"Septiembre Negro"




Septiembre Negro

Nunca olvidaré aquel septiembre. No solo por las vacaciones en altamar, ni por los banquetes desmesurados, ni por la risa estentórea de Carlitos —siempre a punto de enamorarse, siempre a punto de huir—, sino porque ese septiembre, el del año 2001, cambió el mundo.

Habíamos optado por el barco, quizá por una fantasía televisiva —The Love Boat, esa serie ingenua que alguna vez nos hizo soñar con romances de crucero y aventuras livianas— o tal vez por esa necesidad de romper la rutina de tierra firme, que se nos había vuelto asfixiante. Marianella, madre soltera de sonrisa cansada pero decidida, venía con su hija Jenny. Carlitos, solterón empedernido y sagitariano hasta la médula, decía que el compromiso era una jaula sin barrotes. Y nosotros: mi esposa, nuestra hija Ivanna, mi suegra, y yo, el cronista de esta travesía.

Zarpamos de Miami a bordo del Carnival Triumph, un hotel flotante más parecido a un parque de diversiones que a una embarcación. Gente de todos los colores y tamaños —sobre todo norteamericanos corpulentos, glotones felices del “todo incluido”— deambulaba por los pasillos como si en el siguiente bufet se jugara el destino de su existencia. Había comida las 24 horas, bares, casinos, piscinas, teatro, spa, y una orgía de consumo que no distinguía noche de día. Uno salía del crucero con tres, cinco, hasta diez kilos más de equipaje en el cuerpo.

Cada isla era una postal, una promesa tropical distinta. En Jamaica, los locales se deslizaban por las calles con esa cadencia dulce del no problem, veneraban a Bob Marley como un santo y nos recibían en Ocho Ríos con el aroma de marihuana flotando como incienso. En las Caimán, Seven Mile Beach parecía un decorado de cine. En Cozumel, caímos en la trampa del taxista pícaro que nos llevó a la peor playa —convenientemente junto al restaurante de un “amigo”— y nos recordó las mil vivezas de nuestro país, esa escuela informal de trampas pequeñas. Saint Thomas fue joyas y relojes; un paraíso para compradores compulsivos.

Mientras tanto, Marianella, con disimulo y sonrisa de telenovela, tejía conjeturas y deseos en torno a Carlitos, quien, como era de esperarse, se escabullía en busca de fiestas paralelas. Una noche apareció triunfante con una mujer de cuello corto y carcajada larga, a la que apodó “La Tortu”. Ella era lo opuesto a Marianella: extrovertida, vulgar, sin hijos a cuestas. Carlitos estaba fascinado.

Todo era risa, sol, cócteles, hasta que ocurrió.

Recuerdo que iba camino al camarote, quizá a buscar protector solar o un libro, y vi que las pantallas diseminadas por el barco mostraban una misma imagen: una torre en llamas. Las Torres Gemelas de Nueva York. Sin sonido. El fuego salía por los ventanales del rascacielos como un monstruo mitológico. Me detuve, atónito. Los pasajeros —en su mayoría afroamericanos— miraban, señalaban, comentaban. Yo, con mi inglés rudimentario, apenas entendía. Otro avión se estrelló en la segunda torre. Silencio. El horror se extendía como una mancha de aceite. Corrí a avisarle a mi esposa, a mi suegra. El pánico flotaba en el aire como humo invisible. Todos querían comunicarse con familiares, saber si Nueva York aún existía, si el mundo aún era el mismo.

Pero lo insólito —lo realmente inquietante— fue que, tras unas horas de confusión y miedo, la vida a bordo volvió a su curso. Saint Thomas nos recibió con ofertas y sonrisas. En la noche, otra cena de gala, otra fiesta de disfraces, otra orquesta. Me pregunté si el instinto de supervivencia no era, al fin y al cabo, una forma de olvido voluntario.

En la televisión del camarote, siempre repetían la misma película: El Náufrago, con Tom Hanks. Nunca la vi tantas veces. Me parecía una ironía perfecta. Un hombre solo en una isla, hablándole a un balón.

Una tarde, en el sauna vacío del barco, me detuve frente a un ojo de buey. Al otro lado del cristal, la silueta de una isla sombría, escasamente iluminada, me intrigó. Me acerqué a una pantalla de información: Cuba. Miré con detenimiento esa masa de tierra apagada, silenciosa. Pensé en los cubanos, en su vida de restricciones, en la tristeza de una isla detenida en el tiempo. Trece años después, imaginé, otros barcos pasarían frente a Venezuela y los turistas pensarían lo mismo de nosotros. ¡Pobres venezolanos, con un país tan rico!

Y entonces comprendí que las tragedias —las verdaderas, las que transforman la historia— no ocurren solo en los aviones que se estrellan, sino también en esos silencios que la gente prefiere llenar con cenas, fiestas y tragos.





 








 






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