Escrito en la puerta 17
Prólogo
Hay momentos en la vida en los que el suelo familiar se vuelve extraño, en los que cada rincón, antes lleno de recuerdos y significados, se tiñe de abandono y ruina. Este es el dilema de Ignacio, un hombre atrapado entre la nostalgia de un pasado que se desvanece y la cruda realidad de un presente insostenible. Venezuela, el país que lo vio nacer, se convierte en una prisión de la que escapar parece ser su única salvación.
En estas páginas, recorreremos con Ignacio los paisajes devastados de Caracas, la Isla de Margarita y Maracaibo, esos lugares que alguna vez fueron su refugio, ahora transformados en fantasmas de lo que solían ser. Con cada paso que da por las aceras inundadas de su ciudad, con cada palabra de despedida que intercambia, Ignacio no solo se enfrenta al deterioro de su patria, sino también al inevitable colapso de sus propios sueños.
Este relato es más que una crónica de un éxodo. Es el retrato de una nación deshecha por la corrupción y la incompetencia, pero también es el testimonio íntimo de un hombre que, a pesar de todo, no ha perdido su capacidad de recordar, de resistir, y de escribir. Cada vuelo que lo aleja es, al mismo tiempo, un grito de dolor y de esperanza, una carta para los que se quedan y una despedida para aquellos que, como él, han decidido irse, llevándose consigo los pedazos de un país que ya no existe.
Este relato está dedicado a las madres, a las patrias perdidas, y a los recuerdos que se resisten a desaparecer.
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Aquella primera semana de agosto, la Segunda Avenida de Santa Eduvigis ofrecía un panorama desolador. Las aguas servidas corrían libremente por ambas aceras, creando obstáculos no solo para los peatones que se veían obligados a saltar con cuidado, sino también para los conductores, quienes frenaban con la esperanza de no salpicar a las personas que se aventuraban a cruzar.
Ignacio observaba la escena con una mezcla de incredulidad y amarga ironía. “Esto sería el escenario perfecto para los entrenamientos de Yulimar Rojas”, pensó, recordando a la atleta venezolana que en ese momento arrasaba en las Olimpiadas de Tokio, rompiendo récords en el salto triple. Le compartió el pensamiento a Juan, su compañero de tenis, quien le había acompañado a buscar algunos libros y objetos en el trastero de su apartamento, apresurándose a llenar la maleta para su inminente regreso a Montevideo.
—De verdad, Juan, todos los días encuentro un motivo nuevo para largarme de este infierno —comentó Ignacio con la voz cargada de frustración, mientras miraba con desprecio las calles inundadas cerca de su residencia en Sebucán—. Y esos payasos en el Gobierno no hacen más que hablar basura: "Caracas bella, patriota y segura", ¡el coño de su madre! —soltó, sin poder contener la ira.
Juan, en un intento de suavizar la situación, respondió con calma:
—Así está todo el país.
Ignacio lo miró, incapaz de entender su resignación.
—No sé cómo puedes quedarte en esta mierda, Juan. Esto ya no tiene solución.
Juan se encogió de hombros, su tono resignado pero sereno.
—Tengo que esperar a que se resuelvan algunos asuntos familiares, y además no puedo regresar a Perú… Allí también estamos jodidos. Un comunista de pacotilla acaba de asumir la presidencia. Venció a la hija de Fujimori, imagínate.
Ignacio soltó una risa amarga, compartiendo la frustración de su amigo.
—Estamos rodeados de idiotas en toda Sudamérica.
Juan asintió, aceptando la realidad como si fuera un destino inevitable.
—Así parece.
El deplorable estado de las instalaciones del Metro provocaba en Ignacio una repulsión difícil de procesar. Desde que le robaron el Aveo, días antes de que comenzara la pandemia, había sido un usuario casi diario del sistema. Sin embargo, no era solo la suciedad, el hedor o el deterioro lo que más le perturbaba. Lo que realmente le generaba un malestar profundo era ver a tantos compatriotas famélicos en los andenes, sus miradas perdidas, sus rostros marcados por una desesperanza que parecía inquebrantable. Eran signos inequívocos de un país desmoronándose bajo el peso de dos décadas de chavismo, un régimen que había secuestrado las instituciones venezolanas y despojado a la gente de sus sueños de sobrevivir con dignidad.
—Lo que más me duele de irme —confesó— es que siempre soñé con pasar mi vejez en la isla de Margarita, pero esa ilusión se ha desvanecido. “La perla del Caribe”, como con orgullo la llamábamos los venezolanos antes de que esta desgracia nos cayera encima, era mi refugio en cada vacaciones. Sus playas, sus pueblos, su comida, su gente… todo eso se ha perdido. Imaginaba pasar mis últimos años en una soledad sublime, cerca del mar, con la tranquilidad necesaria para escribir. Las obras de Francisco Suniaga, como La otra isla y Esa gente, están ambientadas en esos paisajes: La Asunción, El Tirano, Pampatar, Playa El Agua. Lugares que me inspiraban a seguir sus pasos, que ahora sé que nunca volveré a ver. Hoy, Margarita parece sacada de Casas Muertas de Miguel Otero Silva, un pueblo arrasado por la ruina.
Dos años antes, Ignacio había intentado asentarse en Maracaibo, otra tierra que consideraba bendita. Pero la realidad lo golpeó con dureza. La canción de protesta La Grey Zuliana resonaba en su mente como una letanía interminable. Lloró al ver fracasar ese sueño también, una herida más en su largo recorrido de desilusiones.
En el aeropuerto internacional, después de pasar los controles de migración —no sin cierto temor de que algún funcionario, alertado por sus constantes críticas al gobierno en Facebook, pudiera hacerle la vida imposible—, alcanzó la puerta 17. Se sentó, exhalando un suspiro de alivio. Lo había logrado: escapar otra vez, quizás para siempre, de aquel oprobio que había consumido todo lo que amaba.
Cuando anunciaron el abordaje del vuelo 047, solo tuvo un pensamiento: aprovechar las horas en el aire para escribir este relato en honor a su madre, quien, en algún lugar de las costas de Falcón, luchaba sus últimos días contra la muerte.
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Tal cual de vive en esta hermosa tierra con gobernantes peores que los talibanes por que nos hacen creer una vida fantasiosa mientras nos adormecen, nos torturan y nos extorsionan en todos lados, Dios bendiga tu viaje en búsqueda de la paz y tranquilidad el sur no es tan diferente pero la esperanza es lo último que se pierde. Saludos, que acertado análisis y que lastima seguimos perdiendo personas preparadas y capacitadas para sacar adelante este país.
ResponderEliminarLa historia se repite, Venezuela,Argentina,Peru, Bolivia y asi seguira siendo.
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