Crónica de José Ignacio Cabrujas
El país según Cabrujas
por José Ignacio Cabrujas
por José Ignacio Cabrujas
“Habría sido una desconcertante novedad, señor
Presidente, descubrirlo a usted asesinado, en la madrugada del 4 de febrero. Se
lo dice un necesitado de fe. Ya era patética e incluso un tanto descolocada su
figura, frente aquella pared de líneas blancas, revelándonos a los atónicos
venezolanos de tan menguado momento, un agobiante bochorno ante lo sucedido y
comentándonos, no tanto el golpe, para que usted vea lo que son las cosas, sino
el trasnocho del presidente Bush o el bondadoso corazón de Salinas de Gortari.
Menos que un hombre respondiendo a un peligro, explicándonos una encrucijada,
lo percibí increíble, carreñamente avergonzado ante el qué dirán del mundo,
oprimido por la sensación de ridículo internacional que en ese momento parecía
cernirse sobre su imagen de gran demócrata latinoamericano. Pero la buena
educación es libre y ante lo que usted sentía en la oficina del señor Cisneros,
convertida en bunker por obra y gracia del albur, es mejor guardar silencio, no
vaya uno a meterse en lo íntimo, que es peor que lo ajeno.
Poco pueblo hubo esa madrugada, señor Presidente, no
me lo negará usted. Nada que ver con mi memoria de aquellos días durante la
asonada de Castro León hace treinta y tantos años, cuando tanta gente fue a matarse
a las puertas de Miraflores. Entonces, la democracia era una razón de vida y no
este apoyo desganado, extraído con cuentagotas. Al borde de la indiferencia.
Ciertamente, se movilizaron sus colegas de Colombia y México y eso los honra
sólo en la medida del no faltaba más. Caminó el señor Bush del dormitorio al
teléfono con prisa de sincero doliente. Hubo adhesiones de Felipe González en
nombre del gobierno español y hasta una llamada del mismísimo Mitterrand
sumamente meritoria si se toma en cuenta que en hora parecida, el presidente de
Francia se negó a discar el teléfono para expresarle su solidaridad a Gorbachov
cuando en Moscú se vivía el mismo trance. Lástima que por el contrario no se
haya visto una pancarta venezolana ni una voz simple defendiendo el sistema y
sus bondades. Luz afuera, y oscuridad en casa. ¿Sería la hora?
Al mediodía, convertida la insurrección en tiroteos
menores, decidió usted, en uso de sus atributos, suspender las garantías
constitucionales, incluida aquella que se refiere a la libre expresión del
pensamiento. Tal vez incurro aquí en la violación de ese decreto,
minuciosamente defendido por el Ministro de Información con argumentos dignos
de mejor causa, pero espero no ofenderlo si le digo que ahora no sé vivir sin
poner en el papel lo que me cruza por la cabeza haya o no garantías. Para mí se
trata de escribir lo que siento o decir moderaciones. Y no resisto la sensación
de convertirme en trasto aun a riesgo de indignar a algunos.
Desde luego, señor Presidente, que un cuartelazo me
parecerá siempre una mala noticia. No es lo que deseo para los míos. Nunca he
creído demasiado en la “obediencia” de los militares ni en el celibato de los
curas, para serle franco. Los órganos son para usarlos: el cerebro y el otro.
Por el contrario, creo que este país ganaría mucho, si tenientes, capitanes y
generales pudiesen expresar libremente sus convicciones y sus críticas, en
lugar de murmurar pesadeces en los clubes de oficiales. Demasiado dinero nos
cuesta un coronel como para tener que oírlo bajito. Que “obediencia” sea en
este caso un sinónimo de “disciplina”, es otra cosa. Allí no me meto, puesto
que jamás he entendido la felicidad castrense. Pero verlos entrar a Miraflores
a cañonazos o saber que dispararon a matar en La Casona, me parece una
barbaridad injustificable sobre todo por lo que tenía de previsible si da de
creerle uno al general Peñaloza o al otro que intervenía teléfonos desde la
DIM, según es fama. Entiendo entonces que un golpe militar, en un país donde
cien años de historia se arreglaron a cachuchazos, continúe siendo la peor de
nuestras amenazas. Pero no la única, señor Presidente. Desde luego, no la
única.
Golpistas ha habido aquí muchos a lo largo de estos
treinta y cuatro años de gobiernos democráticos. Golpistas, sin ir más lejos,
fue el señor Lusinchi cuando toleró y se hizo cómplice de un estado general de
ilegalidad, expresado en robos al tesoro público y en abusos de todo orden.
