pactos. Guaidó no era un político profesional, ni un caudillo. Pero eso mismo lo hacía creíble. Parecía un ciudadano cualquiera. Un venezolano más. Y eso, en una tierra harta de mesías, fue revolucionario.

En cuestión de días, más de 50 países lo reconocieron como presidente interino: Estados Unidos, la Unión Europea, buena parte de América Latina. En Miraflores, Maduro estallaba. Lo llamó títere, usurpador, payaso. Pero no pudo detenerlo. Al menos no de inmediato.

Guaidó recorrió el país como ningún opositor lo había hecho en años. Organizó cabildos abiertos, llenó plazas, revivió el lenguaje de la transición. Prometió elecciones libres, ayuda humanitaria, amnistías. Se convirtió en símbolo. Y los venezolanos, tan golpeados, tan cansados, tan extraviados, creyeron.

Pero la realidad pronto mostró los dientes.

El 23 de febrero, Guaidó intentó ingresar ayuda humanitaria desde Colombia. Miles lo acompañaron en la frontera. Maduro movilizó tanques, soldados, colectivos. Hubo heridos, muertos, fuego sobre camiones con medicinas. La ayuda no entró. La escena fue transmitida al mundo, pero la indignación internacional no se tradujo en acciones concretas. Guaidó no tenía ejército. Solo fe.

Este drama me inspiró a escribir la siguiente fábula:

Guille no quería ser presidente, solo deseaba arreglar la cancha

“Nadie lo habría imaginado, ni siquiera él, y mucho menos los otros. En aquel pueblo somnoliento de la costa caribeña, donde el calor parecía anestesiar la ambición y donde el tiempo se deslizaba entre guarapos tibios, pelotas de básquet oxidadas y promesas incumplidas de alcaldes borrachos, Guille vivía ajeno a todo propósito grandilocuente. Jugaba en la cancha del bloque 2 como quien espanta la rutina. Soñaba —si acaso soñaba— con ver ese rectángulo agrietado algún día reparado, con tableros nuevos, luces de noche y líneas bien pintadas. No más.

Pero el país —ese país de delirios revolucionarios, de dictadores vitalicios y democracias que duraban lo que un aguacero— tenía otros planes para él.

Desde niño, a falta de cuentos o historietas, se dormía viendo noticieros. No por interés intelectual, sino por esa curiosidad malsana que provocan las desgracias ajenas. Le fascinaban los políticos, aunque no los entendiera del todo. Su padre, Reverón, un electricista jubilado que se pasaba los días criticando a los “bolivarianos de pacotilla” y los fines de semana armando quinielas, fue quien primero lo empujó al ruedo:
—Métete con esos sifrinos raros —le dijo una tarde mientras lo observaba lanzar triples en la cancha. —Un partido nuevo, de chamos como tú, con cara de emos. Si llegas a concejal, capaz que lográs arreglar eso.

Guille obedeció, como obedecen los que no saben desobedecer. Se presentó en la sede del partido un lunes húmedo de febrero, cuando aún se respiraban los gases lacrimógenos de los motines recientes. Titubeó frente a la puerta. Dijo que quería ayudar. Lo pusieron a comprar café. No le molestó. Era estudiante de ingeniería y sabía que a veces los planos más grandes se dibujan con líneas pequeñas.

Una noche cualquiera, mientras los líderes del partido —un grupete de muchachos bien vestidos con aires de conspiradores y laptops prestadas— debatían a quién sumar en la lista de concejales, alguien, quizá por agotamiento o simple broma, pronunció su nombre:
—¿Y Guille? ¿No puede ser?

Lo dijeron entre risas, como se elige al amigo más torpe para jugar de portero. Nadie se opuso. No se le consultó. Mientras eso ocurría, Guille compraba empanadas.

Cuando lo llamaron meses después para asumir el cargo —el titular había muerto ahogado, quizá en una borrachera, quizá en un castigo divino—, Guille pensó en negarse. Le gustaba su trabajo de supervisor en la empresa de limpieza. Tenía horario, salario y nadie le pedía discursos. Pero la cancha seguía sin arreglarse, y concejal era concejal.

Después vino lo inesperado. El dictador —un animal astuto, envuelto en boina y resentimiento— convocó elecciones parlamentarias para lavar su imagen ante el mundo. Los partidos tradicionales estaban proscriptos, y el minúsculo movimiento juvenil, al que nadie tomaba en serio, fue autorizado a postular.

El día de la reunión para definir las candidaturas, entre termos de café, afiches despegados y un ventilador que gemía, volvió a surgir su nombre:
—¿Y Guille? ¿No puede ser?

