El diablo de Sabaneta
Prólogo
El diablo de Sabaneta
Este libro no pretende ser una biografía. Tampoco un panfleto. Mucho menos una elegía. Es, ante todo, un intento de comprender —desde la literatura, la historia y la política— cómo un muchacho llanero de voz melosa y verbo inflamado logró seducir a toda una nación hasta arrastrarla, paso a paso, hacia su ruina. Hugo Rafael Chávez Frías, el hombre que durante catorce años dirigió los destinos de Venezuela, no fue un simple caudillo tropical, ni un error de la democracia. Fue la síntesis de sus enfermedades más antiguas: el mesianismo, el militarismo, la idolatría por el líder, la promesa de redención a través del poder absoluto.
El diablo de Sabaneta es un recorrido narrativo, a veces íntimo, a veces furioso, por los episodios fundamentales de esa tragedia moderna que algunos todavía llaman revolución. No se limita a retratar al Chávez oficial —el de los discursos eternos, las camisas rojas, las cadenas nacionales— sino que se adentra en el Chávez más inquietante: el que tejía alianzas con dictadores, cerraba medios, manipulaba elecciones, perseguía adversarios, destruía instituciones y convertía la pobreza en un instrumento de control político.
Hay en estas páginas una intención de contar, pero también de advertir. Porque el chavismo no murió con Chávez. Sigue vivo, enquistado en las ruinas que dejó su paso por el poder, replicado en herederos que apenas son caricaturas, pero que conservan su mismo desprecio por la libertad y el pensamiento crítico. Nicolás Maduro no es su sombra: es su consecuencia lógica.
Los capítulos que siguen son una mezcla de crónica, ensayo y ficción narrativa. No se aferran al dato frío, sino a la escena simbólica. No buscan exactitud documental, sino verdad literaria. Porque a veces, para retratar el alma de un régimen, hace falta recurrir no solo a los hechos, sino también a las palabras con las que esos hechos se deformaron.
¿Por qué “el diablo”? Porque así lo bautizó un presidente extranjero desde una tarima de Naciones Unidas. Y porque, en su teatralidad, su soberbia y su talento para disfrazar la mentira con épica, Chávez parecía extraído de una novela de dictadores. Un personaje digno del realismo trágico latinoamericano, más cercano a Trujillo que a Bolívar, aunque él insistiera en lo contrario.
Este libro no busca venganza. Busca memoria. Porque solo recordando —sin indulgencias, sin adornos— podremos evitar repetir la historia.
Y porque hay heridas que, si no se nombran, nunca terminan de sanar.
El autor
Capítulo 1: El niño de Sabaneta
Nació un 28 de julio de 1954 en un caserío llamado Sabaneta, que entonces era apenas una aldea polvorienta del estado Barinas, en el corazón del llano venezolano. A Hugo Rafael Chávez Frías lo trajo al mundo doña Elena, una maestra rural, y lo inscribió en la parroquia civil como segundo de seis hijos, aunque con el tiempo él se encargaría de hacerse pasar por el primero en todo.
No había hospital, ni médico, ni fotografía del parto. Solo el testimonio de las comadronas y una cédula escueta que no prefiguraba destino alguno. Era apenas otro niño llanero, de piel tostada por el sol, pelo rizado y mirada impaciente, que jugaba entre los burros, los arbustos de merey y los caños turbios de aquella Venezuela campesina que aún creía en la Virgen, en las décimas de Simón Díaz y en la palabra del maestro de escuela.
La casa en la que creció era de bahareque, sin agua corriente ni luz estable. El techo, de palma seca, dejaba pasar la lluvia durante las tormentas. Lo crió más la abuela que la madre. Mamá Rosa —como la llamaba— era la típica matriarca de pueblo: supersticiosa, autoritaria, terca. Fue ella quien le enseñó a rezar, a no dejarse humillar, y a desconfiar de los ricos.
De su padre, Hugo de los Reyes Chávez, un maestro y luego político local, heredó el orgullo. De su madre, la constancia. Pero el verdadero molde fue la pobreza. Esa pobreza que marcaba cada comida escasa, cada pantalón remendado, cada cuaderno compartido con hermanos. Una pobreza sin hambre total pero con hambre simbólica, esa que produce resentimiento lento, callado, acumulativo.
Desde temprano mostró dotes de líder. Organizó juegos, improvisó ligas de béisbol con pelotas hechas de trapo y manoplas de cartón. Soñaba con ser pelotero profesional. A los once años, cargando un morral lleno de arepas frías y esperanzas, se fue a Barinas capital para estudiar. Lo albergó un tío, y para ganarse la comida, vendía dulces caseros: arañitas, conservas, papelón con coco.
Aquel niño que pregonaba golosinas por las calles no era aún el comandante que citaría a Bolívar como si fuese un primo cercano. Pero ya hablaba demasiado, gesticulaba, contaba historias. Se sentía distinto. Sentía, quizá sin saberlo, que el mundo estaba incompleto, mal distribuido, y que algún día él podría cambiarlo.
Fue entonces, en esos años de adolescencia, cuando comenzó a cultivarse el mito que él mismo expandiría después: el del llanero humilde que ascendía por mérito propio, que sufría en silencio pero soñaba en voz alta. Su vocación militar vendría un poco después, como una vía de ascenso social, pero también como escenario para sus delirios de heroísmo.
En su relato —ese que repetiría hasta el cansancio décadas más tarde— su niñez fue una cruzada, una gesta precoz. En la realidad, fue una infancia dura, a ratos luminosa, a ratos solitaria, como tantas otras del interior venezolano.
La diferencia es que él no quiso olvidarla.
La usó como bandera, como excusa, como armadura. La convirtió en origen sagrado. Cada vez que hablaba del niño pobre que fue, justificaba el poder absoluto del adulto que llegó a ser.
Porque en la Venezuela de Chávez, la infancia no era solo el pasado: era el mito fundacional de la revolución.
