"Relatos borrachos"
“Relatos Borrachos” es una comedia teatral escrita por el talentoso zuliano Enrique Salas. La obra debutó hace aproximadamente cinco años en las salas de la torre Corpbanca (actualmente BOD) en La Castellana, bajo la producción de la destacada actriz Daniela Alvarado. La puesta en escena ofrece un retrato ácido y humorístico de los dramas personales de los bebedores habituales, abordando cómo el alcohol impacta sus vidas en diversos entornos sociales. Uno de los puntos más notables de la obra es la magistral interpretación de Caridad Canelón, quien encarna a una exitosa ejecutiva que, agobiada por su condición de divorciada y los retos de la mediana edad, busca refugio en encuentros donde el invitado infaltable es un trago. Su actuación es sencillamente memorable.
Este recuerdo vino a mi mente el pasado viernes, cuando entré a una licorería en Los Palos Grandes para comprar unas botellas de vino. Allí, un hombre con el aspecto típico de un bebedor empedernido —cuyo rostro me resultó vagamente familiar, tal vez un comediante olvidado de los tiempos de RCTV— discutía con el cajero sobre el precio de una botella de licor de baja calidad. Al darse cuenta de que su efectivo no bastaba para cubrir el monto, volteó hacia los demás clientes y, sin titubear, pidió ayuda. Dos de nosotros contribuimos con la diferencia, permitiéndole completar su compra.
Mientras se desarrollaba esta escena, se inició una conversación espontánea:
—Amigo, ¿y cómo hacen ustedes en el gremio para mantener la dosis de alcohol con los precios que tiene ahora la caña?— preguntó uno de los presentes, entre risas.
—Mi llave, este gobierno nos está matando. No solo hemos tenido que cambiar la calidad de lo que bebemos, sino también la cantidad— respondió el hombre, con una mezcla de resignación y nostalgia.
—¿Y tú qué tomabas antes?
—Whisky 12 años, Etiqueta Negra y Buchanan’s, en la barra del Rías Gallegas. ¿La conoces? En Sabana Grande.
—¡Claro! Un clásico de la Caracas de clase media. Ahí se reunían los líderes de la “República del Este”, con buena comida española y precios accesibles. Los viernes la barra era un hervidero de bromas y chistes.
—¡Exacto, mi pana! Pero desde que llegó Chávez y, peor aún, este otro loco, todo se vino abajo. Una botella de whisky de ocho años cuesta más que un sueldo mínimo. Y la cerveza, que era parte de nuestras rondas habituales, ya es un lujo. Nadie brinda, hermano, porque con seis cervezas, una tortilla española y la propina, te dejas el sueldo. ¡No se puede, compadre!
—Qué tragedia la que les ha tocado —dije, intentando mantener el tono ligero—. Chávez, que no bebía, nunca se preocupó por el precio del whisky o el vino. Les quitó el dólar preferencial y todo se disparó.
—Es cierto —intervinió otro cliente—. Creía que solo los ricos tomaban whisky. Hasta la cerveza se ha vuelto un capricho caro.
—Claro, amigo, la inflación arrasó con todo. Era inevitable que el licor subiera— agregó otro.
—¡Pero es que no solo es el licor! ¿Y las reuniones en casa de los panas? ¿El dominó? Todo eso se perdió porque nadie tiene con qué invitar ni un par de birras —comentó el hombre—. Antes, un plan sencillo entre amigos era compartir un poco de whisky o ron con pasapalos. Ahora, si acaso, se junta uno con café y un cuento largo para llenar la tarde.
Los rostros en la licorería, algunos risueños y otros pensativos, reflejaban que la crisis había trascendido mucho más allá de la botella: había destilado el tiempo compartido, las risas de bar y las complicidades nacidas al calor de una copa.
—¿Y sabes qué es lo peor? —dijo el hombre al despedirse—. Que nos han robado hasta el brindis por un mejor mañana.
Salí de la licorería con mis botellas, pero esa frase quedó resonando en mí como un eco triste de lo que una vez fue.
“!No soomos naada!”
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