El Gran Café se niega a morir
Caracas, en su tiempo, tuvo su propio Café de la Rotonde. En la antigua calle Real de Sabana Grande, sobrevive el legendario Gran Café. Un ícono de la ciudad que, según la leyenda, inició con Henri Charrière, conocido como Papillon, un fugitivo de la colonia penal francesa de Cayena. Tras atravesar Colombia, Papillon llegó a Venezuela, y en Caracas encontró la inspiración para fundar un café con aires parisinos, dejando una huella imborrable en la historia de la ciudad.
Los lugares pertenecen a quienes los recuerdan, aquellos que, con fervor, han logrado salvarlos del olvido. El sol del mediodía ilumina el bulevar de Sabana Grande. Unos mesoneros esparcen las cenizas de un cliente habitual bajo la sombra de un árbol frente al Gran Café, en una ceremonia tan peculiar como conmovedora. Se llamaba Paul, profesor de filosofía en la Universidad Central de Venezuela, y durante su último año de jubilación, fue un visitante fiel, todas las tardes, hasta el día en que un infarto lo detuvo. Su último deseo: reposar eternamente en el Gran Café. Norberto Naranjo, uno de los mesoneros del lugar, comenta: “Son varios los que han pedido que los incineren y los esparzan aquí. Yo les riego café, tal como les gustaba tomarlo”.
Con el paso de los años, el Gran Café continuó su andanza sin Papillon. Aunque fue buen vividor, fracasó como comerciante y acabó vendiendo el café a unos italianos. Ellos también, ante la dificultad de mantener el negocio, lo vendieron a unos portugueses, quienes, con dedicación y tradición familiar, lo han conservado por más de cuarenta años.
En su época dorada, el Gran Café fue el punto de encuentro de una Caracas vibrante. Personas de todas las clases sociales se mezclaban en su terraza para disfrutar de las tardes de la capital, donde el aroma del café recién molido llenaba el aire. Músicos improvisaban boleros o versiones de éxitos de rock mientras los clientes saboreaban un clubhouse o el famoso sándwich cubano. El lugar se llenaba al punto de vender hasta 5.000 cafés en una tarde. Era un refugio bohemio, frecuentado por intelectuales, pintores, poetas y políticos, muchos de ellos figuras de renombre.
“Esto era lo máximo. ¿Quién no pasó por aquí para tomar un café?”, comenta orgulloso Norberto Naranjo, quien ha pasado toda su vida trabajando en Sabana Grande. Las sillas de aluminio del Gran Café han albergado desde Perón hasta Pérez Jiménez, desde Renny Ottolina hasta Christian Dior. Escritores como Julio Cortázar, Gabriel García Márquez y Carlos Fuentes, junto a venezolanos como Francisco Massiani, Oswaldo Trejo y Adriano González León, eran parte de la clientela habitual. Incluso artistas como Yordano, Franco de Vita e Ilan Chester pasaron por allí, antes de ser famosos, tocando y pidiendo ayuda en los años 80.
Con el paso del tiempo, Sabana Grande, como todo en la vida, cambió. El bullicio del comercio y la llegada del Metro transformaron el paisaje. Los bohemios se fueron, las aceras se llenaron de vendedores ambulantes, y la esencia del lugar empezó a desvanecerse. De ser un lugar exclusivo, Sabana Grande se convirtió en un espacio masificado, aunque no sin perder por completo su carácter nostálgico.
El declive se acentuó en 2006, cuando la llegada de los buhoneros convirtió la zona en un caos. La delincuencia y los problemas de salubridad crecieron a tal punto que, en 2011, el gobierno intervino, renovando el bulevar. Pero el cambio no fue del todo bien recibido. El Gran Café tuvo que adaptarse: su emblemático letrero estilo Broadway desapareció, junto con su terraza parisina. Las 50 mesas de mármol fueron reemplazadas por 12 mesas de plástico, y el negocio, aunque aún en pie, ya no es lo que solía ser.
“Nos obligaron a cambiar la fachada, quitar el letrero y hasta la taza gigante que teníamos en la entrada”, lamenta Martín de Sousa, actual gerente del café. La llegada de las invasiones y la construcción de edificios de la Misión Vivienda marcaron otro golpe. “Sabana Grande se convirtió en el patio de esos edificios”, comenta, preocupado, Norberto. Las tazas y platos desaparecieron, reemplazados por desechables, robados por gente que jamás había estado en un bulevar.
El Gran Café sigue resistiendo, aunque su entorno sea caótico. Bandas de niños, delincuencia desenfrenada y robos constantes forman parte de la rutina nocturna. “Después de las 8 de la noche, esto es una guillotina”, confiesa Gabriel, quien trabaja en el café desde hace cuatro años. A pesar de los problemas, para muchos, el Gran Café sigue siendo su vida. Norberto, con orgullo, dice que cuando muera quiere ser enterrado con su uniforme del café. Para él, este lugar es su casa.
El futuro del Gran Café es incierto. “Queremos seguir, pero todo tiene un límite”, admite el gerente. La nostalgia que despierta en sus empleados y clientes es poderosa, pero los tiempos han cambiado. Sin embargo, como un fiero sobreviviente, el Gran Café se niega a desaparecer. Un lugar que, aunque agonizante, sigue siendo parte del alma de Sabana Grande y de quienes lo recuerdan.
Demasiadas inexactitudes
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