Capítulo 2: El cadete hablachento
En los patios de tierra dura y los salones cargados de calor de la Academia Militar de Venezuela, en Fuerte Tiuna, año 1971, una voz se alzaba con frecuencia por encima del resto. No era la del instructor, ni la del coronel de turno. Era la de un muchacho zambo, de cabello rizado, que no sabía quedarse callado ni aun cuando el protocolo, la jerarquía o el sentido común lo exigían.
—¡Cadete Chávez, guarde silencio, carajo!
—¡Cadete Chávez, ¿por qué no se calla?!
La reprimenda se volvía casi un mantra para los oficiales formadores, desesperados por domar al soldado de Sabaneta, un pueblo perdido en la planicie barinesa, que en vez de someterse a la disciplina del reglamento, interrumpía las clases con anécdotas de coterráneos pícaros, coplas inventadas o, peor aún, arengas de un socialismo rústico, aprendido no en libros sino en la intuición de los resentidos. Era la forma de marcar territorio desde el primer día: si no podía mandar todavía, al menos que lo escucharan.
Años después, cuando ya era presidente, otro grito —más regio, más diplomático, pero igual de desesperado— le caería encima como un eco de aquellas reprimendas de cadete:
—¿Por qué no te callas? —espetó el rey Juan Carlos de Borbón, harto de su impertinencia en una cumbre iberoamericana donde interrumpía con descaro al jefe de gobierno español.
Pero volvamos al joven de 1971. Apenas ingresó a la Escuela de Formación de Oficiales de las Fuerzas Armadas, un 19 de marzo, comenzó su labor de proselitismo. No lo hacía en aulas ni campos de tiro, sino en los cuartos de descanso, en los pasillos, en los comedores, donde los cadetes se aflojaban el correaje y bajaban la guardia. Allí desplegaba su labia, su monólogo constante, salpicado de historia nacional, patriotismo adulterado y promesas de redención. Los más crédulos lo escuchaban con una mezcla de fascinación y escepticismo; los otros, simplemente lo toleraban.
Tenía don de palabra, sin duda. Cantaba, improvisaba décimas, invocaba a Bolívar como quien invoca a un santo laico. Se creía —y muchos lo creyeron— una reencarnación de Zamora, o de algún sargento anónimo de la independencia. Su lectura, aunque superficial, de Venezuela Heroica y La libertadora del Libertador le servía de muletilla para justificar cualquier arrebato. Lo suyo no era la ideología, sino el espectáculo. Hablaba como predicador de favela, con la pasión de los iluminados y la lógica de los brujos.
Una noche, en una reunión informal de oficiales de alto rango, mientras se servía ron y chicharrones en el Casino de Oficiales, el general de brigada Manuel Raúl Marrero —veterano del 23 de enero y hombre de pocas palabras— dejó caer una advertencia, casi entre dientes:
—Ojo con ese Chávez. Ese muchacho no es tonto. Tiene el verbo del agitador y la astucia del resentido. Si lo dejamos crecer dentro de la Fuerza Armada, un día va a prender fuego en los cuarteles... y no con armas, sino con palabras.
Otro coronel se rió, como quien espanta una mosca.
—¿Ese zambito de Barinas? ¡Bah! Solo le gusta oírse hablar…
Pero Marrero insistió:
—Y eso es lo peligroso. Los jóvenes lo escuchan. Lo admiran. No lo subestimen. Chávez no es el típico ambicioso: es el tipo de fanático que cree tener una misión. Y esos son los peores.
Nadie tomó notas esa noche. Nadie lo reportó. Pero la frase quedó resonando, como un silbido apenas perceptible antes del vendaval.
Años después, cuando las cámaras mostraron al teniente coronel Hugo Chávez rindiéndose por televisión después del fallido golpe de Estado de 1992, más de uno recordó aquella advertencia con un escalofrío en la espalda.
Capítulo 3: La noche de los tenientes
El 4 de febrero de 1992, a las cuatro y cuarenta y cinco de la madrugada, Venezuela despertó sobresaltada por una explosión que no venía del cielo sino de los cuarteles. Las noticias eran fragmentarias, los rumores caóticos. Tanques en las calles, tiroteos cerca del Palacio de Miraflores, militares enfrentados entre sí. Algunos creían que se trataba de una invasión. Otros, de una guerra civil. La verdad era más absurda y más peligrosa: un grupo de tenientes coroneles había decidido derrocar al presidente constitucional en nombre de una revolución que aún no tenía nombre, pero ya tenía un rostro.
El rostro era el de Hugo Rafael Chávez Frías.
Era todavía un oficial intermedio, sin mando real, sin tropas numerosas, sin programa político concreto. Pero tenía algo más eficaz que todo eso: ambición y rabia.
Desde hacía años, Chávez había gestado, en secreto, un movimiento dentro de las Fuerzas Armadas: el MBR-200, Movimiento Bolivariano Revolucionario 200, una logia más que un partido, una hermandad de jóvenes militares convencidos de que la democracia representativa era una fachada de corrupción. Se reunían en secreto, leían a Bolívar como si fuera un evangelio, y planeaban, con mapas escolares y rifles viejos, el gran zarpazo.
Carlos Andrés Pérez, el presidente en ejercicio, no era inocente. Su segundo mandato había empezado con un giro impopular hacia el liberalismo económico, presionado por el FMI. Privatizaciones, ajustes fiscales, subida de tarifas. El país, mal acostumbrado al despilfarro, reaccionó con furia. Tres años antes, en 1989, había estallado el Caracazo, una revuelta espontánea reprimida con balas, represión y muertos que nunca fueron contados del todo.
Aquella herida, mal cerrada, fue la coartada perfecta de los golpistas.
