"Esta gente" de Francisco Suniaga
“Esta gente” (Primer capítulo)
Francisco Suniaga
Una voz de mujer cuyo origen no podía ubicar lo llamaba por su
nombre, José Alberto, José Alberto.
Sus párpados se abrieron y solo pudo ver unas luces que giraban a su alrededor
con tal rapidez que en un instante comenzó a sufrir el peor de los vértigos;
una fuerza centrífuga que lo empujaba contra el lecho donde yacía, hasta
hacerle sentir concentrada sobre su cuerpo la gravedad entera del
planeta. Abrió los
ojos y allí estaban de nuevo los haces luminosos, girando a velocidades
enormes, con formas imposibles de encuadrar en la geometría. No sabía dónde
estaba ni qué le ocurría. Sacudió la cabeza tratando de despejarse y solo logró
acelerar el movimiento de las curiosas figuras, que se estiraron y encogieron
para crear imágenes lumínicas aun más disparatadas. José
Alberto, José Alberto, insistió la voz, seguida de un silencio que,
tuvo la impresión, se prolongaba por una eternidad. El tiempo también había
dejado de ser una referencia para él; parecía dilatado, marchaba con una
lentitud tan extrema que, si se lo hubiese propuesto, habría distinguido los
lapsos mediantes entre un segundo y otro. En plenitud de su conciencia, habría
podido incluso imaginar que estaba viajando a la velocidad de la luz y era la
prueba viviente de la teoría de la relatividad. Mas, afectado como estaba por
un malestar desconocido, por aquella inestabilidad que distorsionaba sus
percepciones, no era siquiera capaz de darse cuenta del prodigio, se
sentía perdido, a punto de ponerse a gritar de miedo.
José Alberto, José Alberto, volvieron a llamarlo. Esta
vez, una voz más cercana, un susurro cálido que lo invitaba a volver a la vida.
Con él, como salido de la nada fulgurosa que lo rodeaba, apareció de pronto,
ocupando la totalidad de su campo visual, el rostro amable de una mujer, con la
cabeza cubierta por un gorro verde. José Alberto, José Alberto, sus
ojos lo miraban de muy cerca, ¿cómo se siente? José
Alberto Benítez quiso decirle que se sentiría bien en la medida en que ella se
mantuviera allí, cerca, como referencia única, bella y buena del mundo, pero
solo pudo asentir.
Poco a poco, aferrado visualmente al rostro de la enfermera –que
se mantenía próxima y continuaba hablándole en el tono con el que lo habría
hecho su madre–; temeroso de perderse nuevamente en el vacío del que acababa de
escapar, empezó a desandar el camino de su inconsciencia hasta que su mente
engranó con sus sentidos: Acabo de despertar de la
anestesia general, estoy en la sala de recuperación de la clínica, las luces
brillantes y distorsionadas que daban vueltas son las lámparas del techo, estoy
vivo, pensó con alivio.
Sintió frío y recordó que le
habían advertido que esa sería una de las sensaciones que iba a experimentar al
recobrar el conocimiento. Movió los dedos de sus pies, los de sus manos y
repasó mentalmente la geografía de su cuerpo para comprobar si todo estaba en
orden. Para su sorpresa, no sintió en el vientre la punzada dolorosa que tanto
imaginó y temió iba a atacarlo al despertar. En su lugar sentía una opresión
que comenzaba en el bajo abdomen para terminar en su miembro, aunque no
alcanzaba la cota del dolor. El anestesiólogo también le había dicho –y él no
le creyó– que al despertar no sentiría molestia alguna porque los efectos de la
anestesia del quirófano se prolongaban por cierto tiempo y, además, le iba a
conectar un dispositivo entre sus vértebras dorsales, que funcionaba con una
computadora temporizada para inyectarle periódicamente un medicamento que lo
mantendría sedado de la cintura hacia abajo. Ese primer acierto lo tranquilizó
un poco.
Pasó un rato, no podría decir
si corto o largo, no estaba seguro, en el que nuevamente perdió la noción
de sí; una resaca de la sedación lo habría dormido, supuso al volver a sus
cabales. Sí, estaba despierto, cada vez más distante de la inconsciencia. Había
superado el gran terror que tenía a someterse a una intervención quirúrgica:
quedarse dormido para el resto de su vida bajo los efectos de la anestesia,
como le había pasado a aquel niño de Porlamar hacía años, en la otra Margarita,
cuando él también era infante. Guardaba vivo el episodio en su memoria porque
el escándalo había sido mayúsculo y sus ecos alcanzaron los rincones más
recónditos de la isla, incluyendo el patio de su escuela. Al carajito, nunca
supo el nombre, lo operaron de las amígdalas y por alguna razón, o error, eso
decían, la anestesia fue demasiada –los médicos se defendieron diciendo que
había sido una reacción atípica del niño, que la dosis había sido la precisa– y
se quedó atrapado en ella, dormido para siempre. Los familiares y vecinos se
habían amotinado en el hospital y casi linchan al médico
anestesiólogo –quien tuvo que
irse de Margarita escoltado por la Guardia Nacional–, pero ya nada podía
despertarlo y volverlo a la vida. ¿Qué habría sido de ese niño? ¿Se habría
hecho hombre y viejo mientras dormía? ¿Habría muerto ya? Nunca más oyó hablar
del caso, quizás era él, acicateado desde su infancia por el horror de que
pudiera ocurrirle lo mismo, la única persona que lo recordaba.