Algunos protestaron. Lo acusaron de invisible, de pasar más tiempo jugando que legislando. Pero otro, más maquiavélico, dijo:
—Lo conocen todos los chamos de la cancha. Esos votos valen oro.

Guille no protestó. Apenas levantó los hombros y dijo:
—Si va.

Y fue. Diputado suplente. Un cargo que aceptó como quien acepta una multa: sin entusiasmo, sin comprensión, con resignación.

Pero en la política de ese país no bastaba con ser suplente. El titular, como era costumbre, fue detenido por protestar. Lo inhabilitaron con una sentencia exprés. Y así, sin discursos, sin traje propio —tuvo que pedir uno prestado que le nadaba en los hombros—, Guille se convirtió en diputado principal.

No le gustaba. Se lo repetía a su novia, a su padre, a sus amigos de la cancha:
—Eso es pura habladera de pendejadas. En este país el que manda es el presidente. Lo demás es adorno pa' la galería.

Pero ahí estaba, asistiendo al Congreso cuando lo obligaban, esquivando a los periodistas, o dándoles frases ambiguas que lo convertían, sin quererlo, en fuente confiable.

Y entonces llegó el caos. El dictador, en un movimiento desesperado, amañó las elecciones presidenciales. La comunidad internacional lo desconoció. Y los "Emos" —así seguían llamándolos— tuvieron una idea que parecía salida de una novela de García Márquez escrita en ácido: como no había presidente legítimo, el Congreso debía designar uno. ¿Y quién presidía el Congreso por azar de los turnos? Guille.

Lo buscaron, lo rodearon, lo aplaudieron, lo adulaban.
—Es tu deber, Guille. Tu oportunidad. El país te necesita.

Él pensó en huir. Fantaseó con desaparecer en un peñero, dejar atrás todo. Pero su padre y su novia lo convencieron. Le hablaron de grandeza, de futuro, de dólares.
—Capaz que este es nuestro chance de salir del hueco —le dijo su viejo, entre lágrimas y anhelos.

Guille cedió. Juró. Se convirtió en presidente interino de una república descompuesta. Y jamás volvió al barrio.

No arregló la cancha. No volvió a jugar. Nunca más compró empanadas. Se perdió entre las sombras del poder, como se pierden los que jamás quisieron ser hallados. Y aunque lo gritaba por dentro, ya nadie escuchaba:
“Yo no quería ser presidente. Solo quería arreglar la cancha.”
Fin de la fábula.

En abril de 2020, intentó la jugada más arriesgada: una rebelión cívico-militar. Apareció de madrugada frente a la base aérea La Carlota, junto a Leopoldo López —liberado esa noche por un puñado de soldados sublevados— y llamó al pueblo a las calles. Pero el alzamiento fue débil, mal planificado, sin apoyo suficiente. La imagen de Guaidó sobre una autopista, flanqueado por un reducido grupo de militares, quedó como símbolo de lo que pudo ser y no fue.

La respuesta del régimen fue quirúrgica: represión selectiva, intimidación, detenciones, y una feroz campaña de descrédito. Guaidó no fue apresado, quizás por cálculo político, quizás porque el régimen sabía que hacerlo lo convertiría en mártir. Pero lo cercaron. Le quitaron movilidad, lo infiltraron, lo aislaron.

La esperanza se fue desinflando. Las promesas de intervención extranjera —tan ingenuamente esperadas por algunos— nunca llegaron. Las sanciones golpeaban al régimen, sí, pero también al país. Y los errores tácticos del llamado “gobierno interino” comenzaron a acumularse.

El interinato, que empezó como una audacia épica, se volvió un laberinto institucional, jurídico, diplomático. Una figura reconocida afuera pero impotente dentro. Un símbolo legítimo, pero sin poder real.

Y sin embargo, por un breve instante, Guaidó encarnó algo que parecía extinto: la idea de que el chavismo podía ser derrotado por vías constitucionales. Sin balas. Sin violencia. Solo con verdad y coraje.

Quizás fue una ilusión. Pero toda nación necesita ilusiones para no hundirse del todo.

Y en 2019, Venezuela tuvo la suya.