Esa madrugada, los insurgentes tomaron tanques, rodearon instalaciones militares, ocuparon canales de televisión. Su plan era coordinado, pero mal ejecutado. Mientras en Maracaibo y Valencia algunas guarniciones caían, en Caracas el presidente se salvó por minutos. A las 2:00 a. m. había salido del Palacio en un vehículo blindado, escoltado, sin mirar atrás.
Chávez, refugiado en el Museo Militar —una ironía del destino— supo que su plan había fracasado. Los civiles que esperaban su llegada al poder, aquellos conspiradores de salón que imaginaban una Venezuela sin partidos, no aparecieron. Las tropas más leales al régimen cerraron las vías. El golpe estaba cercado.
Entonces vino el momento más inverosímil y, al mismo tiempo, más trascendental.
Se le permitió hablar en televisión.
Sí, el cabecilla de la insurrección, con el uniforme planchado y la cara de derrota, apareció en cadena nacional, bajo vigilancia, y pronunció la frase que lo convertiría en leyenda:
—Por ahora, los objetivos no han sido logrados...
Ese “por ahora” fue una descarga eléctrica en la psiquis nacional. No sonó a rendición, sino a promesa. No marcó el fin del golpe, sino el inicio de una narrativa. Desde ese instante, para millones de venezolanos, Chávez dejó de ser un traidor a la patria y pasó a convertirse en mártir, en alternativa, en el vengador de los pobres.
Lo encarcelaron. Lo enjuiciaron. Pero no lo silenciaron. Luego vendría el sobreseimiento del presidente Caldera, una suerte de reconocimiento implícito del valor político que tuvo aquella intentona golpista para allanar el camino a su segunda presidencia.
En Yare, donde cumplía condena, recibía a periodistas, dictaba arengas, escribía cartas. El reo se volvió celebridad. Su uniforme de presidiario era una sotana revolucionaria. Su celda, un cuartel simbólico. Su silencio oficial, una estridencia que retumbaba en cada barrio, en cada comedor popular, en cada guarnición mal pagada.
Carlos Andrés Pérez, en cambio, fue destituido poco después por el Congreso por “corrupción administrativa”. Incurrió en un acto de gobierno necesario: había desviado fondos de la partida secreta para apoyar la democracia en Nicaragua. Un presidente democrático derrocado por la vía legal. Un golpista encarcelado que se volvía profeta.
La democracia, con todos sus defectos, se había salvado por un pelo. Pero en el corazón del pueblo, ya comenzaba a germinar la idea de que los tanques podían ser más eficaces que las urnas.
Y en esa fantasía romántica, en ese “por ahora” repetido como una oración, se incubaba el futuro dictador.
Y el país que miraba azorado al golpista, comenzó a verlo como alternativa.
Capítulo 4: El emisario del trópico
En Yare, bajo el sol pegajoso de ese pueblo encerrado entre cerros y cañaverales, el teniente coronel cumplía una condena plácida, acompañado de sus cómplices. No fue un preso más, sino un huésped incómodo del sistema. Mientras los tribunales decidían su destino, él tejía su leyenda.
Aquel amanecer lluvioso de mayo, cuando el agua caía a cántaros sobre los techos oxidados de Caracas como si el cielo también se hubiese hartado del país, el comandante despertaba con la resaca espesa de una noche de excesos. El delirio había sido compartido con una periodista insolente y perspicaz, de esas que saben disfrazar el bisturí con sonrisas dulces y caricias calculadas. Decía venir de una revista internacional de renombre, financiada —aunque ella nunca lo admitiera— por uno de esos viejos oligarcas caraqueños que aún no sabían que su mundo se había extinguido.
El pretexto era una entrevista. La intención: arrancarle al comandante, entre halagos y sudores, las razones verdaderas del alzamiento militar contra Carlos Andrés Pérez. La periodista quería escribir el reportaje de su vida. Él, sin embargo, intuía que solo buscaba una historia con olor a pólvora, sudor y sangre. Y por eso habló. Habló con esa mezcla de lujuria e ideología que lo poseía cuando sentía que lo escuchaban de verdad.
Fue en medio de ese sopor posterior, mientras su cuerpo aún olía a aguardiente barato y loción femenina, que le anunciaron la visita de un tal Maduro.
—¿Quién demonios es ese? —preguntó desde el baño, espumoso y desnudo, echándose agua helada a modo de “ducha de vaquero”—. ¡Que se siente ahí y no joda mucho!
El visitante obedeció. Era un hombre larguirucho, de movimientos lentos, casi coreografiados por el desconcierto, con bigote de chofer sindicalista y ojos de vaca perpleja. Había sido enviado por La Habana —eso bastaba para ser admitido—, aunque el comandante sospechaba que detrás de ese encargo venía alguna maniobra de Fidel. Siempre Fidel. Siempre calculando.
Cuando por fin apareció, toalla al hombro y el pecho al aire, el comandante lo miró con su media sonrisa cínica:
—¡Ah, bigote! Te he visto antes en un periódico. ¿No estuviste metido en un peo de armas, un asalto a un banco?
El otro, encogiéndose de hombros como quien ya no niega lo que no puede explicar, respondió con voz grave:
—Eran otros tiempos, mi comandante. Vengo de parte de Fidel. Traigo gente. Gente útil para su causa.
Chávez lo escrutó con esa mirada que lo había hecho temido desde los patios de Fuerte Tiuna. En silencio, lo desnudó mentalmente: lento, torpe, obediente. Este tipo no aguanta una ráfaga, pensó. Pero los cubanos no enviaban piezas inútiles.
—No debe ser difícil para la policía dar contigo —ironizó, aludiendo a la corpulencia y al paso pesado del mensajero.
Maduro sonrió sin rubor:
—Tengo mis habilidades, mi comandante. No todo es velocidad.