La sensación de estar helándose se hizo más intensa y su
mandíbula comenzó a temblar de forma incontrolable. La enfermera se dio cuenta
de su incomodidad y lo cobijó con una manta gruesa que tomó de un armario
próximo. En un minuto, los temblores habían cesado aunque el frío no
desapareció por completo porque parecía provenir del interior de su cuerpo. En
el quirófano la temperatura es
bastante baja y pasó allí casi tres horas desabrigado,
sin ropa, pero no se preocupe, ya se le va a quitar. También tenía
sed y quiso pedirle agua a la muchacha, mas no pudo emitir sonido alguno, se lo
impidió la resequedad de su boca y cierto malestar en su garganta. Se limitó a
seguir sus movimientos alrededor de la camilla a ver si ella, como había pasado
con el frío, adivinaba su padecer.
Levantó un poco la cabeza,
ahora estable en su interior, para mirar el lugar donde había sido intervenido,
y no pudo ver parte alguna de su anatomía, su cuerpo, salvo su brazo derecho,
estaba cubierto. Alcanzó a mirar, sin embargo, que estaba conectado a varias
sondas: una que provenía de una bolsa enorme, casi llena –supuso que sería de
solución fisiológica–, que colgaba de un portasueros. Otra, de igual grosor,
por cuyo interior fluía una sanguaza roja y turbia, bajaba hacia la parte
inferior de la camilla. Había dos sondas adicionales, una conectada a su mano
derecha –en la vía que le implantaron poco antes de entrar al quirófano–, desde
una bolsa plástica más pequeña que también colgaba del portasueros, y otra,
bastante más fina, que se conectaba con un aparato pequeño, un monitor, en cuya
pantalla se reflejaban unos valores incomprensibles.
La enfermera lo instruyó:
—La sonda que está conectada a
esta bolsa grande de suero fisiológico es para irrigarle la próstata, para ir
limpiándola a medida que ella cicatriza e impedir que se formen coágulos. Esa solución,
con la sangre, impurezas e incluso la orina que usted produce, sale por esta
otra sonda y va a un recipiente plástico debajo de la camilla. Es turbia y roja
porque usted está recién operado, aunque no tiene que preocuparse, verá que en
un par de días, será clara como la solución que entra. La otra sonda, la
conectada a la vía en su mano derecha, es para administrarle suero y los
medicamentos que le prescriban. Y esta otra sonda, la más finita, es para
administrarle el calmante postoperatorio, esa llega a su columna, y es una
especie de anestesia peridural para que no le duela la herida y el trauma de la
intervención.
Después de verificar que todas las aplicaciones funcionaban
bien, la muchacha que había llenado de calor humano los horribles minutos previos
a su pleno despertar, se despidió de él. Voy a estar cerca, aquí mismito, en la sala, si me
necesita me llama. José
Alberto Benítez se quedó íngrimo y, como solía pasarle cuando se sentía
abandonado en el universo, recordó el verso de un autor perdido en su memoria: Alone
with the beats of my heart. Nunca
más cierto cuando la única compañía era el pitido acompasado de los latidos de
su corazón que emitía un monitor al que estaba conectado.
Poco después, Cheo Villarroel, el urólogo que lo había intervenido
–amigo desde que estudiaron juntos la secundaria–, se apareció en la sala de
recuperación; apurado y todavía con el mono verde que usó en el quirófano, en
el que, por fortuna, pensó Benítez, no había huellas de su sangre. El médico le
dijo que había salido muy bien, que iba a pasar un rato más allí y que poco
después lo iban a bajar a su cuarto, que él pasaría luego a verlo, tranquilo,
José Alberto, no te angusties, verás
lo rápido que te vas a recuperar, le dio unas palmaditas cariñosas en el hombro y
se fue.
Benítez volvió a caer en una suerte de sopor y no supo si habían
transcurrido minutos u horas, cuando sintió que la camilla en la que estaba se
movía y un enfermero moreno, de tamaño gigantesco, o por lo menos eso le
pareció visto desde su posición, lo trasladaba hacia la salida de la sala.
