El amor en los tiempos del odio
El amor en los tiempos del odio
Ignacio regresó a Caracas como quien vuelve de una batalla, no por haberla ganado, sino por haberse rendido. Su estancia en Maracaibo —larga, ardiente, casi alucinada— había sido un experimento fallido de renacimiento. Había huido allá con una determinación que ni él mismo se creía del todo, con la esperanza de reconstruirse entre las grietas de una ciudad que se deshacía. A los sesenta y tres años, uno ya no busca aventuras: busca treguas. Y sin embargo, allí fue a encontrarse con el calor infernal, los apagones crónicos, el desabastecimiento, las colas infinitas, los fantasmas que pululan en las noches sin luz y sin ley.
Y a pesar de todo —o quizás por todo eso— compró un apartamento. Se aferró a la idea de que esa transacción inmobiliaria podía ser su ancla. Pero la ciudad, como un animal herido, le devolvía hostilidad: filtraciones traicioneras, techos por donde el agua parecía llorar, vecinos angustiados, como Matilde.
Matilde. La arquitecta del piso de abajo. Signo Virgo. Profesión compartida con la última mujer que lo había amado, o eso había creído. De esa coincidencia nació una conversación. De la conversación, una complicidad. Y de esa complicidad, un deseo tan discreto como obstinado. Ignacio se sorprendía pensando en ella, imaginando su voz serena en medio del caos, y hasta sintiendo ternura por el pequeño Danielito, el hijo que Matilde criaba sola entre apagones, escasez y noticias de muertes impunes.
Cuando noviembre trajo un respiro —el padre de Ignacio, enfermo crónico, se estabilizó por fin—, decidió premiarse. Pensó en Los Roques como otros piensan en el más allá: un lugar etéreo, suspendido, libre del espanto cotidiano. Pero no quería ir solo. Quería compartir ese espejismo con alguien. Y Matilde, con su andar calmo y su risa contenida, era la elección evidente.
La llamó. Dudó al marcar. Y cuando ella aceptó, sin rodeos, diciendo que justo cumpliría años en la fecha propuesta, Ignacio sintió que el mundo volvía a tener sentido. Arreglaron el viaje, pactaron con los ......
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Excelente historia, triste por Ignacio, pero la mayoría de las mujeres somos tontas y volvemos a caer con ese ser que jamás cambiará.
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