La habitación estaba plagada de bustos de Bolívar, retratos con ojos desorbitados, mapas de la Gran Colombia y pequeñas reliquias de las guerras de independencia. Chávez, en sus horas íntimas, hablaba con los próceres como si fuesen compañeros de armas. Aquella obsesión, que para los suyos era genio y para los otros pura locura, era precisamente lo que La Habana deseaba exacerbar. Lo sabían: el comandante no podía resistirse al espejismo de la gloria.
Maduro traía instrucciones claras: alimentar el mito, halagar la grandeza, ofrecer ayuda técnica bajo la forma de devoción ideológica. Pero el comandante, astuto como los curas viejos, no se dejaba hipnotizar tan fácilmente. Observaba cada gesto, cada palabra, cada omisión de su visitante, como si lo pesara en una balanza invisible.
Y aunque lo consideraba inferior, intuyó algo útil en esa torpeza. Los líderes brillantes eran peligrosos. Los mediocres, manejables.
—Te voy a dar una tarea, bigote —dijo finalizando la mañana, entregándole unas hojas manchadas de café—. Léelo con calma. Esto es lo que viene.
Maduro leyó en voz baja:
“1. Si fracasa la vía armada, conquistar el poder por la vía electoral.
2. Control absoluto de la Fuerza Armada, del poder judicial y del CNE.
3. Hegemonía comunicacional. Ni una emisora sin supervisión.”
Guardó los papeles con torpeza.
Antes de irse, anunció:
—La próxima vez le presento a dos camaradas. Los hermanos Rodríguez. Jorge y Betty. Los hijos del mártir aquel, asesinado por la Disip. Le quieren conocer.
—¿Ah, los del secuestro del gringo? —preguntó Chávez, levantando una ceja—. ¿Y qué saben hacer esos bichos?
—Conspirar, mi comandante —respondió Maduro, ahora con un rastro de malicia que le hizo ganar, por primera vez, un gesto de interés genuino de su superior.
Y así, bajo esa lluvia interminable de mayo, entre los restos de una noche libidinosa y las telarañas de una conspiración en marcha, comenzaba a forjarse no una república, sino un régimen. No un gobierno, sino una maquinaria. Y en su engranaje más opaco, el rostro bovino de Maduro ya empezaba a encajar.
Capítulo 5: El Mesías en campaña
Venezuela, cansada de promesas vacías, de escuelas sin pupitres y hospitales sin gasas, aún esperaba al salvador, al caudillo nuevo que viniera a barrer con la decadencia. Y Chávez, como un hábil encantador de serpientes, supo encarnar ese mito.
Fue en el año 1998 cuando Hugo Chávez Frías, el mismo cadete bocón que interrumpía clases en Fuerte Tiuna y que había salido de la cárcel amnistiado por un gobierno débil, decidió conquistar el poder no por la vía de las armas —todavía chamuscadas por el fracaso— sino por el voto popular. No tuvo que esforzarse demasiado. El país, harto de promesas incumplidas, veía en él un redentor.
Los partidos tradicionales, Acción Democrática y Copei, dos columnas desvencijadas de la vieja democracia representativa, ya no contaban con el fervor de las masas. Estaban podridos por dentro, y olían a rancio. Bastó que Chávez recorriera el país, con su verbo incendiario y sus anécdotas de cuartel, para que los sectores populares —olvidados, maltratados, burlados— le dieran su bendición.
Iba de pueblo en pueblo, enfundado en su camisa roja, con un crucifijo en una mano y un retrato de Bolívar en la otra. Prometía refundar la república, castigar a los corruptos, llevar médicos a los cerros, acabar con el hambre y la desigualdad. Pero no hablaba de economía ni de instituciones, sino de traiciones, de héroes y traidores, de independencia y traición, de patria y antipatria. Su discurso era un mito con botas.
Una tarde, tras un mitin encendido en la plaza Bolívar de Barinas, se sentó en el borde de una tarima improvisada junto a Francisco Arias Cárdenas, entonces su aliado electoral. El calor era infernal, pero Chávez estaba exultante. La multitud aún coreaba su nombre a lo lejos.
—¿Viste, Pancho? —dijo mientras se secaba el sudor con un pañuelo raído—. Esta gente está sedienta de fe. No quieren ideas, quieren redención.
Arias lo miró en silencio.
—¿Y tú crees que estás dándoles eso?
—Yo les doy lo que necesitan creer —respondió Chávez, sin titubeos—. Les hablo de dignidad, de justicia, de patria. Pero la verdad, Pancho, es que el pueblo es como arcilla. Uno le da forma con el verbo. Son nobles, sí, pero tan manipulables...
Arias tragó en seco. Quiso responder, pero Chávez ya seguía hablando:
—Hay que aprovechar esa nobleza. Si no lo hacemos nosotros, lo harán otros. Esta es la oportunidad de borrar del mapa a los adecos, a los copeyanos, a toda esa burguesía que se ha repartido al país. ¿Democracia? Eso es un teatro. Vamos a mentirles si hace falta. Hablaremos de unidad, de nueva república, de Constitución, pero en el fondo, el proyecto es hegemónico. Y será para siempre.
Arias no dijo nada. Esa noche, al llegar a su hotel, escribió en su libreta de campaña: "Hugo está convencido de que puede salvar al país, pero ya no sé si entiende la diferencia entre salvarlo y someterlo."
Años más tarde, en una entrevista concedida al diario El Nacional, cuando ya era adversario del chavismo, Arias recordó aquella conversación:
“Ese día me di cuenta de que Hugo estaba decidido a todo. No le importaba mentir ni manipular. Lo suyo era una cruzada, sí, pero sin límites. Y eso, para mí, fue una señal de alarma.”
Los marginados, los ignorantes, los que nunca habían sido escuchados por los partidos tradicionales, lo adoptaron como símbolo. Chávez, el Comandante, les prometía independencia y libertad. Pero detrás de esas palabras —tan seductoras como vacías— se ocultaban otros designios: sumisión a La Habana, adoración al marxismo más vetusto, destrucción de la república liberal que, con todos sus defectos, al menos había conocido alternancia, instituciones, y alguna forma de civilidad. Y peor aún, se escondía una espantosa corrupción y criminalidad oficial.
