El síndrome de "La Vida es Bella"














La vida es bella… para algunos

La Vida es Bella es el título de una película magistral de Roberto Benigni, galardonada con tres premios Oscar en 1998 y considerada una de las mejores de todos los tiempos. Su trama gira en torno al ingenio de un judío italiano que, en plena Segunda Guerra Mundial, hace creer a su hijo que el horror de un campo de concentración nazi es solo un juego. Con astucia y ternura, le oculta la brutal realidad y lo convence de que cada sacrificio es parte de una competencia donde el premio final vale la pena.

En la Venezuela de hoy, muchos hemos adoptado la misma estrategia de autoengaño, pero sin el encanto de Benigni ni la esperanza de un tanque estadounidense al final del túnel. En esta tragicomedia de socialismo del siglo XXI, la clase media ha aprendido a evadir la miseria con técnicas dignas de un curso intensivo de supervivencia psicológica.

Por ejemplo, nos convencemos de que renunciar a ciertos alimentos no es por escasez, sino por salud ("el azúcar es veneno", nos repetimos, mientras soñamos con un buen papelón con limón). Otros se aferran al consuelo etílico: el ron, aunque sea el más barato, sigue siendo la anestesia oficial de la crisis.

Nos inventamos escapes ilusorios: viajar por tierra nos da la sensación de estar recorriendo el mundo, jugar tenis o hacer yoga nos hace sentir que todo está en la mente, y endeudarnos con las tarjetas de crédito es un placebo que nos permite fingir normalidad. Todo para ignorar la realidad de millones que luchan diariamente por conseguir comida, medicinas o repuestos de carro, como si fueran cazadores de un tesoro que nunca aparece.

Algunos, por suerte, no han necesitado medicinas porque la salud los ha acompañado (por ahora), y otros han esquivado milagrosamente a la delincuencia. Pero los menos afortunados han sentido en carne propia el terror de un atraco o, peor aún, el del régimen. Pregúntenle a Joselyn Prato, detenida 68 días sin pruebas, solo porque a alguien le pareció buena idea atribuirle un abucheo contra la esposa de Diosdado Cabello. 

Claro, hay quienes no padecen estas penurias. Son los enchufados del régimen, los militares corruptos, los jueces que lamen la suela de Miraflores y demás funcionarios que transitan escoltados en camionetas blindadas. Para ellos, la vida sí es bella, y viven su propia versión de La Dolce Vita, la clásica película de Fellini, pero sin la estética ni el glamour, solo con el cinismo.

Cuando la oposición logró una victoria abrumadora en las elecciones parlamentarias, muchos creyeron que la salida constitucional estaba cerca. Ilusos. Maduro y su corte de bufones en el TSJ se encargaron de demostrar que en esta dictadura disfrazada de democracia, la Constitución es un chicle que se estira según convenga.

Los magistrados designados a la carrera—en un proceso más fraudulento que una rifa en el Poliedro—se dedican a torcer la ley con acrobacias jurídicas que harían sonrojar a Cantinflas. Como aquella célebre fe de erratas que bien podría resumirse así: “Donde dije digo, no es digo lo que digo, lo que digo es Diego”.

Siguiendo esta lógica perversa, el gobierno cierra todas las vías constitucionales para un cambio pacífico, forzando, como bien dice Ramos Allup, un golpe de Estado desde el poder. No se sorprendan si cuando la Asamblea Nacional intente convocar un referéndum o una enmienda, el TSJ declare inconstitucional hasta la gramática del documento. Alguna excusa encontrarán esos magistrados del horror.

Mientras tanto, la dictadura seguirá aferrada al poder con las garras del hambre, sosteniéndose sobre el miedo, la represión y la complicidad de los que se enriquecen con este desastre.

Y el resto de los venezolanos, los que no tienen un asiento en la mesa de la corrupción, seguirán sobreviviendo en el infierno que tan bien describe Laureano Márquez en Tal Cual.

Eso sí, siempre con una sonrisa forzada, porque en este país, hasta para no enloquecer, hay que actuar un poco.

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