No podemos, como los músicos del Titanic, seguir tocando violines sin cuerdas en los estertores de la tragedia, pensando que así calmaremos la tensión de una catástrofe que ya nos arrastra. Hay demasiados músicos y pasajeros en ese barco que, frente al desastre, han preferido hundirse con él. Algunos, hipnotizados por las notas sublimes que ciertos violinistas aún logran emitir, como si una deidad los poseyera. Otros, cegados por el amor y la pasión que vivieron, se hunden en la locura, incapaces de percibir la inminencia del hundimiento. Están aquellos, pobres de espíritu, que, como ratas, pelean por los restos podridos de trigo en los cuartos de máquinas, intoxicados por las letanías del capitán enfermo que los gobierna. Para ellos, el desastre es otra película, una realidad que no perciben.
Otros, paralizados por el pánico ante la magnitud del abismo y la oscuridad que se avecina, vagan en trance por sus camarotes en ruinas. Hay quienes, limitados en cuerpo y alma, no pudieron alcanzar los botes salvavidas y se aferran a la popa, rezando por un milagro. Cada quien, en este trágico teatro, ha asumido su rol con dignidad. Y es comprensible. Cada uno merece ser aplaudido por la elección que ha hecho. ¿Y usted, qué papel eligió en esta tragedia?
Yo, por mi parte, no tengo más fuerzas que para soñar, aferrado a un fragmento del mástil, a la deriva en aguas turbulentas.
No quiero ser como los cubanos, esperando 50 años una intervención salvadora que nunca llegará. Ellos, aquellos que solo tienen fe en que la providencia les mostrará una luz al final del túnel, se aferran a una esperanza inútil. Yo prefiero aceptar la realidad: hemos perdido. No deseo terminar mis días en un país en ruinas, disputado por bandas criminales y hordas de zombis famélicos, aferrados a soluciones románticas que solo tienen cabida en las mentes de soñadores ingenuos, o peor, estúpidos.
He hecho todo lo que mis fuerzas y mi edad me permitieron. Marché durante años, hasta que las bombas lacrimógenas, el zumbido de las balas y el terror estatal apagaron mi grito. Perdí amigos en esas luchas, como a Juan Pablo Pernalete. Me enfrenté al régimen con mi pluma, denunciando sus atrocidades. Vi a toda mi familia abandonar el barco a tiempo, mientras yo me quedé esperando un milagro.
Los tiempos de lucha libertaria fueron hermosos capítulos en la historia. Pero ya basta. No hay más.
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