El día de las elecciones, diciembre del 98, el resultado fue contundente. Una mayoría abrumadora le entregó el poder con una mezcla de esperanza, temor y deseo de revancha. Había nacido, por voluntad popular, el Comandante Presidente.
Y allí, en la cima del poder, comenzó a girar la brújula hacia el Caribe.
Capítulo 6: El abrazo del Comandante
En La Habana lo esperaban con los brazos abiertos. Fidel Castro, viejo zorro del comunismo tropical, supo ver en ese militar díscolo al discípulo ideal. No era un burgués arrepentido ni un marxista de biblioteca. Era un hombre del llano, de origen humilde, con verbo fácil y alma de cruzado. Exactamente el tipo de figura que podía perpetuar, fuera de Cuba, la llama moribunda de la revolución.
El encuentro fue casi litúrgico. Fidel, ya avejentado pero aún astuto, lo condujo a su despacho como quien recibe a un hijo pródigo. Allí, a puerta cerrada, sin testigos, se fraguó el pacto.
—Te felicito, Hugo. Has hecho lo que nosotros no pudimos —dijo Fidel, encendiendo su tabaco—. Llegaste al poder sin disparar un tiro. El pueblo te aclamó. Eso tiene más fuerza que cualquier asalto al cuartel.
Chávez asintió, conmovido. Llevaba días esperando ese reconocimiento.
—Pero no creas que eso basta —prosiguió el Comandante—. El enemigo está en todas partes. Las instituciones burguesas son como una camisa de fuerza. Tú has ganado la presidencia, sí, pero eso es apenas la entrada. Ahora hay que desmontar el Estado desde adentro, pieza por pieza. No puedes entregar el poder, ni confiar en las reglas que ellos escribieron. Si lo haces, te devoran.
—Entiendo, Fidel —respondió Chávez, grave—. Pero hay muchas resistencias. La Iglesia, los medios, los empresarios...
—Por eso necesitas control total. Medios, Fuerza Armada, justicia, petróleo. Todo. El poder no se comparte, Hugo. Se ejerce. La democracia, como ellos la entienden, es una trampa.
Fidel se levantó con dificultad y fue hasta una vitrina. Extrajo un sobre y se lo entregó.
—Aquí tienes los nombres de quienes te van a proteger. El G2. Nuestro mejor servicio de inteligencia. Ellos cuidarán de ti como me cuidaron a mí. Y también los médicos: vendrán nuestros mejores galenos. No puedes darte el lujo de caer enfermo sin tenerlos cerca.
Chávez abrió el sobre y lo miró en silencio. Sabía que ese gesto era algo más que un favor: era la promesa de lealtad eterna, pero también el inicio de una tutela.
—Tienes una ventaja que yo nunca tuve —continuó Fidel—: el petróleo. Esa riqueza, bien usada, es más poderosa que cien divisiones. Con ella alimentarás al pueblo, comprarás aliados, financiarás tu revolución y exportarás tu modelo. Mientras fluya el crudo, fluirá la historia contigo.
—¿Y el ejército? —preguntó Chávez, aún con cierta desconfianza.
—Formaremos una nueva doctrina —respondió Fidel sin titubeos—. Una Fuerza Armada Bolivariana, patriótica, revolucionaria, leal al proceso. Nosotros te ayudaremos a limpiar mandos, a sembrar ideología, a crear una nueva casta militar que piense como tú.
Se abrazaron, se juraron lealtad. Y de ese abrazo, nació un pacto que cambiaría la historia contemporánea de América Latina.
A partir de entonces, Venezuela se convirtió en la caja fuerte de la revolución cubana. Barcos repletos de petróleo cruzaban el mar rumbo a la isla, a cambio de médicos, entrenadores, asesores de inteligencia y, sobre todo, doctrina. Las instituciones venezolanas, minadas por dentro, empezaron a parecerse cada vez más a las de la isla: obedientes, verticales, sin contrapesos.
Chávez adoptó el léxico cubano: hablaba de revolución, de bloqueo, de imperio, de batalla de ideas. Inventó misiones sociales con nombres redentores: Barrio Adentro, Robinson, Mercal. Pero tras esa fachada de justicia social, avanzaba otro proceso más sutil y siniestro: la toma del poder absoluto.
En nombre del pueblo, eliminó los equilibrios republicanos, sometió al Parlamento, a los jueces, a la prensa. Desdibujó la democracia desde adentro, con el apoyo entusiasta de los suyos y la pasividad de los otros. Fidel, desde La Habana, observaba con orgullo a su nuevo pupilo: el bolivariano tropical que, sin disparar un solo tiro, logró lo que él nunca consiguió con su ejército rebelde: someter a todo un país por aclamación popular.
Así comenzó la larga noche revolucionaria. Una noche que aún no termina.
Capítulo 7: Constitución bajo la lluvia
La noche del 15 de diciembre de 1999, mientras Hugo Chávez celebraba ante las cámaras la aprobación de su nueva Constitución, una lluvia pertinaz, obstinada, comenzaba a devorar las montañas del litoral central. El Comandante, enfático, inflamado, hablaba desde el balcón del pueblo sobre el nacimiento de la Quinta República, el renacer de la patria, la refundación moral de Venezuela. Afuera, en Vargas, se abrían los cerros como vientres podridos.
La nueva Carta Magna —forjada por una Asamblea Constituyente elegida a dedo, dominada por aduladores y juristas obedientes— era, más que un instrumento legal, un manifiesto. Chávez la llamó “la mejor del mundo”. Tenía más derechos que obligaciones, más promesas que límites, más emociones que técnica. Permitía la reelección, autorizaba la reconfiguración de los poderes públicos, disolvía el viejo Senado, y creaba nuevas figuras como el “poder moral” y el “poder electoral”, que no tardarían en volverse apéndices del Ejecutivo.
