Mi tía Rosa en Haití
Aunque parezca una ficción, esta historia es real y le ocurrió a mi primo Joshua. Yo siempre la he visto como una pesadilla. Todo comenzó cuando, a través de una empresa de reclutamiento en Chacaíto, Joshua contrató a una muchacha para que ayudara a su madre, mi tía Rosa, en su pequeño apartamento de El Cafetal. La tarea principal no era tanto el oficio doméstico, sino acompañarla con paciencia. Mi tía, aunque gozaba de buena salud, sufría terriblemente de la soledad.
La seleccionada fue una mujer dominicana, de piel morena y complexión robusta, con un trato afable y apariencia de buena gente. Enseguida dio buenos resultados: era una excelente cocinera especializada en la gastronomía de su país. Preparaba habichuelas de mil formas y tenía una habilidad notable para aprovechar la “ropa vieja” y resolver imprevistos en la cocina. Pero lo que más necesitaba mi tía era compañía, y en eso también destacaba: era una conversadora encantadora.
Por aquel entonces, mi tía había desarrollado una creciente obsesión con el “realismo mágico” que la mantenía en un estado constante de miedos. Llegó al punto de requerir atención psiquiátrica. Sin embargo, ella estaba convencida de la existencia de espíritus que la atormentaban durante las noches. La dominicana, con quien rápidamente hizo “buenas migas”, escuchaba pacientemente las descripciones de las figuras que mi tía decía ver en los espejos y ventanas. Fingía comprenderla e incluso compartir sus visiones, reforzando la conexión entre ambas.
Mientras tanto, Joshua, dividido entre su trabajo en una empresa agroindustrial con sede en Naguanagua y su familia, encontraba algo de alivio sabiendo que su madre parecía estar bien atendida.
Todo se torció unos meses después. En una visita rápida a El Cafetal, mi tía le planteó un peculiar deseo: viajar a República Dominicana con la cachifa para descansar unos días y “consultar” a un “babalao”. Según la dominicana, en su tierra natal, especialmente en su pueblo de Dajabón, fronterizo con Haití, había expertos en “visiones, ficciones y supersticiones”. La oferta incluía una estadía económica en la casa de su familia, con una hermosa vista al río Dajabón, además de la posibilidad de visitar un famoso santuario que podría ayudar a mi tía con sus inquietudes espirituales.
Joshua, abrumado por su agenda, no investigó demasiado y aceptó financiar el viaje, confiando en el buen juicio de ambas. Hasta donde sé, su hermano Guillermo las llevó al aeropuerto, deseándoles un “feliz viaje”.
La tranquilidad no duró mucho. Al día siguiente, mientras estaba en una reunión de trabajo, Joshua recibió una llamada de su madre. Sonaba alterada. El viaje había sido tortuoso, y la conducta de la dominicana había cambiado drásticamente: se mostraba dominante, como si de repente fuese la dueña de todo. Joshua, incrédulo, prometió llamarla más tarde para escuchar los detalles.
Cuando intentó retomar la comunicación, la señal era pésima. Finalmente, en la noche, logró hablar con mi tía. Esta le relató que la distancia entre Santo Domingo y Dajabón era mucho mayor de lo que habían dicho: el recorrido había sido extenuante, comparable al viaje de Caracas a Maracaibo por una carretera en mal estado. Además, la casa no era de la familia de la dominicana, sino de unos conocidos, y las condiciones eran muy distintas a las prometidas.
Joshua, al darse cuenta de su error por confiar ciegamente, comenzó a preocuparse. No tenía idea de la ubicación exacta de su madre ni del pueblo, y dependía únicamente de las llamadas. Para colmo, su tía le comentó que la dominicana había desaparecido durante largos períodos, dejando a mi tía bajo el cuidado de los dueños de la casa. Luego vino el golpe final: los dólares que mi tía llevaba para el viaje habían desaparecido.
