¡No fue una moto, fue un perro!





No estudié Derecho apenas me gradué de bachiller. Durante mis años en el Liceo Caracas, una psicóloga orientaba a los estudiantes para elegir entre Ciencias y Humanidades. Recuerdo que me sugirió optar por una carrera técnica, basándose en que supuestamente tenía inclinación por las matemáticas y que me aburría la lectura. A la larga, descubriría que estaba completamente equivocada. Confié en esa orientación, así que cuando me gradué de bachiller en Ciencias, decidí, sin una vocación real, estudiar ingeniería. Lo hice más por complacer a mi padre, quien veía con buenos ojos que estudiara una carrera militar o, en su defecto, ingeniería. Sin embargo, la vida castrense no me atraía en absoluto. Para mí, aquello no era una profesión, sino una especie de religión o secta, y creo que no estaba muy errado.

En aquellos tiempos, los jóvenes solíamos tomar en cuenta la opinión de los padres al decidir qué estudiar. Yo sentía un gran respeto por mi padre, y esa deferencia influyó mucho en mi decisión. Sin embargo, ahora, mirando hacia atrás, entiendo que fue un error. Hoy día, muchos jóvenes consideran una estupidez pedir consejo a los padres sobre su futuro profesional, pero para mí, en ese momento, era lo más natural.

Comencé mis estudios de ingeniería en la Universidad Central de Venezuela (UCV). Paralelamente, practicaba natación y Taekwondo, un deporte que estaba ganando popularidad en la universidad. Sin embargo, mi desorientación no era solo académica; también era deportiva. Mientras la "Geometría Descriptiva" me parecía una materia infame, los ejercicios de calentamiento del Taekwondo no me resultaban menos tortuosos.

Por entonces vivía en un edificio ubicado en la esquina de San Luis, en la avenida Fuerzas Armadas, en San José. Una noche lluviosa, bajé a comprar pan para la cena. Al cruzar corriendo la avenida para evitar mojarme, tropecé con un perro callejero inmenso que también corría por la acera. Caí aparatosamente al piso, mientras el perro apenas se quejó. Regresé a casa sin pan y con una pierna fracturada. Esa misma noche, en el Hospital Vargas, que por entonces funcionaba de manera eficiente, me enyesaron la pierna.

La inmovilización no melló mi pasión estudiantil. Con muletas y tomando taxis, seguía asistiendo a clases. Sin embargo, para evitar las burlas, cambié la historia del accidente: el perro se convirtió en una moto. Este percance marcó el principio del fin para mi aventura en la ingeniería y también en el Taekwondo.

Recuerdo especialmente una clase de "Geometría Descriptiva" con el profesor Harry Osers. Era un maestro reconocido y respetado. Estábamos en un gran salón, y él explicaba con paciencia los misterios de las paralelas y los planos inclinados. De repente, alguien lanzó un huevo contra el pizarrón. Sin inmutarse, el profesor recogió sus cosas y se retiró del salón. Yo también me retiré, pero para siempre. En ese momento comprendí que había equivocado mi elección de carrera.

Con la incertidumbre de no saber qué haría, las circunstancias mismas me llevaron a dar un giro de 180 grados. Decidí estudiar Derecho, y allí encontré mi verdadera pasión. En la facultad, descubrí mi interés por la literatura y los valores humanos. Hoy, ya en la vejez, también descubrí mi pasión por el tenis, aunque me resigno a que nunca pasaré de la sexta categoría.

El Derecho es una carrera hermosa, pero solo en un país donde exista un verdadero "Estado de Derecho". En el nuestro, eso es una caricatura. Ejercer la profesión en Venezuela se ha vuelto humillante. Los tribunales funcionan como mercados, donde las sentencias se compran o dependen de influencias políticas. Recuerdo que hace unos 20 años, el diputado chavista William Ojeda fue encarcelado durante varios años por denunciar la corrupción judicial en su libro Cuánto vale un juez. En aquel entonces, la corrupción era incipiente. Hoy, los funcionarios judiciales exigen abiertamente sus coimas, sin el menor rubor, llamándolas incluso “tarifas” con una desfachatez inaudita.

A veces pienso que debo agradecerle al perro aquel tropiezo. Si no hubiera sido por él, quizá nunca habría encontrado mi camino. Curiosamente, hoy muchos de nosotros pensamos que los verdaderos “animales”, en el sentido vulgar de la palabra, son los motorizados. Cada vez que los vemos desfilar en masa por las autopistas en horas pico, no podemos evitar pensar en cómo se han convertido en una verdadera plaga. Pero esa, sin duda, es otra historia.







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