Era una Constitución a su imagen y semejanza: expansiva, teatral, populista. Decía hablar en nombre del pueblo, pero le daba al líder la capacidad de interpretarlo, de encarnarlo. No era una ley para todos, sino un traje a medida del nuevo Mesías.
Mientras los seguidores del proceso bolivariano coreaban consignas frente al Palacio de Miraflores, en Macuto, en Carmen de Uria, en Los Corales, las casas comenzaban a deslizarse montaña abajo como si fueran de papel mojado. Los ríos, antes apacibles, se convirtieron en torrentes de barro, piedras y cadáveres.
Vargas, que alguna vez fue el estado de las playas luminosas y los hoteles frente al mar Caribe, quedó convertido en un cementerio fangoso. Miles de personas murieron, aunque nunca se supo cuántas. La cifra oficial fue un misterio celosamente guardado, como los secretos de Estado. No hubo luto nacional. No hubo duelo oficial. Solo silencio, improvisación y propaganda.
Chávez tardó en ir. Y cuando fue, no lloró. No pidió perdón. No declaró emergencia constitucional. No ordenó evacuaciones masivas ni reconstrucciones rápidas. Lo que hizo fue decretar que aquella tragedia era producto de la ira de la naturaleza... y, de forma velada, una advertencia divina contra los enemigos de la revolución.
La ayuda internacional, que llegó en aviones desde Europa y barcos desde Estados Unidos, fue recibida con frialdad y sospecha. Cuba, en cambio, envió médicos, ingenieros, “voluntarios” con acento de La Habana que no solo curaban heridas, sino que recolectaban datos, registraban nombres, se infiltraban en comunidades enteras. Fue en Vargas donde comenzó a esbozarse el modelo cubano aplicado al desastre: control social bajo el disfraz de asistencia humanitaria.
La Constitución, recién aprobada, no se estrenó con un acto cívico sino con una calamidad. El país, en vez de avanzar, retrocedía entre escombros. Y sin embargo, la narrativa oficial ya estaba instalada: el pueblo había hablado, la historia comenzaba de nuevo, y lo que parecía tragedia, en realidad era sacrificio necesario.
El poder, como un barro espeso, comenzaba a cubrirlo todo.
Capítulo 8: Abundancia de promesas, escasez de todo
La paradoja era tan visible como brutal: Venezuela, sentada sobre las mayores reservas de petróleo del planeta, comenzaba a vivir como un país sin pan ni papel higiénico. Aquel socialismo del siglo XXI, que prometía plenitud, soberanía alimentaria, vida digna, se transformaba poco a poco en una danza de colas, anaqueles vacíos y billetes sin valor.
Todo había comenzado, como casi todo en la revolución bolivariana, con un decreto. Un día cualquiera, desde su programa dominical Aló Presidente, Chávez anunció que se fijarían los precios de los alimentos básicos: la leche, el arroz, el azúcar, el pollo, la carne. Nadie parecía preguntarse qué pasaba cuando un gobierno fijaba precios por decreto y no por mercado. Nadie —al menos públicamente— advirtió que si al productor se le paga menos de lo que cuesta producir, simplemente deja de producir.
Las fábricas comenzaron a cerrar. Los ganaderos vendieron sus rebaños. Los agricultores, desalentados por la ruina, abandonaron las tierras. Pero Chávez tenía otra solución: importar.
Importar a mansalva.
Con los precios del petróleo por encima de los cien dólares el barril, el país se dio el lujo de convertirse en un gran puerto de entrada: llegaban barcos de arroz desde Uruguay, caraotas de Nicaragua, carne de Brasil, leche en polvo de Argentina. Las cajas se apilaban en los galpones de PDVAL y Mercal como si fueran tesoros nacionales. Muchos se perdían en el camino. Otros se vencían antes de ser distribuidos. La corrupción, como una termita insaciable, comenzó a roer desde dentro el milagro bolivariano.
El Estado lo controlaba todo. Pero no lo administraba: lo devoraba.
La inflación, al principio disimulada con aumentos salariales y bonos populistas, pronto comenzó a desbordar cualquier plan. El bolívar fuerte, así bautizado con orgullo patriótico, se convirtió en un papel mojado. Para evitar el colapso, se impuso un control de cambio: una danza de dólares preferenciales que solo los amigos del poder sabían cómo conseguir. Nació así la figura del empresario revolucionario, una nueva élite que hacía fortuna con importaciones ficticias y dólares subsidiados.
El país se dividió en dos: los que tenían acceso al dólar oficial y los que no. Los primeros vivían como príncipes tropicales; los segundos, como mendigos en su propia tierra.
Los anaqueles empezaron a vaciarse. Primero fue el café. Luego el azúcar. Después el aceite. Y un día, como si fuera un chiste cruel, desapareció el papel higiénico. La escasez ya no era un rumor: era el nuevo rostro de la revolución.
Pero Chávez, fiel a su estilo, nunca aceptó responsabilidad. La culpa era del imperio, de la oligarquía, de los empresarios especuladores, de una “guerra económica” que solo él parecía entender. Denunciaba complots invisibles mientras firmaba expropiaciones reales. Tomó fábricas, galpones, hatos, supermercados. Todo lo que tocaba, lo volvía improductivo.
Y el pueblo, aturdido, aún lo aplaudía.
Porque mientras la nevera se vaciaba, el televisor escupía consignas. Mientras los hospitales colapsaban, llegaban misiones con batas blancas y diplomas cubanos. Mientras el sueldo no alcanzaba, se inventaban bonos, becas, bolsas CLAP, subsidios. Se empobrecía con carisma.
Era un colapso disfrazado de epopeya.
