"Duelo a la distancia"/Mireya Tabuas

 



Duelo a la distancia

 
Yo tenía una hermana con nombre de planeta.
 
Era mi hermana alta, fortachona (o al menos así la veía), de nariz grande como todos nosotros. También era muy característica su habla, de dicción precisa, esa pronunciación bella de los caraqueños nacidos antes de la mitad del siglo pasado. 
 
Ella era, en realidad, mucho mayor que yo, porque todos mis hermanos ya eran hombres y mujeres adultos cuando yo nací. Es que, confieso, yo soy el pelón (un pelón que fue amadísimo, por cierto), producto de la relación entre un petareño de sesenta y pico y una vasca de cuarenta y tantos.
 
Obviamente, no viví nunca con mi hermana porque éramos hijas de mamás distintas, pero la recuerdo siempre cerca. Una vez me regaló una muñeca. Yo tenía 6 o 7 años, quizás, y fui a su casa. Era una casa amplia, limpísima, llena de cuadros. Me dijo: Elige. Y escogí, entre todas, la muñeca más fea de aquel estante.
 
(Aún debe estar en alguna caja en Venezuela esa muñeca de sweater azul y faldita verde)

 
También tengo viva la imagen de mi hermana cuando llevaba en su Volkswagen a mi papá, que ya estaba muy viejito y en andadera, para que pudiera seguir visitándome los domingos por la mañana, como había hecho toda la vida.  Fue en eso su cariñosa y paciente cómplice. Tan cercana era a él. Cuando yo tenía 15 años, fue ella la encargada de llamar a mi casa -también un domingo- para decir que mi papá, de 80 años, había fallecido.
 
Siento que mi hermana con nombre de planeta era más bien un sol alrededor del cual orbitaban todos mis demás hermanos y sobrinos. Ella era el centro de la familia, o al menos así lo veo. Creo que era, por sí misma, un nido. Cobijaba, calmaba, nos quería a todos con ese amor único que dan las tías sin hijos propios. Generosa, siempre buscó que, de algún modo, yo estuviera también ahí, y se lo agradezco. Incluso por un tiempo, y ante la ausencia de mi papá, me dio mesada, como gesto solidario y también como para decirme que ella estaba ahí para mí.
 
Durante varios años, una vez por semana, después de la universidad almorzaba en su casa y cada almuerzo era de estrella Michelin. Nadie cocinaba como ella, aunque estoy segura de que su sazón -por suerte- la heredó la sobrina con la que vivió siempre. Yo amaba cómo hacía las berenjenas, no sé por qué recuerdo específicamente las berenjenas si hacía tantos platos buenos, creo que fue porque aprendí a comerlas por ella. Y siempre comparo y compararé todas las hallacas del mundo con las suyas. Ninguna supera sus hallacas únicas, gustosas, con el insustituible trocito de tocino.
 
Nunca se olvidó de mí, siempre estuvo pendiente aunque nos viéramos poco. Consecuente, ella leía el periódico en el que yo escribía. Y cuando podía me lo comentaba. Sé que no era como otras personas que inventan lecturas que no hacen. En su caso era verdad, ella sí me sentaba a leerme, como seguramente lo habría hecho mi papá.
 
Escribo todo esto porque el lunes 1ro de agosto mi hermana con nombre de planeta falleció en Caracas. Días antes, todos en la familia sabían que estaba cansada, que se apagaba, que ya no había nada que hacer, que se iba a morir.  Me avisaron y me angustié. Me angustié y me quedé con la angustia porque no sabía qué más hacer.
 
Si Venezuela fuera un país “normal” y yo viviera en cualquier otra parte del mundo, hubiera tenido tiempo de armar una maleta, tomar un avión y llegar a tiempo para abrazarla en sus últimos instantes; pero, como cientos de miles de venezolanos, estoy a muchísimos kilómetros y vivo como en una jaula: no tengo un pasaporte vigente que me permita entrar sin obstáculos, sin riesgos y sin temores a mi país de nacimiento. 
 
Perdona el tono personal del boletín de hoy. De verdad, perdón. Pero es que lo creo necesario, porque mi vivencia no es única. De algún modo todos los venezolanos migrantes hemos tenido que vivir situaciones similares que nos obligan a un duelo a distancia. Justamente la semana pasada, en Guayabo hablé de los terribles problemas derivados de no poder obtener un pasaporte. Moisés, un joven lector, me envió un correo contándome su caso: su papá murió de cáncer hace semanas y él, sin ese documento vigente y en espera de una cita desde el año pasado, no pudo viajar para despedirse. Dice que pensó irse “a lo macho” por Colombia, pero no quiso arriesgarse por temor a no poder regresar al país donde migró con su pareja. Es el mismo terror que da irse solo con un salvoconducto. Mi esposo -una de las decenas de miles de víctimas de la imposibilidad de obtener pasaporte venezolano en Chile- también sufrió a la distancia al no poder viajar a Margarita para estar en los últimos instantes de vida de su madre. Ahora, pues, me toca a mí vivir la experiencia de tantos paisanos: hacer este duelo a lo lejos, este duelo virtual e ingrato, un duelo en solitario construido de recuerdos, un duelo donde aún me quedan intactas sus últimas palabras a través del celular cuando le dije -quizás por primera vez- que la quería: “…Y yo te quiero muchísimo”.

Los venezolanos siempre hemos sido de familias amuñuñadas. Padres, abuelos, tíos, primos, sobrinos, todos juntos en cumpleaños, en navidades, en bautizos, en entierros.  Una de las cosas más terribles de esta migración forzada es, precisamente, que perdimos el clan, la tribu.  Ahora somos familias por WhatsApp. Por mensajito nos felicitamos, también por mensajito nos damos el pésame. Lo peor de esta diáspora es la ausencia de abrazos, que nos quedamos inconclusos cuando alguien se nos va, porque no podemos cerrar nuestras historias.
 
A mí no me queda más que usar las palabras para a través de ellas abrazar a mi hermana con nombre de planeta. Es lo único que, a la distancia, ahora tengo. Y decirle gracias.

(Escrito por Mireya Tabuas de El Pitazo)

Comentarios

  1. Cada vez que leo una de estas historias que ya se nos hacen cotidianas, pese a que nos desgarran el alma, me viene a la mente aquella frase tan infame: los volveremos polvo cósmico. Y es que nos dispersaron como la bruma por el mundo y debimos aprender a darnos el feliz año por whatsapp

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