Guaidó y  Leopoldo López  no cejaron en su empeño por deponer al sátrapa. Desde el exterior, asesorados por el publicista colombiano Juan José Rendón, tejieron un plan tan audaz como ingenuo: capturar a Nicolás Maduro mediante una operación comando, estilo película de acción de bajo presupuesto.
El esquema parecía concebido más en una sala de Zoom que en un cuartel: exmilitares venezolanos en el exilio, entre ellos Clíver Alcalá Cordones —un general chavista caído en desgracia y reciclado como demócrata de ocasión—, mercenarios extranjeros sin tropa ni gloria, y la supuesta venia del gobierno colombiano, que rápidamente se desmarcó. A cargo del operativo figuraba un exboina verde estadounidense, Jordan Goudreau, quien aseguraba comandar una empresa de seguridad privada llamada Silvercorp, con más marketing que músculo.
La llamada Operación Gedeón arrancó mal y terminó peor. En la madrugada del 3 de mayo de 2020, seis hombres llegaron a las costas de Macuto, estado La Guaira, en una lancha rápida. Los esperaban, puntualísimos, las fuerzas especiales del régimen: FAES, Guardia Nacional y hasta la policía local. La emboscada fue letal. Algunos fueron abatidos en la arena; otros capturados mientras aún creían estar en una especie de ensayo general.
Lejos de disuadirlos, los organizadores insistieron. Hubo un segundo intento en las costas de Chuao, estado Aragua, donde un nuevo grupo —ocho hombres, casi todos exmilitares venezolanos— arribó exhausto, desorientado y sin apoyo logístico. La escena rozó el esperpento: fueron interceptados y entregados por pescadores locales, quienes los capturaron como quien atrapa atunes torpes. Las imágenes del operativo —reales o montadas, da igual— fueron difundidas con saña por los medios del régimen, que celebraron la victoria como una gesta patriótica.
El episodio quedó registrado como uno de los momentos más estrambóticos y trágicos de la política reciente venezolana. 
Después, la gesta heroica e ingenua de Guaidó y Leopoldo fue perdiendo fuerza y credibilidad. Las denuncias sobre el presunto mal manejo de fondos destinados a la ayuda humanitaria, el uso opaco de recursos en el exilio y las fracturas internas dentro de la oposición, contribuyeron a erosionar su imagen. Muchos de estos señalamientos nunca fueron investigados a fondo ni esclarecidos, lo que alimentó el escepticismo popular. Sin embargo, más allá de los errores y las sombras, la historia deberá reconocerles el coraje de haber desafiado al régimen en uno de sus momentos más férreos, y el papel determinante que jugaron en mantener viva la esperanza de millones de venezolanos que, durante años, vieron en ellos una posible ruta hacia la libertad.


















Capitulo 22: La última esperanza

Durante meses, Venezuela respiró una brisa distinta. María Corina Machado, figura incómoda, altiva, luminosa incluso para quienes la detestaban, caminó los pueblos, desbordó plazas, devolvió la palabra a los mudos y el gesto a los apáticos. No prometía milagros. Hablaba con crudeza, con esa rabia contenida de quien ha sido golpeado una y otra vez y, sin embargo, se niega a arrodillarse. La proscribieron, la inhabilitaron, la amenazaron. Y aun así creció. O quizás, precisamente por eso.

Su candidatura no era solo una campaña: era un acto de fe colectivo, desesperado, casi místico. No en ella, sino en lo que ella despertaba. Era la última esperanza de un pueblo extenuado, la última jugada para creer que esta vez sí, los votos serían más fuertes que las balas, que la dignidad vencería al miedo.
Pero no. No fue así.

A última hora, como era predecible, Maduro no la quiso de rival. Movió sus fichas, ordenó al Tribunal Supremo que la inhabilitara formalmente, y lo logró. Entonces ella, con premura, con apenas tiempo para el suspiro, presentó a un desconocido: Edmundo González. Y el país, sorpresivamente, le creyó. Lo abrazó. Lo convirtió en símbolo.

El 28 de julio de 2024 hubo elecciones, pero no democracia. Lo que siguió fue una coreografía gastada, conocida, sórdida. No hubo observadores internacionales imparciales. Hubo apagones selectivos, centros cerrados sin explicación, intimidación militar, excusas burocráticas.
Y sin embargo, Edmundo ganó. Ganó ampliamente, abrumadoramente. El equipo de Machado lo sabía. Habían diseñado una operación para obtener actas en tiempo real, actas auténticas, firmadas, inapelables. Y cuando los resultados comenzaron a filtrarse y el monstruo percibió la inminencia de su derrota, hizo lo que mejor sabe: torcer la historia.

Ordenó a su fiel presidente del CNE que anunciara lo imposible: una victoria suya, sobria, “razonable”, lo bastante creíble para los ingenuos, lo bastante obscena para los que aún pensaban. Fue el fraude definitivo, el más burdo, el más cínico.
Como si nada hubiera ocurrido. Como si las sanciones, el hambre, el éxodo, los apagones, los motines, las muertes, no hubiesen existido jamás.

Y el país volvió a cerrar los ojos.