La economía venezolana, sin diversificación, sin inversión privada, sin instituciones creíbles, empezó a parecerse a un barril sin fondo. Pero como el petróleo seguía fluyendo, nadie —ni dentro ni fuera del país— se atrevía a declarar la alarma. Era más cómodo creer que aquello era una tormenta pasajera, y no la antesala del desastre.
El Comandante, por su parte, seguía hablando. Cada domingo, durante horas, relataba un país que ya no existía.
Pero debajo de ese monólogo interminable, el edificio comenzaba a resquebrajarse.
Solo una diputada de la oposición, Maria Corina Machado, de las pocas que no temían la aplanadora roja ni los insultos orquestados desde el palco oficial, le gritó ladrón en pleno Hemiciclo, denunciando las expropiaciones arbitrarias y sin compensación con las que el comandante convertía el país en un feudo de mendigos. Por aquel gesto de valentía, la mujer recibiría su castigo: una golpiza cobarde de manos de esbirros parlamentarios, mientras las cámaras registraban el bochorno.
Capítulo 9: La renuncia que no fue
Aquella mañana de abril en Caracas olía a plomo y a incertidumbre. Era el 11 de abril de 2002, y el país entero se estremecía con una tensión que no venía de los discursos ni de los tanques, sino de algo más invisible y más feroz: la fractura moral de una nación que había dejado de reconocerse a sí misma.
Desde las primeras horas del día, una multitud inmensa —la más grande que se recordará por décadas— había comenzado a agolparse en las avenidas de la capital. Venían de todos lados: del este, del oeste, de los cerros y del llano. Muchos llevaban banderas. Otros, pancartas. Algunos, apenas la rabia contenida de tres años de insultos, expropiaciones y cadenas obligadas. El grito era uno solo: ¡Chávez, vete ya!
El gobierno, atrapado en su soberbia y su paranoia, respondió con la estrategia del matón: desplegó francotiradores, activó a los colectivos, permitió —o tal vez ordenó— que se disparara contra la muchedumbre desarmada. En el centro de Caracas, entre la avenida Baralt y los alrededores del Puente Llaguno, la sangre comenzó a correr con la urgencia del miedo.
En medio de aquella marea humana, Ignacio avanzaba con paso firme por la avenida Bolívar. Había dejado su oficina después de una noche insomne y sentía que algo irreversible se estaba gestando. De pronto, recibió una llamada desde su casa. Era su hermana. Le hablaba con la voz entrecortada, suplicándole que regresara. En la pantalla del televisor, le decía, aparecían imágenes divididas: de un lado, una cadena nacional del presidente; del otro, el horror de la masacre. “Por Dios, Ignacio, vuelve ya”, le dijo.
No tenía vocación de héroe. Dudó. Y decidió volver sobre sus pasos. En ese instante, por la avenida Baralt, irrumpieron dos tanquetas de la Policía Metropolitana. La multitud estalló en aplausos, aún creyendo que aquellas máquinas acorazadas podían protegerlos del fuego asesino. Ignacio se encontró con dos amigos y siguieron juntos. Mientras retrocedían, vieron a decenas de personas que aún llegaban, desinformadas, buscando sumarse a la marcha. Entonces la vio: una mujer joven, decidida, que avanzaba tomada de la mano de sus dos hijos pequeños.
Intentó disuadirla. “¡Están disparando contra la gente! ¡Regrese, por favor, esto es una locura!” La mujer lo miró fijo, sin detener el paso, y le respondió con una serenidad aterradora:
—No importa si debemos morir. Ese canalla tiene que irse.
Fue entonces cuando Ignacio supo que ya no había marcha atrás. Que el país había cruzado un umbral peligroso donde la indignación podía más que el miedo.
Esa noche, Venezuela no era una república, sino un campo de guerra sin uniforme.
En Miraflores, el comandante, en cadena nacional, con el rostro desencajado, ya no hablaba como un libertador sino como un rehén de su propio sueño.
El Alto Mando Militar, hasta entonces obediente, entró en crisis. Lo conminaron a renunciar. Le dijeron que el país no resistiría otra noche de muertos, que la FAN no podía sostener su imagen con cadáveres de civiles en las pantallas. Él, sorprendido por la velocidad de los acontecimientos, aceptó salir, con la única condición de no aparecer como un cobarde.
—No renuncio, pero me entrego —dijo.
A las pocas horas, en cadena nacional, un general de mirada esquiva y voz ceremonial —el general en jefe Lucas Rincón— apareció para hablarle al país. Sus palabras, leídas como quien recita una fórmula diplomática envenenada, quedaron grabadas en la memoria colectiva:
—“Se le solicitó al señor presidente de la República la renuncia de su cargo, la cual aceptó.”
Una frase corta, pero devastadora. Ambigua en su estructura, definitiva en su intención. No decía que había renunciado, sino que se le había solicitado la renuncia. Y que la había aceptado. Pero nadie mostró un papel, una firma, ni una declaración de Chávez. Aquel anuncio se convirtió en el símbolo de un país suspendido entre la verdad y la mentira.
Aquella frase, ambigua como toda mentira útil, se convirtió en el corazón del relato bolivariano. No había renuncia, pero tampoco gobierno. Chávez fue conducido a Fuerte Tiuna, luego a La Orchila, escoltado por militares que no sabían si eran custodios o cómplices. En las calles, la oposición celebraba. En los palacios, la oligarquía reciclada ya repartía cargos y diseñaba gabinetes. Pedro Carmona, el empresario más visible del momento, asumía la presidencia con la torpeza de quien se cree Churchill cuando apenas ha sido gerente de Fedecámaras.
Y ahí comenzó el verdadero desastre.
En vez de convocar al diálogo, Carmona disolvió los poderes, anuló la Constitución del 99, y formó un gobierno provisional integrado por exministros, banqueros y figuras grises que no representaban a nadie más que a sí mismos. La transición soñada se volvió usurpación. La oportunidad histórica, un golpe blando de derecha con olor a restauración.
