Un país tenebroso






Alberto necesitaba llegar temprano a las oficinas del SAIME en Los Ruices, a retirar la prórroga del pasaporte para poder irse del país a otro donde pueda encontrar oportunidades de trabajo en su oficio de artista plástico, o en última instancia, en cualquier tarea que le permita vivir dignamente, así fuere de dishwasher o de limpia baños. La miseria de sueldo que devenga en la Universidad Central de Venezuela no le alcanza para comprar las pastillas indicadas por el cardiólogo para tratar la hipertensión de su madre, acentuada en los últimos años por la vida infame que lleva en ese país.


Entró apresurado a la estación del metro Bellas Artes, porque las pocas busetas que pasaban iban repletas de gente sin tapabocas y estaba perdiendo tiempo. Bajó por las escaleras mecánicas que no funcionan desde hace varios años, pero había menos tumulto entre los usuarios y eso le permitía desplazarse culebreando entre los espacios libres.

Tropezó accidentalmente con una platina desajustada de la escalera y cuando iba de bruces casi a punto de caer, se sostuvo de una dama que hablaba ensimismada por el móvil. El agarrón provocó que el celular de la dama cayera estrepitosamente por las escaleras mecánicas. Alberto corrió a recoger el celular para entregárselo y pedirle disculpas. Obviamente, el trancazo había desperdigado la tapa y la pila del móvil hacia indeterminados espacios. No fue fácil localizarlos. La chica había montado en cólera y profería insultos a granel contra Alberto y se negaba a escuchar dísculpas y explicaciones..

Alberto le prometió acompañarla dónde un técnico cercano que determinará los daños para pagarlos. La enfurecida chica le exigía que debía comprarle uno nuevo.

 Él le ofreció su número telefónico para que lo contactara de modo de solucionar el impasse, ya que tenía la cita en el SAIME --le decía suplicante--- y no podía llegar tarde. Pero ella se negó, sacó otro celular de la cartera y llamó a su pareja: Un detective del CICPC.


La patrulla increíblemente tardó segundos en llegar. Inmediatamente el policía, cual macho ofendido, pegó contra la pared a Alberto y lo sometió a una requisa brutal, con ánimos de provocar una respuesta de este,  que le diera la excusa para caerle, a lo mejor, a cachazos.


Habló en voz baja con su compungida pareja y ordenó a sus compañeros de patrulla ponerle los ganchos al perplejo  Alberto y llevárselo detenido. No escuchó las desesperadas explicaciones del jóven ni los gritos que algunos testigos del hecho vociferaban distantes, procurando salvarlo del atropello policial.


Fue trasladado como un peligroso delincuente a la Comisaría de Sarría, dónde  su trance  se prolongaría como en una película de terror al mejor estilo de Stanley Kubrick.

En el camino, los energúmenos detectives lo torturaron sicológicamente, ofreciéndole la peor de las pesadillas sino se bajaba de la mula con tres mil dólares en menos de 48 horas. Sería procesado --le advertían acusiosos-- como reo de intento de robó y sometido a la infamia de una prisión infinita en las peores cárceles del mundo y sin debido proceso, ni demás garantías procesales y constitucionales.


Cómo pudo, logró avisar a un amigo de la familia. No pudo evitar que su madre se enterara y eso le provocara una crisis de nervios que la hizo recluir en un hospital, en un país donde los hospitales son tan deprimentes y asquerosos como las cárceles


Su amigo Pancho solo pudo visitarlo por cinco minutos. Suficiente para enterarlo del vil exceso policial y de la macabra jugada delictiva de los funcionarios judiciales. Pancho le prometió buscar un abogado amigo y hacer diligencias entre sus amigos para conseguir unos dólares.


El abogado amigo ofreció hacer unas gestiones, pero requería al menos mil dólares para atender de inmediato el caso. No garantizaba la libertad de Alberto, obviamente.


Los pillos detectives daban largas a la formalización del expediente para que el plazo de presentación al tribunal respectivo no corriera, de modo de dar oportunidad al amigo de Alberto de conseguir los "honorarios". El Ministerio Público de Tarek no figuraba en todo este macabro episodio.


Así transcurrieron quince días, entre cuento va y cuento viene. Alberto ya había sido objeto de los peores vejámenes de su vida en esa inmunda celda. Su madre sufrió un infarto en el hospital de Los Magallanes. Pancho finalmente logró reunir entre los amigos de Alberto, 1.500 dólares. 

Un lunes, el detective  "Macguiver (le dicen) a cargo del caso, contactó a Pancho y se transó por los mil quinientos para echarlo a la calle.


Cuando Pancho fue a finiquitar su libertad, lo encontró irreconocible, había perdido más de doce kilos y envejecido unos diez años. En su encarcelamiento apenas comió mendrugos de otro preso a quien le llevaba comida su familia. No sé atrevía a probar la asquerosa comida que servían a los presos. Vivir en ese antro dos semanas le hizo pensar varias veces en el suicidio. Solo lo sostuvo la idea de rescatar a su madre.


Este relato es una ficción, pero dramas similares o aún mas infames que este, ocurren con una recurrencia insólita en esa Venezuela infernal que trajo el chavismo de la mano del castrismo y que parece perpetuarse tanto en Venezuela cómo en Nicaragua, siguiendo el ejemplo cubano, valiéndose de la inoperancia de las organizaciones internacionales como ONU y OEA.


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