Quién sabe si en este caso la diferencia favorece al teniente coronel Chávez
Frías, quien, por decir lo menos, tuvo la rudeza de asumir sus
responsabilidades y decir yo fui. Golpistas son las ausencias de la Corte
Suprema de Justicia, incapaz de sancionar ningún delito que vaya más allá de
los veinte mil bolívares. Golpistas son los ricachones que expatriaron sus
capitales convertidos en dólares, cuando vino la mala y el país era menos. Y
pare usted de contar, porque es noticia diaria ante el venezolano más
desprevenido, que la nación ha vivido desde el primer gobierno suyo hasta la
madrugada de las tanquetas, miles de subversiones que constituyen un estado
general de opinión, o lo que es peor, de resignada opinión, de idiota opinión.
Fastídiele o no, Presidente, la verdad es que el orden legal en Venezuela es
una farsa y que el horrible espectáculo que damos al mundo, aquel que debería avergonzarnos,
más que las tribulaciones del señor Bush, o los desvelos de Gaviria, es la
convicción plena, inconmovible, de que en este país de jueces sobornados y
escándalos cotidianos, no se castiga al corrupto, ni a quien abusa del
poder, ni a quien medra prevalido del poder. Las cárceles venezolanas están
llenas de indigentes o de bolsas arrestados por la DEA. El resto es entelequia.
Y quiero creer, en nombre del respeto humano, que usted lo sabe cuando menos tanto
como yo o como Juan Liscano o como el doctor Uslar a quien por cierto un
energúmeno que tenemos de diplomático en el Ecuador acaba de acusar de
“camaleón” para vergüenza de los quiteños, ahora que andamos tan preocupados
por la imagen.
Por eso, señor Presidente, sorprende que la primera
reacción del Ministro de la Defensa y de los sempiternos capitostes de Acción
Democrática, por no hablar de algunos animadores lisonjeros, sea esta insólita
afirmación de que las raíces del golpe hay que encontrarlas en un clima de
pesimismo instalado en el país, quién sabe si como cosa de magia, o de simple
maldad de la gente, por quienes se niegan a formar parte de la coral: “Cantemos
al futuro promisor”. Sería la prensa, o las declaraciones que se han hecho
acerca de la incompetencia del Poder Judicial, o las denuncias de centenares de
fraudes, o el disentimiento ante una política que ha acorralado en la casilla
de la pobreza al ochenta por ciento de los venezolanos, quienes hemos
propiciado esta asonada. La solución según el general Ochoa Antich, no es otra
que un acto reflexivo capaz de poner coto a esa “campaña en contra de las
diferentes autoridades del país”. Entiendo que es difícil discutir con el
Ministro de la Defensa, por las limitaciones señaladas al principio de este
artículo. Pero, ¿qué hay de la campaña que las distintas autoridades tienen en
contra del país? ¿Qué hay de estos gloriosos exiliados en Miami? ¿Cómo y de qué
manera podemos recordar ahora sus palabras, señor Presidente, en defensa de uno
de los jefes de seguridad de Miraflores, cuando usted aseveró ante el país y
sin que le quedara nada por dentro, que el señor García era incapaz de negociar
una navajita? ¿No supimos cuarenta y ocho horas después de tan desafortunada
declaración que se trataba nada menos que del presidente de la Margold, socio y
curruña de la pintoresca Gardenia? ¿Cómo puede usted asegurar sin ofendernos el
cerebro que durante su gobierno no ha habido casos de corrupción? ¿De dónde
viene esa rayita, ese borrón y cuenta nueva? ¿O es que acaso el ex presidente
Lusinchi, no es un caso de corrupción de su gobierno y del próximo gobierno,
hasta que no sepamos a ciencia cierta cuál era su exacta responsabilidad en
tanto bochorno?
Así, señor Presidente, no es fácil convocar al
optimismo. Créame, con toda honradez, que soy el primero en desear esa
confianza, en necesitar de esa fe. Pero no se ama a esta patria, y asumo la
palabra con todas sus consecuencias, decretando pajaritos, ni llamando a una
concordia gratuita, como si nada hubiese sucedido. Suelo pensar en mis hijos,
cada vez que estos bochornos suceden, señor Presidente, simplemente porque no
les deseo un país estúpido. No se escribe la historia en tiempo futuro. Se
escribe, casi siempre en pasado, como todo lo que se aprende.