Apenas las puertas batientes se abrieron al pasillo, Elvira, su esposa,
apareció en el horizonte y la sensación de que el mundo comenzaba a reordenarse
lo llenó de esperanza. Ella le tomó la mano izquierda y le dijo unas palabras
que le parecieron cargadas de afecto aunque no llegó a entenderlas, opacadas
como fueron por el ruido de voces que colmaban el espacio. Circularon por
corredores congestionados de gente y, como última defensa a su privacidad,
cerró los ojos –no soportaba la idea de ser objeto de las miradas
inquisidoras de las personas que encontraban a su paso–; no los abrió hasta
sentir que habían llegado a su habitación. Entre una enfermera, el camillero y
Elvira lo ayudaron a pasar a la cama y supuso que en ese tránsito iba a sentir
alguna puntada dolorosa, mas no fue así. Debo estar aún bajo los efectos
de la anestesia, concluyó, agradecido.
A solas con Elvira, y no obstante su amorosa protesta, levantó
la cobija y las sábanas que lo cubrían para mirarse. Unos quince o veinte
centímetros antes de llegar a su miembro, las dos sondas, la que irrigaba y la
que drenaba, entraban en una sola, más gruesa, casi como su dedo meñique, que
era la que ingresaba en su uretra. Jamás pensó que el diminuto orificio en su
pene pudiera dilatarse hasta ese punto; la sola visión le produjo un ataque de
pánico, sí aquello tenía que doler mucho, y aunque no sentía molestia alguna en
ese momento, se desmadejó del dolor agudo que en su imaginación comenzó a
torturarlo. ¡Qué vaina! Volvió a cubrirse con la absoluta
certeza de que, a menos que la anestesia peridural hiciera muy bien su trabajo,
aquello le iba a causar un horrible sufrimiento. En previsión, se reacomodó en
la cama hasta adoptar una posición en la que la robusta sonda entraba en su
uretra en el mismo ángulo de su alicaído pene y se prometió que permanecería
inmóvil mientras la tuviera insertada, porque presentía que si llegaba a
moverse, por pequeño que fuese el movimiento, iba a resultarle doloroso.
Pasado el mediodía, Cheo
Villarroel fue a visitarlo a su habitación, sin prisas, con una bata
blanca impecablemente planchada, y se mostró satisfecho por el resultado de la
intervención. Antes de partir, le explicó en detalle su estado.
—Del tejido que te extirpamos,
aproximadamente el treinta por ciento de la próstata, tomamos varias muestras y
mandamos a hacer una nueva biopsia, una cuestión de rutina, porque por su
aspecto no parecía que hubiese allí nada anormal. Vas a estar tres días
hospitalizado y luego te vas a casa y harás tus actividades normales, como
antes de la intervención. Te vas a dar cuenta, desde el primer momento en que
orines, cuánto habrás mejorado, te sentirás como antes de comenzar a
padecer la hiperplasia. Al principio, lógicamente, te va a molestar un
poco, vas a sentir una especie de ardor, que se te pasará a los pocos días.
Después, durante unas semanas, es posible que sientas cierta incontinencia: al
final de la micción se te escapará un poquito de orina o, de
repente, puedes sentir que hay una gota que baja por tu uretra muy
despacio, sin que puedas hacer nada para contenerla. No te angusties, que eso
lo irás superando a medida que tu aparato urinario se desinflame y el esfínter
recupere su fortaleza.
≫En cuanto al sexo –Cheo sonrió con picardía, mientras su mirada
iba y volvía entre su amigo y Elvira–, te recuerdo la prescripción: tienes una
cuarentena mínima de un mes. Bajo ninguna circunstancia la violes, aunque te
sientas bien, porque el coito es traumático, te puedes lastimar seriamente y
sangrar, es una herida abierta la que tienes allí adentro, no lo olvides. El
sexo, cuando lo practiques, debe ser normal, como te expliqué antes de la
operación. Nada de lo que te hicimos afectará tu desempeño, ni disminuirá las
sensaciones de placer que se pueden esperar en un coito, sin embargo, como te
dije, no vas a volver a eyacular. Vas a producir espermatozoides como
usualmente lo has hecho, pero con este tipo de cirugía, a causa de la parte que
se extirpa de la próstata –tomó un modelo de yeso que traía consigo para
mostrarle–, se abre un canal más amplio hacia la vejiga. El semen sale de la
vesícula seminal, pero en lugar de tomar por la uretra hacia el pene,
aprovechará la vía más amplia y corta que se ha abierto –un principio
hidráulico elemental– y tomará hacia la vejiga. Eventualmente, se elimina con
la micción. Muchos pacientes se dejan influenciar psicológicamente con esta
operación y experimentan problemas de erección, aunque en verdad no hay ninguna
razón fisiológica para ello, espero que ese no sea tu caso. Igual, dentro de un
mes, al tener relaciones de nuevo, si tienes, o crees que tienes, alguna
debilidad en tu erección, o cualquier duda, vuelves a pasar por mi consultorio
para que hablemos – le dijo Cheo antes de despedirse y dejarlo con Elvira por
toda compañía.