Los días siguientes fueron de vértigo. Las barriadas, aquellas que aún veneraban al comandante como si fuera un nuevo Cristo criollo, bajaron de los cerros. Las tropas leales comenzaron a moverse. La figura de Chávez, que horas antes era la de un autócrata acorralado, se transfiguró en mártir. El régimen, contra toda lógica, volvía a ser revolución.
En la madrugada del 14 de abril, como en una mala obra de teatro que repone a su protagonista después de matar al doble, Chávez regresó.
Regresó en helicóptero. Regresó con su uniforme planchado, su sonrisa de redentor y una Biblia diminuta en la mano, que agitó frente a las cámaras con ese gesto teatral que tantos confundieron con fe.
—Yo no he renunciado jamás, ni lo haré. Estoy vivo, y vuelvo para quedarme —dijo.
Y se quedó.
El mito creció. La leyenda se selló. Sus seguidores lo compararon con Perón, con Bolívar, con Cristo. Sus enemigos se atragantaban con la certeza de haber fracasado justo cuando estaban a punto de ganar. Venezuela, que había acariciado por horas la posibilidad de sacudirse al caudillo por medios insólitos, despertaba de nuevo bajo su sombra, ahora más grande, más feroz, más rencorosa.
Porque Chávez aprendió la lección: al enemigo no se le da tregua. Se le extermina.
Y desde ese momento, el comandante dejó de coquetear con la democracia. A partir del 11 de abril, su revolución se volvió venganza.
Capítulo 10: El caudillo regresa para quedarse
Si el 11 de abril fue el bautismo de sangre del chavismo, el 14 fue su transfiguración. El comandante no solo volvió al poder: volvió como si hubiese descendido de una cruz invisible, resucitado por mandato del pueblo y con la bendición de Fidel. Fue, a partir de entonces, más que presidente: fue símbolo. Y eso, en América Latina, siempre ha sido más peligroso que el poder mismo.
Chávez entendió enseguida que no podía permitir una segunda humillación. Aquel amago de renuncia —ambigua, pactada, jamás escrita— había revelado la fragilidad de su liderazgo. Si quería eternizarse en el poder, no podía seguir confiando en las formas democráticas, ni en los hombres que llevaban charreteras, ni en los pactos. Solo podía confiar en el miedo, la fidelidad ciega y la obediencia.
La depuración comenzó en silencio, con listas. En las Fuerzas Armadas, los oficiales que dudaron, que permitieron su salida, que no dispararon por él, fueron jubilados, relegados o exiliados. En su lugar, ascendieron los obedientes, los aduladores, los conversos. Nació una nueva casta militar: la del “soldado bolivariano”, con uniforme verde oliva, léxico marxista y cuentas bancarias que crecían al ritmo de su lealtad.
El comandante no solo reconstruyó la cadena de mando: la reinventó. Creó milicias paralelas, reforzó los colectivos armados, y comenzó a convertir la FAN en una extensión ideológica de su persona. La revolución ya no necesitaba soldados: necesitaba devotos con fusil.
En paralelo, se gestó la hegemonía comunicacional. El 27 de mayo de 2007, el régimen se negó a renovar la concesión a RCTV, el canal más antiguo del país, acusado de apoyar el “golpe de abril”. Fue un ensayo general. Pronto vendrían leyes, censuras, compras forzadas de medios, y un nuevo paisaje audiovisual: noticieros coreografiados, aplausos enlatados, presentadores que repetían como loros los discursos del comandante. Nació Telesur, no como medio sino como ministerio de propaganda con acento latinoamericano.
Chávez sabía que un país se domina no solo desde los cuarteles, sino también desde los televisores.
Pero su táctica más eficaz fue simbólica. Convirtió el relato de su retorno en un evangelio. Él no había vuelto por la fuerza: había sido traído por el pueblo, rescatado de las garras de una oligarquía traidora que pretendió abolir la revolución en 48 horas. Esa historia —falsa pero eficaz— se repitió en escuelas, en actos, en libros de texto, en paredes. El 13 de abril se celebró como el “Día de la dignidad nacional”. A los caídos, los suyos, les llamó mártires. A los otros, saboteadores.
Aquel segundo período, entre 2003 y 2006, fue la etapa más consolidada del chavismo: petróleo a 100 dólares el barril, popularidad aún intacta, oposición desorganizada y legitimidad revestida con votos. Pero lo que se cocinaba no era un proyecto de justicia social: era un sistema de control.
El Registro Electoral fue intervenido, el Tribunal Supremo domesticado, el CNE convertido en una oficina satelital del PSUV. Se instaló el sistema de “misiones”, programas sociales manejados directamente desde el Ejecutivo, sin contraloría ni institucionalidad. Los beneficiarios, agradecidos, eran inducidos a votar por el comandante. Voto y bolsa, voto y medicina, voto y techo.
A los pobres no se les dio poder: se les dio dependencia.
Y detrás de todo, como un ventrílocuo silencioso, estaba Cuba.
Fidel Castro comprendió mejor que nadie la oportunidad que le brindaba ese teniente coronel emocionado con Bolívar y resentido con la democracia liberal. Lo colmó de médicos, asesores, agentes, maestros, militares. A cambio, obtuvo petróleo. Pero no solo eso. Obtuvo algo más preciado: el alma de un país.
La revolución bolivariana se convirtió, poco a poco, en una prolongación del castrismo: tropical, mediática, clientelar. Una dictadura con urnas, una democracia con tanques. El socialismo del siglo XXI no era ni socialismo ni del siglo XXI. Era la restauración del caudillo latinoamericano, con uniforme de campaña y Constitución bajo el brazo.
Y Chávez, que sabía cómo cautivar a las masas y aplastar a sus enemigos, lo hizo posible. Porque regresó, sí, pero no para gobernar.
Regresó para no irse jamás.
Comentarios
Publicar un comentario