La edad de los miedos
Prólogo
En los pequeños actos que desdibujan la rutina diaria —una gota persistente, un crujido a deshora, un paso furtivo entre sombras— habitan, agazapadas, las historias más perturbadoras. Para Ignacio, un hombre al borde de los setenta, las madrugadas han dejado de ser territorios pasivos de insomnio y silencio. Se han convertido en escenarios propicios para el sobresalto, la sospecha y la obsesión. ¿Y si el destino no es más que una ficción empeñada en advertirnos a través de señales que nadie interpreta a tiempo?
La suya es una mente curtida por la sospecha y por cierto romanticismo detectivesco cultivado en tardes de novela policial y noches de escritura febril. Vive en un edificio colmado de existencias detenidas, de soledades cronificadas, donde los cuerpos envejecen al ritmo de las rutinas que no cambian y los gatos reemplazan a los nietos. Allí, cualquier anomalía —el eco de una ducha que no cesa, una lámpara encendida cuando todo debería dormir— se convierte en el posible preludio de una tragedia.
La señal
Despertó poco después de las tres, inquieto por un sonido que, por insistente, terminó por volverse insoportable. Era un chorro de agua, constante, monótono, proveniente del apartamento del piso superior. No había variación, ni salpicaduras, ni interrupciones que dieran a entender que alguien se movía bajo la ducha. No. Era más bien el tipo de ruido que sólo puede surgir de una negligencia, de un olvido o, peor aún, de una desgracia.
Ignacio, acurrucado bajo las cobijas, sintió cómo se activaban en su cerebro los resortes de la conjetura. Últimamente había estado devorando las novelas de Jorge Fernández Díaz, esas tramas que siempre giran en torno a crímenes minúsculos con consecuencias descomunales. También había estado escribiendo para su blog, donde solía relatar historias de crímenes urbanos, plagadas de detalles, inspiradas en esa ciudad de clima lunático y desayunos empalagosos. Y ahora esa ducha incesante no era una simple molestia, sino el posible indicio de una muerte, una caída, un infarto, el inicio de una cadena trágica de consecuencias impredecibles.
—¿Quién se ducha a las tres de la mañana? —se preguntó, casi en voz alta, sintiendo cómo la idea cobraba cuerpo. ¿Sería el anciano del 73, ese que se arrastra con un bastón y cuya piel había adquirido últimamente un tono ceniciento? ¿O el del 71, que apenas se sostenía en pie y tenía esa mirada ausente de quien ya ha cruzado medio cuerpo al otro lado?
Las hipótesis proliferaban en su mente como hongos. Pero ninguna era suficientemente sólida. Si alguien se hubiera desplomado en la bañera, pensó, habría escuchado el golpe. A menos, claro, que el cuerpo hubiera resbalado con suavidad, como un tronco sin alma que se deja caer. El frío no ayudaba. Afuera, el aire helado de junio perforaba las ventanas. Adentro, la inquietud lo mantenía en vilo.
A las cinco de la mañana, tras dos horas de vigilia, tomó una decisión. Se levantó, se vistió con la urgencia de un soldado, y bajó a buscar al encargado. En la Argentina los llaman así, encargados, pero él siempre pensaba que algunos se creían algo más: ejecutivos de torre, pequeños dictadores del edificio. El tipo, un joven con aire de indiferencia profesional, lo miró sin demasiado interés y le prometió —como quien despacha un loco inofensivo— que más tarde subiría a revisar.
—No, no puedo esperar —se dijo Ignacio—. Hay vidas en juego.
Entonces subió al piso 7, localizó el apartamento 73 y llamó, primero con timidez, luego con firmeza. No había timbre, así que golpeó la puerta de madera con los nudillos, mientras escuchaba su propio corazón, como si éste quisiera acompañar al sonido de la ducha. Oyó pasos. Respiró aliviado. La puerta se abrió con lentitud y apareció el viejo del bastón, despeinado, los ojos entrecerrados, el aliento espeso.
—¿Qué pasa, vecino?
—El agua... —dijo Ignacio, señalando con el índice hacia arriba—. Lleva horas corriendo. Pensé que algo le había ocurrido.
El viejo se rascó la cabeza con torpeza y murmuró una explicación. Se había metido en la ducha, pero se sintió cansado, así que fue al dormitorio y se acostó. Se le olvidó cerrar el grifo. Tomaba alprazolam de 2mg todas las noches y era medio sordo. No escuchó nada. Dormía como un tronco.
Ignacio estaba por disculparse cuando algo más le alertó: un olor. Le llegó en una ráfaga, tibio y corrosivo. Gas.
—¿Siente eso? —preguntó, inquieto—. Huele a gas. ¿Tiene la cocina bien cerrada?
—Hay una hornilla que me da quilombo... no cierra del todo.
Ignacio no dudó. Le pidió que abriera las ventanas de inmediato. Le explicó —con tono casi de alarma— que un escape de gas podría dormirlo para siempre, o peor aún, volar medio edificio si alguien encendía un cigarrillo en el pasillo.
—Mire que no exagero, vecino —dijo mientras se retiraba, con una mezcla de alivio y angustia—. Una chispa puede ser el fin.
Bajó corriendo en el ascensor. Le exigió al encargado que hiciera algo, que llamara al gasista sin demora. Esta vez el joven pareció alarmarse. Prometió llamar a primera hora.
Ya en su cama, Ignacio no podía dormir. Pensaba en la ducha, en el gas, en la vida suspendida de tantos vecinos del edificio. ¿Cuántas bombas de tiempo como esa había sobre su cabeza? ¿Cuántas vidas se apagaban en silencio, entre el olvido y el alprazolam?
—Tal vez necesito una novia —se dijo en voz baja, medio riendo—. O una mascota, por lo menos.
Epílogo
Este relato, como todo lo que nace de la imaginación, fue escrito bajo el influjo de lo posible. Pero el azar, o el destino, decidió jugar su carta. Un día antes de corregir este texto, se incendió un apartamento en el piso 8. Una anciana que vivía sola había dejado el calefactor encendido. Salió. Hubo un corto. Ignacio llegó justo cuando los bomberos terminaban de sofocar las llamas. El humo aún salía por las ventanas.
No lo podía creer.
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