Joshua evaluó sus opciones. Su trabajo estaba en juego, pues enfrentaba serios reclamos de sus jefes. Viajar a República Dominicana era complicado: no tenía coordenadas precisas, y su hermano Guillermo, la única otra opción, tenía el pasaporte vencido. Además, había problemas con los vuelos desde Maiquetía.
La situación era un caos. Mi primo intentaba mantenerse sereno, pero la incertidumbre lo estaba consumiendo.
En su desesperación, decidió comunicarse por celular con la pareja anfitriona en Dajabón. Según parecía, ni los teléfonos locales ni los de la casa donde se hospedaba tía Rosa funcionaban. Finalmente logró una conversación que lo tranquilizó. Su madre también le reafirmó la confianza y la bondad que le inspiraba aquella pareja. Sin embargo, surgió un nuevo dilema: tía Rosa necesitaba dinero para cubrir sus gastos hasta la fecha de regreso, o bien, pagar la penalización para adelantar su vuelo.
Joshua sabía que enviar dólares desde Venezuela no era tarea sencilla por los estrictos controles cambiarios. Pensó en hacer una transferencia desde Miami, pero eso requería que alguien en Dajabón tuviera una cuenta bancaria. El hombre de la pareja anfitriona sí tenía cuenta, pero en Santo Domingo, una ciudad a varias horas de distancia, sin sucursales cercanas. Pedirles que hicieran un viaje tan complicado por su madre parecía demasiado.
Ante la falta de opciones, Joshua tomó una decisión riesgosa: enviar los dólares en físico por un servicio de courier. Sabía que esto estaba prohibido por la Ley de Ilícitos Cambiarios en Venezuela, pero era su única alternativa. Con determinación, buscó una vieja revista de diseño en su casa y colocó cuidadosamente los billetes de 100 dólares entre las páginas centrales. Luego envolvió la revista con esmero, revisó en internet y encontró una oficina de DHL en la zona comercial de Dajabón.
Con el paquete listo, condujo su Hyundai “Tiburón” hasta el Hotel Tamanaco, donde solía enviar correspondencias. Al llegar, no pudo evitar notar un cartel pegado en la puerta de la oficina que citaba el artículo de la ley que prohibía enviar dinero por encomienda. Joshua apenas se inmutó; ya lo esperaba. Declaró la revista como “material de colección” y la consignó. “Mañana debería llegar”, pensó mientras llamaba a su madre para informarle del envío.
Dos días después, su madre, acompañada de la pareja anfitriona, recogió el paquete en DHL con los nervios a flor de piel. En cuanto lo tuvieron en sus manos, lo abrieron rápidamente: ahí estaba el dinero. Con eso, tramitaron el cambio de boletos, pagaron la penalización y dejaron el resto del dinero a la pareja, quienes acompañaron a tía Rosa a Santo Domingo para asegurarse de que abordara el avión sin problemas. Magaly también estuvo allí para despedirse. Con un aire enigmático, dijo que no regresaría a Venezuela “por ahora”.
Cuando el avión aterrizó en Maiquetía, Joshua esperaba ansioso en la terminal. Apenas su madre bajó, lo llamó emocionada:
—Hijo, me siento como si me hubieran liberado de un secuestro.
Los empleados de la aduana la ayudaron a cruzar hasta la puerta donde estaban los familiares. Joshua la recibió con un abrazo apretado y lágrimas en los ojos.
—¡Esto nos pasó por confiados, hijo! —dijo ella entre sollozos.
De regreso a Caracas, mientras subían por la autopista, Joshua le confesó algo que no había podido callar:
—Mamá, unas horas antes de venir a buscarte, se me ocurrió llamar al número que Magaly me dio cuando empezó a trabajar en casa… y ¿sabes qué? —Joshua tomó aire antes de soltarlo—. ¡Era una grabación de Magaly con voz sensual, ofreciendo sexo virtual!
—¡Qué bolas esa tipa! —respondió ella, sorprendida y con una mezcla de risa nerviosa y resignación.
Pobre tía Rosa!!!
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