María Corina denunció el fraude. Llamó a resistir. El régimen respondió como sabe: con brutalidad. Una redada implacable cayó sobre sus colaboradores, sobre quienes custodiarían las actas. Pero ya era tarde. Ella no solo había recopilado las pruebas, sino que logró entregarlas a organismos internacionales. El matón de Miraflores no pudo silenciar el delito. Pero el miedo, ese viejo cancerbero del chavismo, se encargó del resto.

La gente volvió a encerrarse en sus casas, a mirar al suelo. Regresaron las colas, las remesas, las maletas listas para un escape improbable.
Los jóvenes, los mismos que durante un año se creyeron protagonistas del renacimiento, desaparecieron de las calles. Ahora hacen fila en consulados, buscando visas, pasaportes, permisos, cualquier cosa que les permita huir.

Y Guille —sí, aquel Guille ingenuo que solo quería arreglar una cancha— fue visto una mañana en Maiquetía. Envejecido, flaco, con una gorra que le ocultaba la mirada. Viajaba solo, con un pasaje sin regreso. Rumbo a ninguna parte.

El Diablo de Sabaneta, entretanto, seguía vivo. No en carne y hueso —eso hacía tiempo que lo tragó la tierra— sino en la maquinaria que dejó: un sistema sin carisma, sin gloria, sin poesía. Solo represión y hambre.
Y Venezuela, esa patria que en algún momento creyó en sí misma, volvió a despertar dentro de la misma pesadilla.

Pero algo, muy adentro, aún arde.
Una brasa.
Una llama.
O quizá… un recuerdo.


















Capítulo Final: Enemigo público

Desde la Casa Blanca se filtró un comunicado breve, pero devastador: Nicolás Maduro era considerado por el gobierno de los Estados Unidos como jefe del Cartel de los Soles. Ya no era solo el dictador de un país empobrecido, ni el rostro grotesco de la corrupción bolivariana, sino un capo internacional de la droga. El anuncio lo colocaba en la misma lista donde alguna vez figuraron Pablo Escobar en Medellín y Osama Bin Laden en las montañas de Afganistán. La etiqueta era inequívoca: enemigo público.

La noticia corrió como pólvora dentro y fuera de Venezuela. En los barrios de Caracas se mezclaban la risa incrédula con el miedo sordo: ¿se atreverían los gringos a hacer con Maduro lo que hicieron con Bin Laden? En las calles aún resonaba el recuerdo de las operaciones quirúrgicas transmitidas por CNN, los helicópteros sobrevolando la noche de Pakistán, las fotos de un cadáver arrojado al mar.

En Miraflores, el círculo íntimo del poder se replegó como alacranes asustados. Los Rodríguez murmuraban sobre rutas de escape, Cilia Flores apretaba los labios y exigía silencio. Maduro, sin embargo, buscó refugio en el grito: se presentó en cadena nacional denunciando una conspiración imperialista, acusando a Trump de querer invadir Venezuela para robarse el petróleo. Pero ni sus palabras ni las arengas gastadas lograban borrar el nuevo sello que lo marcaba ante el mundo: narco y terrorista.

Los altos mandos militares, algunos ya sancionados y otros comprometidos hasta la médula, sabían lo que significaba ese cambio de estatus. Washington no estaba interesado en capturas simbólicas ni en diálogos estériles. El mensaje era otro: “donde lo encontremos, lo eliminamos”. La inteligencia estadounidense conocía sus movimientos, sus costumbres, sus refugios. Maduro podía esconderse en un búnker, rodearse de escoltas, moverse de Fuerte Tiuna a La Orchila, pero la sombra de un dron o de un comando especial lo seguiría como una condena invisible.

Y entonces Venezuela comprendió la ironía de su historia reciente: el hombre que se proclamaba hijo de Chávez terminaba convertido en lo que más temía el chavismo —un fugitivo de la justicia internacional, un paria condenado al mismo destino de los capos y tiranos caídos—.

El diablo de Sabaneta había mutado en un enemigo público global. Y en esa condición, su final ya no pertenecía a los designios de la política, ni siquiera al azar de los golpes de Estado, sino a la frialdad implacable de una orden militar ejecutada desde la distancia.

El tiempo corre. Y la cuenta regresiva ya ha comenzado.

Nota del autor

El diablo de Sabaneta no fue un hombre solamente; fue también un sistema que devoró la esperanza de generaciones enteras. Derribar a Maduro será apenas cortar una cabeza de la hidra. Lo que sigue es más difícil y más noble: volver a creer en Venezuela.

Este libro termina aquí, pero la historia real continúa en las manos de quienes hoy resisten y de quienes mañana volverán a levantar las ruinas. Ese será, quizás, el verdadero final del diablo: no una bala ni un dron, sino el renacimiento de un país decidido a no repetir la pesadilla.

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