"Los hábitats del adiós"



Prólogo

Oliver siempre había sido un hombre paciente, observador, y, hasta cierto punto, optimista. Pero en los últimos años, esa paciencia había sido puesta a prueba una y otra vez por la realidad de un país que, ante sus ojos, se desmoronaba. Venezuela, aquella tierra que alguna vez fue su hogar, ahora se le antojaba un escenario de cine distópico, donde las esperanzas se desvanecían entre escenas de caos político y social, dirigidas por un destino cruel y absurdo. Cada día, los titulares de las noticias le recordaban que su tierra natal ya no era la misma. Como si todo fuera parte de una película imposible de comprender, una obra perturbadora cuyo guion era demasiado oscuro incluso para los estándares de Tarantino o Kubrick.

Sin embargo, había algo más profundo que carcomía a Oliver: la ausencia. No solo de la estabilidad de su país, sino también de su hija Oriana. Desde que ella había partido a Argentina en busca de un futuro que Venezuela le negó, la habitación que dejó atrás se convirtió en un símbolo del vacío que sentía. Cada rincón de ese espacio, decorado con esmero por su ex esposa, le recordaba lo que había perdido: el color azul índigo de las paredes, las fotos de Nueva York, el póster de The Beatles, y ese perro de peluche, siempre mirando hacia la puerta como esperando el imposible regreso de su ama.

Atrapado entre la nostalgia por su hija y el deber de cuidar a su madre, Rosa, cuya senilidad avanzaba sin pausa, Oliver decidió que ya no podía seguir esperando que las cosas mejoraran. Vendió sus viejas raquetas, empacó su vida en maletas, y con los documentos necesarios en mano, se dispuso a buscar un nuevo comienzo, lejos de la Caracas que tanto amaba y detestaba a partes iguales.

Ahora, mientras preparaba su partida hacia Argentina, se preguntaba si la tierra de "buenos aires" realmente le ofrecería una tregua o si, como tantas veces antes, los vientos cambiarían de dirección y lo llevarían por un camino igualmente incierto. Con una sonrisa amarga en los labios, se prometió que al menos lo intentaría, aunque fuera solo por un tiempo.


Oliver se esforzaba por comprender el drama de una sociedad crispada, desgarrada por los fracasos tanto del gobierno como de la oposición. Observaba con una mezcla de tristeza y resignación cómo el país, sumido en el desconcierto, parecía moverse al ritmo de un guion absurdo, como si estuviera dirigido por cineastas de historias perturbadoras e incomprensibles, al estilo de Quentin Tarantino o Stanley Kubrick. Las noticias diarias parecían salidas de una película surrealista, más difíciles de digerir con cada día que pasaba.

Con frecuencia, su mente volvía a la habitación vacía que su hija Oriana había dejado atrás cuando decidió irse a las pampas argentinas, en busca de un futuro que Venezuela ya no podía ofrecerle. La desazón y la incertidumbre por lo que vendría la habían impulsado a partir, justo cuando el país empezaba a mostrar señales inequívocas de caos y hambruna inminente.

Oriana había dado sus primeros pasos en el periodismo en un diario centenario que, aunque alguna vez fue respetado, ahora había caído bajo el yugo chavista. Ubicado en la esquina de Plaza España, en la avenida Urdaneta, aquel periódico alguna vez había sido un bastión de la prensa libre. Oliver pensó con amargura: "Qué lástima", muchos periodistas en la "cuarta república" soñaban con formar parte de un medio de renombre como "El Universal". Hoy, ni siquiera los recién graduados encontraban aliciente en lo que quedaba de aquel otrora prestigioso diario.

El cuarto solitario, que su ex esposa había decorado con esmero un año antes de la partida de Oriana, era un espacio cargado de nostalgia. La pared del fondo, pintada de un azul índigo profundo, estaba adornada simétricamente con dos fotos de Nueva York: una del puente de Brooklyn y otra del bullicioso Times Square. Ambas imágenes flanqueaban un póster alargado en vinilo de The Beatles, dándole al espacio una sensación de equilibrio entre lo moderno y lo clásico. En la pared blanca del frente, una foto en sepia de la Torre Eiffel se destacaba, y justo debajo, colgado con precisión, un televisor de plasma de 32 pulgadas que no se había vuelto a encender desde la partida de Oriana. A un lado, la mesa que sostenía la computadora Apple parecía un vestigio del pasado, atrapada en una pausa indefinida. La cama matrimonial, con sus sábanas aún ordenadas, albergaba un gran peluche de un perro de orejas caídas, mirando hacia la puerta como si esperara, pacientemente, el regreso de su dueña.

Ese vacío, esa sensación de orfandad, había acompañado a Oliver por casi un año. Entre las miserias cotidianas de una Caracas cada vez más inhóspita, se aferraba a la esperanza de encontrar una solución para su madre, Rosa, quien, sumida en una avanzada senilidad, necesitaba cuidados que la ciudad ya no podía ofrecer. Buscó refugio en la rutina, pero la carga de la responsabilidad era agobiante. Finalmente, decidió que era hora de marcharse. Empacó sus maletas, vendió sus viejas raquetas de tenis y apostilló sus antecedentes penales, preparándose para lo que vendría.

Se dijo a sí mismo que disfrutaría al menos un par de meses de descanso mientras gestionaba su DNI, un respiro antes de descubrir qué nuevo camino laboral podría seguir en aquella tierra de vientos inquietos. Con una sonrisa irónica pensó: "Ya veremos si estos aires merecen realmente el nombre de 'Buenos'".


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