¡Adiós Venezuela, adiós!



¡Adiós Venezuela, adiós!

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¡Adiós, Venezuela, adiós!

El montaje, con un humor refrescante, contó con la brillante participación de Laureano Márquez y la exquisita música de Maríaca Semprún. Sin embargo, fue Leonardo Padrón quien, con su poderosa interpretación, trajo el momento más solemne de la noche. Leyó su emblemático relato, ese que capturaba el drama existencial que todos los venezolanos enfrentamos hoy: la angustia de decidir si quedarse o partir. La cruda realidad de una Venezuela sumida en el hambre, el desabastecimiento y la violencia, parece que llegó para quedarse bajo la sombra de esta “revolución”. Padrón, en su prosa melancólica, llamó a Venezuela La Casa Grande, describiendo con dolor la diáspora y relatando los sufrimientos más atroces de aquellos que han soportado vejámenes, torturas, cárcel e incluso la muerte a manos de los esbirros del régimen.

Su narrativa épica hacía aún más dramática la decisión que muchos hemos tomado, alejándonos para no arriesgar nuestras vidas en el hundimiento de este Titanic. Nosotros, los que huimos a tiempo del holocausto criollo.

No logré quedarme hasta el final del evento, retrasado por las mismas razones que me habían hecho llegar tarde. Me consolé al recordar que ya había leído su libro de crónicas y la pieza “La Casa Grande” en su blog. Pero una idea persistente me rondaba: ¿qué motivo sería lo suficientemente poderoso para quedarme, inerte como los músicos del barco, frente a los tiburones? O tal vez lo más sensato sería correr hacia las últimas balsas disponibles.

Me vi entonces haciendo un inventario de lo que extrañaría de Caracas, intentando convencerme de no quemar las naves, de no marcharme para siempre. Pero, ¿qué queda de la Caracas que una vez amé? Prácticamente nada. El Ávila sigue ahí, sí, aunque ahora lo llaman Waraira Repano, pero ni siquiera es la misma gente la que sube a Sabas Nieves. El ambiente es otro, el aire distinto. No sé si es el peso aplastante de la crisis o si simplemente somos otros, cambiados por la vorágine que ha desmoronado el espíritu de esta ciudad.

Mis hijos se fueron hace tiempo. Mi hija menor solo espera un semestre más para culminar sus estudios y también marcharse. De los amigos, solo Josete y Gorki permanecen cerca. Los demás partieron cuando vieron venir el tsunami rojito, y algunos desaparecieron cuando me alejé del sistema financiero. O tal vez murieron, o se sumieron en el silencio.

He hecho nuevos amigos jugando tenis, pero son amistades que perdurarán mientras el deporte sea el vínculo.

Entonces, ¿qué me ata aún a La Casa Grande? ¿Será ese arraigo profundo a la tierra que me vio nacer? Creo que esa casa grande ya no existe. Fue derribada por la nefasta revolución. Venezuela ya no es la del Arauca vibrador. Se fueron las garzas, se marchitaron las rosas, y se esfumó la espuma de los ríos. El bravo pueblo se quedó entre la apatía de la cuarta república y la mentira de la quinta. Ya no hay nada que me ate a esta Venezuela en ruinas.

Algún día, espero, los venezolanos de bien se librarán de este yugo fascista y rescatarán algo de lo que fuimos. Pero cuando ese día llegue, probablemente yo ya no estaré en condiciones de ayudar. Aun así, desde la distancia, desde mis libros, mi blog y las redes, seguiré brindando mi apoyo. Aunque esté lejos, mi corazón estará siempre con mi país.


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