En honor a Carlos



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Prólogo

La vida se construye de vínculos que nos marcan de forma indeleble, y entre ellos, la hermandad es uno de los lazos más profundos y complejos. En estas páginas, Oliver nos abre la puerta a sus recuerdos, invitándonos a conocer a Carlos, su hermano, cuya vida estuvo llena de rebeldía, aventuras, y un corazón que latía con coraje y amor. Desde sus primeras travesuras en la infancia hasta su trágico final en un sistema de salud desbordado por la crisis, Carlos personifica las contradicciones de un país y de la familia que lo habitaba.

El relato nos sumerge en escenas que van desde lo inocente hasta lo heroico, pasando por las sombras de la adultez y los sinsabores que marcan la existencia. Carlos, quien fue un pilar para Oliver en los momentos más difíciles, dejó un vacío que trasciende la muerte, recordándonos que los hermanos no solo comparten la sangre, sino también los silencios y las despedidas.

Este prólogo es una invitación a leer con el corazón abierto, a conocer a Carlos a través de los ojos de quien lo amó y lo admiró, y a entender cómo la memoria y la pérdida se entrelazan para construir una narrativa de amor, dolor, y reconciliación.


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¿Quién fue Carlos?

“La amistad de los hermanos es la verdadera amistad, la que no falta cuando tus amigos te olvidan”



Oliver nos recrea momentos de su infancia al lado de su hermano Carlos, quien falleciera la fría madrugada del domingo 16 de octubre de 2016, en la emergencia de un hospital caraqueño víctima de una infame conjunción de negligencias medicas e institucionales, que sumadas a la grave escasez de medicinas en Venezuela, hicieron fatal un rutinario tratamiento terapéutico de la diabetes millitus.

Nos cuenta que su díscolo hermano estudió junto a otro “Carlos”, el célebre Ilich Ramirez Sánchez, “El Chacal”, en la Escuela Nacional Guzmán Blanco, ubicada en el bloque uno de El Silencio, Caracas, con quien jugaba al beisbol en los patios de esa conocida escuela y según le relataba su hermano, Ilich era pésimo jugador con el guante y un gran hablador de pendejadas.

Nos dice que Carlos, su hermano, fue un enfant terrible, que en una ocasión ante la virtual reprobación del año escolar por su bajo rendimiento, no tuvo mejor ocurrencia que cometer un delito de adolecente, ingresar subrepticiamente a la Escuela un domingo -vivían muy cerca de las instalaciones escolares en el sector El Calvario- para destruir todas las boletas de calificación que guardaba su maestro en un armario, como si con ello desaparecería la evidencia de su fracaso.

Oliver incurrió aquí en la primera infamia de su vida, que no había contado a nadie -nos dice- Ayudó a su hermano a escalar el muro que separaba la calle de la escuela, colocándose de pedestal para apurar el acto de mala conducta que su hermano se traía entre manos y al cual acompañó por “inocente solidaridad infantil.”

Pero allí no terminó la travesura de su hermano una vez descubierto y sancionado con expulsión de la escuela por varios días. Debía acompañar a la bedel a su casa para llevarle la comunicación a sus padres conminándoles a presentarse en el colegio. Condujo a la inocente señora por unos escabrosos caminos a una vieja casa abandonada que presentó como la suya, donde ante la falta de respuesta al toque de la puerta, la bedel metió por la rendija la carta de sanción. De este episodio Oliver no recuerda el desenlace. Supone que Carlos volvió a los días a continuar sus estudios puesto que finalmente culminó su primaria en esa escuela.

Siempre vio en su hermano Carlos al héroe, ya que era quien enfrentaba valientemente a los malhechores de la cuadra y a los más grandulones del colegio cuando a Oliver le hacían bullying.

Nos recrea un momento de mucho valor de Carlos cuando en el velódromo Teo Capriles de Montalbán, recriminó a unos sifrinitos jugadores de hockey  sobre grama que a la salida mostraban como una gracia sus penes a las muchachas que pasaban cerca. Los enfrentó inerme. Era un grupo de jóvenes desadaptados que blandían amenazantes sus palos de hockey. La valiente actitud de Carlos los intimidó y los muchachos optaron por huir en sus motos.

Lo recuerda también como el galán de los hermanos, quien como el dicho “se quitaba las chicas a sombrerazos”. Oliver nos cuenta que le correspondió servir de consuelo a varias de estas chicas que su hermano desatendía por andar con sus compinches tomando cervezas.

Sus últimos años, ya viejo, los pasó bregando la pensión del Seguro Social que nunca le otorgaron so pretexto de una estúpida inconsistencia burocrática; en sus tratamientos médicos para combatir la diabetes que le dejó el consumo de alcohol y acompañando a su anciana madre, ya que nunca consolidó una estable relación de pareja.

Oliver no se perdona haber estado ausente en sus momentos de agonía. Piensa que la amistad de los hermanos es la verdadera amistad, la que no falta cuando tus amigos te olvidan.

Su fallecimiento me dejó un inmenso vacío -nos confiesa-

Sus restos fueron esparcidos en el parque “El Calvario” de El Silencio, lugar que solía visitar con frecuencia a relajarse, aun viejo y enfermo y donde -Oliver recuerda- cuando chamos jugábamos incansablemente.



Tuvimos una infancia muy feliz –nos relata con nostalgia-.


Esta tragedia lo enmudece y sume en una profunda depresión que lo aparta temporalmente de la escritura y de las redes.

Agradece a sus lectores las manifestaciones de preocupación por su mutis en el medio.


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