“Lin Yu”, mi tío portugués
En la vida de cualquier familia, hay momentos que marcan el curso de las generaciones, que transforman las dinámicas y forjan memorias imborrables. Mi relato comienza con uno de esos momentos: la llegada de Luis Rodríguez Freitas, mi tío portugués, a nuestras vidas. Con su inquebrantable generosidad, su pasión por la política y su amor por Venezuela, Luis no solo dejó una marca indeleble en la memoria de nuestra familia, sino también en el corazón de un pueblo: Caucagua, ese “Corazón de Barlovento” que conocí siendo niño.
Este relato no pretende ser solo una crónica de un hombre que pasó por nuestras vidas. Más que eso, es el testimonio de una época y de una Venezuela que ya no existe, una Venezuela en la que los negocios se tejían con vínculos de confianza, las tradiciones locales aún prevalecían y las familias se extendían más allá de los lazos sanguíneos. Pero también es la historia de un hombre que, a pesar de su nobleza, cayó víctima de sus propias virtudes: la bondad extrema, la confianza ciega y una devoción que lo llevó a cometer errores que, al final, le costaron demasiado.
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En mi adolescencia, la llegada de un tío portugués a nuestra familia marcó un antes y un después. Luis Rodríguez Freitas —a quien sus amigos llamaban “Lin Yu”, aunque nunca supe por qué— era un comerciante generoso y recto que se había instalado en Barlovento tras llegar a Venezuela durante el gobierno de Marcos Pérez Jiménez. Había conocido a mi tía materna, Aura, y de esa relación nació su lazo con nuestra familia.
Para finales de la década de 1960, “Lin Yu” había prosperado notablemente, convirtiéndose en el dueño del más grande hotel de Caucagua, el hotel “Italia”, ubicado frente a la plaza Bolívar. Fue gracias a él que mis primeros vínculos con los pueblos de Barlovento se establecieron. Ya en mi adultez, llegué a familiarizarme con Capaya, un pueblo con un río espléndido en el que casi muero ahogado, salvado por un parroquiano desconocido. Más adelante, Tacarigua de la Laguna se volvió parte de mi vida cuando adquirí una propiedad en la playa que, tras acondicionarla, decidí vender. Nunca fui de visitar un lugar de manera constante. Caucagua, por su parte, era conocida, y quizá aún lo sea, como el “Corazón de Barlovento”.
Luis, oriundo de Funchal, Madeira, era fanático de “Los Tiburones de La Guaira” y admirador fervoroso de figuras políticas como el general Marcos Pérez Jiménez y el Dr. Rafael Caldera. Su carácter afable le permitía congeniar con todos: caraquistas y magallaneros, ricos y pobres, adecos y copeyanos por igual. Era devoto de la Virgen de Fátima y, en su honor, bautizó a su hija adoptiva, a quien amó profundamente aunque no siempre encontró reciprocidad. Asumía el riesgo inherente a la adopción: la incertidumbre sobre la herencia genética y los caminos que esta podría tomar.
La prosperidad de mi tío fue fruto de años de arduo trabajo, a menudo en asociación con otros coterráneos portugueses. Le apasionaba la política y la comprendía en profundidad; sentía una devoción por Venezuela que, paradójicamente, contribuyó a su perdición. En su afán por seguir el acontecer político, descuidó la supervisión de su negocio, confiando su administración a empleados locales que, en ocasiones, abusaron de su generosidad. Recuerdo cómo, durante mis vacaciones en el hotel, ayudaba en el bar sirviendo tragos o recogiendo platos en el restaurante, y observaba con ojos curiosos y atentos. “Tío, te están robando”, le decía, al ver a un camarero guardarse el dinero de los clientes. “Sí, ese hijo de puta lo metí a trabajar porque su padre está enfermo”, me respondió resignado. Su corazón noble, movido por la compasión hacia empleados con problemas familiares o económicos, lo volvió víctima de abusos.
Disfrutaba plenamente mis estancias en el hotel, mucho más que quedarme encerrado viendo televisión en la habitación. Solía visitar el cine local —el único del pueblo—, donde los estrenos de Elvis Presley o las películas de “El Santo, el Enmascarado de Plata” eran todo un acontecimiento.
Al principio, el calor sofocante y el color de piel de los barloventeños me resultaban extraños, pero con el tiempo aprendí a admirar la sencillez y amabilidad de esa gente. Mi tío lo entendía y me llevaba de paseo por el pueblo en sus visitas a amigos y comerciantes. No era hombre de sentarse a supervisar; confió serenamente en sus empleados y esa confianza acabó siendo su perdición.
Hizo con mi padre una relación muy fraterna y lo trataba como su hermano mayor, a mi madre como una hermana también. De mis hermanos si bien se mostraba afectuoso con todos, tenía predilección por mi hermano Carlos. En esos tiempos no habían adoptado aun la niña y la ausencia de sus hijos dejados forzosamente en Portugal, la trataba de llenar con los afectos que nos brindaba. Mi hermano continuó sus estudios de bachillerato en Caucagua, ya que el tío pensó que esa sería una buena plaza para enderezar su terrible comportamiento, pero nada, la adolescencia es una edad muy difícil; fue peor la conducta bajo la dócil rienda del tío. A los pocos años naufragó su negocio en medio de deudas y cuentas por cobrar. Se vino a Caracas a probar suerte, pero esta ciudad era una plaza muy difícil para su temperamento, así que las pocas iniciativas sucumbieron rápidamente. Se inicio en el negocio del transporte colectivo, pero ya su salud daba síntomas de deterioro, que se fueron acentuando con las preocupaciones que le deparaba su adolescente hija adoptiva. Su fracaso comercial, el colesterol y las vicisitudes del tráfico caraqueño terminaron arruinándole la tensión hasta provocarle un ACV que le condenó a una silla de ruedas. Cuando murió yo vivía en Mérida, ya bastante apartado del contacto con ellos, pero le debía un recuerdo a su memoria que escribo en este momento con el mayor de mis afectos. Mi tía y su hija adoptiva se esfumaron después de su muerte. El Amazonas las llamó y no supe más de ellas.
Increíble tu crónica papà, nos permîtes hacer un viaje refrescante en el tiempo... besitos
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