Los hijos del mundo






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Oliver conversaba con un amigo en la entrada del aeropuerto internacional de Maiquetía. La brisa salada del Caribe apenas lograba distraerlo de su angustia.

—Siempre hablábamos de cómo Cabrujas cuestionaba el talante gitano de este país, de sus instituciones —comentó Oliver, intentando contener su frustración—. Decía que Venezuela era como un gran campamento donde la improvisación siempre estaba a la orden del día.

—Y no le faltaba razón, sobre todo en la cuarta república. ¿No te parece?

—Sí, la "cuarta", como la bautizó el "comandante supremo y galáctico" —ironizó, con una mezcla de amargura y tristeza—. En esa época todo cambiaba constantemente. No había una verdadera cultura de políticas públicas a largo plazo. Pero desde que este proyecto comunista se instaló en Miraflores, el desmadre se volvió nuestra única realidad. El malandraje, la ineptitud, la corrupción, el narcotráfico, los militares ladrones y la delincuencia tomaron el control. A mi juicio, y al de muchos, Venezuela dejó de ser un país.

Las palabras parecían pesar tanto como el equipaje que acababa de despedir. Minutos antes, bajo los colores vibrantes de la Cromointerferencia del maestro Cruz-Diez, Oliver había dicho adiós a su hija menor, la última en unirse al éxodo familiar. Ahora se quedaba solo, contemplando un futuro incierto y preguntándose si también debía "quemar las naves". Ni siquiera su fiel Yorkshire terrier había resistido la tragedia, pues la suerte de los perros en este país era tan sombría como la de sus habitantes.

A mi hija en su turno de la diáspora:

"Los hijos del mundo"

Venezuela,
Tus hijos dejaron de ser tuyos. Ahora son del mundo. Deambulan como apátridas por las calles de países prósperos que les parecen amistosos, buscando la dignidad perdida. Sus talentos, pisoteados por la ignominia de los fascistas que secuestraron su gran país.

Dos generaciones se han marchado, dejando atrás el amor a sus padres y a sus querencias. Porque sí, los jóvenes también tienen raíces, pero no podemos pedirles que se inmolen esperando que la perversidad sucumba solo ante la justicia divina.

Muchos dieron sus vidas, asesinados por la barbarie roja mientras reclamaban democracia y libertad. En esos años de crueldad oficial, se convirtieron en ejemplo para el mundo y para sus hermanos venezolanos. Hoy, sus restos yacen olvidados en la trastienda de la historia oficial.

Hoy te vas tú, mi hija menor, como hace siete años se fue tu hermana. Partes con los mismos temores, pero también con la misma ilusión de un mundo mejor. Para quienes apenas conocieron esta devastada patria, cualquier otra sociedad será el paraíso.

Dejas un padre golpeado por dos décadas de infamia comunista, un hombre que no sabe si volverá a verte. La edad y las penas han minado mi espíritu de guerrero. Como todos los padres que despedimos a nuestros hijos bajo la obra de Cruz-Diez, celebro con lágrimas en los ojos: lágrimas de alivio porque estarás a salvo del infierno venezolano, y lágrimas de tristeza porque temo que este sea un adiós definitivo.




















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