El luto inexorable




Perder una patria no es algo que se acepte de inmediato. La negación y la resistencia son instintos naturales; nos aferramos a lo que conocimos, a lo que creímos inquebrantable. Sin embargo, llega un punto en que debemos confrontar la realidad: lo que amamos, lo que alguna vez fue nuestro hogar, ya no existe. Se ha desvanecido entre el caos, la violencia, y la traición. No queda más que ruinas, un país que agoniza y que arrastra consigo a quienes no han podido, o no han querido, escapar de su destino.

Este relato es un viaje personal a través de esa pérdida. No solo de un territorio, sino de un sentido de pertenencia, de identidad, de la esperanza de que lo que fuimos pueda algún día regresar. La vida en una nación herida es un constante enfrentamiento con los espectros del pasado, con la nostalgia de lo que se ha perdido y la desesperación de saber que quizás nunca lo recuperaremos.

El autor de estas líneas no pretende ofrecer respuestas ni consuelo fácil. Las lágrimas ya han sido derramadas, los gritos ahogados. Lo que queda es la reflexión de quien ha visto cómo se desvanece su país ante sus ojos, cómo los sueños de libertad se convierten en polvo, y cómo las luchas del ayer, aunque dignas, se vuelven inútiles frente a una realidad implacable.

A través de sus palabras, se nos invita a mirar el hundimiento desde dentro, a entender las razones por las que algunos prefieren sumirse en la negación, mientras otros, más conscientes del destino, buscan una tabla en medio del naufragio. Este relato no es solo una crónica del dolor, sino una invitación a pensar en la elección que todos enfrentamos: ¿Nos hundimos con el barco o nos aferramos a la vida, incluso si eso significa aceptar que lo hemos perdido todo?

La decisión es suya.





Toda pérdida de un ser querido es un luto ineludible, una herida que debemos sobrellevar y sanar para seguir adelante. Si no lo hacemos, nos convertimos en espectros, incapaces de avanzar. Lo mismo sucede cuando se desintegra un hogar, cuando un país se fractura, o cuando ocurre algo más devastador: la pérdida de una patria. Sabemos que aceptar esa pérdida es el primer y más doloroso paso, pero si nos quedamos atrapados en esa fase, nos condenamos al abismo. Es eso lo que está ocurriendo a muchos de nosotros con la pérdida de nuestro país, de nuestra patria grande. Y sí, hemos de admitir que la hemos perdido, ya sea que vivamos dentro de ese cadáver de nación o que lo miremos desde afuera.

No podemos, como los músicos del Titanic, seguir tocando violines sin cuerdas en los estertores de la tragedia, pensando que así calmaremos la tensión de una catástrofe que ya nos arrastra. Hay demasiados músicos y pasajeros en ese barco que, frente al desastre, han preferido hundirse con él. Algunos, hipnotizados por las notas sublimes que ciertos violinistas aún logran emitir, como si una deidad los poseyera. Otros, cegados por el amor y la pasión que vivieron, se hunden en la locura, incapaces de percibir la inminencia del hundimiento. Están aquellos, pobres de espíritu, que, como ratas, pelean por los restos podridos de trigo en los cuartos de máquinas, intoxicados por las letanías del capitán enfermo que los gobierna. Para ellos, el desastre es otra película, una realidad que no perciben.

Otros, paralizados por el pánico ante la magnitud del abismo y la oscuridad que se avecina, vagan en trance por sus camarotes en ruinas. Hay quienes, limitados en cuerpo y alma, no pudieron alcanzar los botes salvavidas y se aferran a la popa, rezando por un milagro. Cada quien, en este trágico teatro, ha asumido su rol con dignidad. Y es comprensible. Cada uno merece ser aplaudido por la elección que ha hecho. ¿Y usted, qué papel eligió en esta tragedia?

Yo, por mi parte, no tengo más fuerzas que para soñar, aferrado a un fragmento del mástil, a la deriva en aguas turbulentas.

No quiero ser como los cubanos, esperando 50 años una intervención salvadora que nunca llegará. Ellos, aquellos que solo tienen fe en que la providencia les mostrará una luz al final del túnel, se aferran a una esperanza inútil. Yo prefiero aceptar la realidad: hemos perdido. No deseo terminar mis días en un país en ruinas, disputado por bandas criminales y hordas de zombis famélicos, aferrados a soluciones románticas que solo tienen cabida en las mentes de soñadores ingenuos, o peor, estúpidos.

He hecho todo lo que mis fuerzas y mi edad me permitieron. Marché durante años, hasta que las bombas lacrimógenas, el zumbido de las balas y el terror estatal apagaron mi grito. Perdí amigos en esas luchas, como a Juan Pablo Pernalete. Me enfrenté al régimen con mi pluma, denunciando sus atrocidades. Vi a toda mi familia abandonar el barco a tiempo, mientras yo me quedé esperando un milagro.

Los tiempos de lucha libertaria fueron hermosos capítulos en la historia. Pero ya basta. No hay más.




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