Por eso, no vacilo en declarar mi absoluta y
emocionada admiración por el discurso que el doctor Caldera pronunció en el
Congreso, una hora después de la intentona. Eso fue hablar claro y derecho y no
pasar por mentecato. Pocas veces en mi vida he visto y oído a un dirigente
político venezolano interpretar con tanto acierto la sensibilidad de un
acontecimiento, y me atrevo a escribirlo con la paz de conciencia que me da
haber adversado casi sistemáticamente las posiciones del doctor Caldera ante su
partido en estos últimos años. No era lo fundamental, desde luego, discernir si
el golpe de Estado era un magnicidio comprobado, o no. Un levantamiento militar
es cualquier cosa, entre ellas, la concreta posibilidad de asesinar a un
presidente o al loro de La Casona, de haberlo. Lo importante, lo desgarrador en
las palabras de Rafael Caldera, era su indignación ante el “bosque de manos”
con el que se pretendía celebrar un decreto que no es otra cosa sino la
consecuencia automática de una emergencia. Se entiende que el Presidente
suspenda las garantías después de un episodio destinado a liquidar su gobierno.
Lo que no se entiende, ni se entenderá jamás, es ese ridículo y mediocre papel
de nuestros congresistas, dispuestos a repetir como autómatas programadas hace
34 años que la aventura del batallón Chirinos no tiene asidero en la realidad,
o a reafirmar “con prisa de notarios” para utilizar una redonda expresión de
Domingo Alberto Rangel, la urgente necesidad de no discutir, de no hablar ni
decir una palabra, de salir de carrerita frente a veinte millones de
venezolanos perplejos que en ese momento queríamos sentirnos representados,
después de los tremendos sucesos que acabábamos de vivir. Que esto sea un
Congreso, que alguien como Morales Bello decida en este país la oportunidad de
la palabra, debería ser la primera de nuestras reflexiones, porque la jornada,
para decirlo con el lenguaje del cine, era un verdadero primer plano, una
oportunidad única, irrepetible, frente a millones de personas, que ese día y a
esa hora querían hablar de política, (¡quién lo diría!) esa hermosa palabra que
se ha ido diluyendo, de tanto tener que ver con el leguleyo de Acción
Democrática.
Después habló ¿Rodríguez Iturbe se llama? Y fue la
tristeza, el anticlímax, la Orestíada socialcristiana convertida en sainete.
Consigno mi respeto por Hilarión Cardozo y por el inolvidable gesto del
representante de la Causa R. Demostraron estar vivos.
Ahora, señor Presidente, le confieso un miedo. Digo
yo, en mi ignorancia, que este golpe no me cabe en la cabeza, si debo
identificarlo o reducirlo al gesto de unos tenientes. Después de todo, Rambo es
una ficción estúpida, un oportunismo de Hollywood. No se cancela el asunto
diciendo que de aquí al tercer milenio, Venezuela no volverá a vivir esa
madrugada. Eso es bravata y usted lo sabe mejor que nadie. La democracia es una
manera y no un objetivo. Siglos atrás, en la historia de Francia, Luis XI se
hizo famoso por decir que el único sentido real de un gobernante era garantizar
que los ciudadanos pudiesen comer pollo tres veces al día. Sobra aclarar que en
ese tiempo, comer pollo era un privilegio de señores. Pero descartando el
simplismo, macroeconomía menos, macroeconomía más, no ha habido mejor expresión
del bienestar humano, que esa simpleza monárquica. No tanto por las proteínas
del pollo, quién sabe si discutibles, sino por la condición igualitaria,
democrática, cultural, de unas pechugas y unos muslos capaces de abarcar la
sociedad. El resto, Presidente, es una colección de principios retóricos,
demasiado incumplidos en el país que hemos hecho. Tengo la sensación, o quizás
deseo tenerla, de que en lo sucesivo, esta tanqueta que humilló el portón de
Miraflores, será un convidado ineludible en nuestra historia, un precedente
instalado en la conciencia, torpe, ayatolesco, burdo, pero desgraciadamente
apoyado en una verdad como una casa. Quítele los cañones. Quítele la violencia.
Quítele el dolor de los muertos. Quítele el incumplimiento de un mandato
jurado. Quítele la simpleza. Transfórmelo en un comentario del oficial Chávez,
algo dicho en un pasillo de Miraflores al oído del Presidente, como un simple
acto de fe. Quítele la retórica de sexto grado, la simplificación del Golfo, el
patriotismo enervado, nervioso, visceral.
¿No es lo que todos los días escucho en la calle,
señor Presidente?
¿No se parece al pueblo? “
Domingo 9 de febrero de 1992
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