El día siguiente a la operación
fue como uno cualquiera que suceda a una tragedia: horrible. Comenzó con una
limpieza, un baño con esponja a cargo de una joven y bella enfermera auxiliar,
que lo deprimió por el resto de la jornada. Protegida con unos guantes de látex
y armada con un distante profesionalismo impersonal, la hermosa muchacha
manipuló con cuidado extremo –con el propósito obvio de no lastimarlo– aquella
parte suya íntima, la que ninguna otra dama había tocado salvo en
enfrentamientos cuerpo a cuerpo. La frescura juvenil de la enfermera, en
contraste con su proceder frío y profesional, confundió a Benítez. Se sintió
viejo y, peor aún, avergonzado ante la vista de su pene –nunca antes lo apreció
así de escuálido–, reducido a un tímido apéndice, al que, por si eso no fuese
suficiente, atravesaba una gruesa sonda. No era otra cosa más que un hombre
insignificante e inofensivo, del que una mujer nada tenía que temer ni esperar,
aceptó con pesar.
Hecha la limpieza, vino lo
peor: una caminata a lo largo del pasillo de hospitalización de la clínica. Un
corredor amplio, limpio y lleno –como siempre están los centros hospitalarios
privados o públicos de Margarita– de otros pacientes, familiares y visitantes,
cuyas voces de elevado volumen –un rasgo del gentilicio insular que en
los ambientes cerrados le resultaba intolerable– llegaban hasta él con sobrada
nitidez. Entre la enfermera y Elvira lo ayudaron a sentarse en la cama y lo
sostuvieron un rato, mientras se recuperaba de la intensa sensación de mareo
que lo atacó tan pronto abandonó la horizontalidad. Luego lo pusieron de pie y,
aunque solo habían transcurrido unas veinticuatro horas desde que entrara
caminando a la clínica, tuvo que hacer un gran esfuerzo para mantener el
equilibrio porque sus piernas desfallecían bajo su peso.
La joven enfermera lo instruyó: la mano derecha la usaría para
sostenerse y empujar el portasueros del que colgaban las dos bolsas de solución
fisiológica –la bolsa que recogía el líquido drenado se la habían asegurado al
interior de uno de sus muslos con una cinta adhesiva–, y la izquierda, para
apoyarse en su esposa. Maniobra que resultó en un enredo porque Benítez quería
usar esa mano exclusivamente para cerrar la abertura posterior de la bata que
les ponen a los pacientes hospitalizados, y no exponerse a la vergüenza de
mostrar sus nalgas lánguidas a aquel gentío. Como pudo, con una torpeza que en
otras circunstancias habría sido hilarante, echó a andar. Caminó, despacio y
con las piernas muy abiertas –como los niños cuando aprenden a caminar, pensó–
para evitar que el roce con la sonda pudiera provocarle descargas eléctricas en
la uretra. A mitad de recorrido, visto su andar precario y la mirada lastimera
de las personas a su paso, cambió su juicio, no era como los niños que caminaba, sino
como los ancianos decrépitos. Su existencia, juzgó, habría que dividirla en
dos: José Alberto Benítez, el abogado pobre pero sano y orgulloso antes del vía
crucis al que había sido sometido, y este otro, que no sabía cómo iba a
considerarse a sí mismo después de esa humillación. A su lado, Elvira, con cara
resignada, lo sujetaba por el brazo izquierdo y lo ayudaba en el propósito de
mantener cerrada la abertura de la bata a la altura de su trasero. De regreso a
su cuarto, se acostó de nuevo en la cama y casi se puso a llorar.
Para
rematar las cosas, al final de la mañana, cuando aún se recuperaba de esa
dolorosa y moralmente destructiva experiencia, recibió una visita tan
inesperada como desagradable. Eran alrededor de las once y Elvira, aunque
estaba de permiso en su trabajo para asistirlo en su recuperación, se había ido
a la casa a descansar antes de volver en la tarde para acompañarlo durante la
noche. Estaba solo en su cuarto por primera vez y trataba de no pensar en su
situación, cuando se abrió la puerta y ante él apareció la última persona que
habría esperado, y deseado, fuese a visitarlo: Salvador Sanabria, el jefe de la
policía judicial de Margarita.
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