Recordando el Cordonazo






Una mañana de octubre de 2016, mientras el Cordonazo de San Francisco azotaba Caracas con su furia habitual, Oliver daba los últimos retoques al apartamento en el Centro Residencial Solano, en Sabana Grande. Estaba a punto de entregarlo a una administradora para alquilarlo, una tarea que marcaba un nuevo capítulo en su vida. Al terminar, decidió almorzar en su restaurante favorito de la zona, el Rías Gallegas, un viejo establecimiento de comida vasca que, como un guerrero cansado, resistía a desaparecer, luchando contra los otros moribundos comedores de la cuadra de Apamates.

Al entrar, sus ojos recorrieron el ambiente familiar, hasta que encontró el taburete vacío en la barra, el mismo que solía ocupar en sus mejores tiempos como asiduo comensal. Antes de sentarse, se cruzó con una cara conocida: José Fernández, un viejo amigo a quien no veía desde hacía años, justo en esa barra.

—¡Epa, Oliver! Tú siempre fiel a esta taguara —exclamó José, saludándolo con genuina alegría.

—Así es, mi pana —respondió Oliver con una sonrisa—. Ahora con más razón, porque los restaurantes buenos quedaron solo para los ricos. Este dinosaurio hay que mantenerlo vivo. Los otros de la cuadra ya están exhaustos.

José rió y le hizo un gesto para que tomara asiento. Ambos se acomodaron mientras el camarero se acercaba.

—¿Y entonces? —preguntó José—. ¿Cómo van tus planes de partida?

Oliver suspiró, como si las palabras fueran un peso que llevaba demasiado tiempo cargando.

—Lo que lamento, José, es no haber tomado la decisión hace años, cuando mi hija se fue a Canadá. Era más fácil todo entonces: vender los inmuebles, los vehículos... hasta apostillar las partidas de nacimiento. Ahora todo es más complicado.

—¿Y qué, es muy difícil ahora? —preguntó José, con curiosidad genuina.

—No es solo difícil, es la situación del país. No hay inversión, nadie quiere arriesgarse. Y los trámites... cada día más engorrosos. Es como si el gobierno no quisiera que la gente se fuera, pero todos sabemos que es inevitable.

José asintió con gravedad.

—Claro, porque sería otra prueba del descontento con el gobierno —comentó.

Oliver, con una mirada pensativa, se quedó en silencio unos segundos antes de responder.

—Mira, José, yo te lo he dicho antes. Cada día busco alguna señal, algo que me haga pensar que este país puede cambiar. Pero no veo nada. No hay indicios de que saldremos de este infierno. Este ya no es el país que conocimos. Me siento extranjero en esta tierra.

José frunció el ceño.

—¿Extranjero?

—Sí. Aquí no hay instituciones que te protejan, solo persecución si eres de la oposición. Este lugar se ha convertido en una república bananera, comenzando por el maldito del Presidente, que hace lo que le da la gana. No hay constitución ni leyes que valgan. ¿No viste cómo se burlaron de la Asamblea Nacional, mandando el presupuesto al TSJ para que lo aprobara? Ya ni elecciones regionales quieren hacer.

—Esos magistrados son unos serviles —dijo José con rabia contenida—. Prácticamente anularon la Asamblea. ¿Cómo puede ser que el parlamento no tenga poder para nombrar magistrados?

—Y lo más arrecho —continuó Oliver— es que esos magistrados fueron nombrados de manera fraudulenta por el parlamento anterior.

—Bueno, pero tarde o temprano les pasará lo mismo que a Fujimori en Perú —interrumpió José—. Cuando esos tipos destruyeron las instituciones, al final pagaron las consecuencias.

—Sí, pero la diferencia es que Fujimori al menos tenía apoyo popular cuando luchaba contra el terrorismo. Aquí, Maduro solo destruye el país para mantenerse en el poder, sin apoyo real, y con total impunidad.

José hizo una pausa, como si estuviera procesando las palabras de su amigo.

—Es verdad. A Maduro lo repudia todo el mundo. Lo que ha logrado es una sociedad anárquica, y eso es lo que queda. Antes Chacao era un ejemplo de orden, ahora está lleno de basura, delincuencia y motorizados. Este país nunca será el mismo, ni aunque esos zánganos se vayan.

Oliver asintió, sabiendo que sus palabras no eran exageradas.

—Por eso me voy, José. La gente aquí está cansada. Ya no hay fuerzas para marchar, porque marchar no sirve de nada en una dictadura. Solo deja muertos, heridos y más presos políticos.

José lo miró fijamente, y luego, señalando la cerveza de Oliver, bromeó.

—Oye, pero se te va a calentar la birra. ¡Julián, ponle unos hielitos a la cerveza del pana!

Rieron juntos, aunque el humor no podía desviar el peso de la conversación.

—Y entonces, ¿qué vas a hacer con el apartamento? —preguntó José, cambiando de tema.

—Lo voy a alquilar —respondió Oliver—. No hay forma de venderlo sin prácticamente regalarlo.

José torció la boca, pensativo.

—Pero con esas leyes chavistas que protegen a los inquilinos, alquilar es un lío también.

Oliver soltó una risa amarga.

—No lo sabré yo. No leíste el libro de Alberto Barrera Tyszka, “Patria o muerte”? Habla de un tipo que tuvo que contratar malandros para desalojar a un inquilino. Era la única forma de que el tipo se fuera.

José sacudió la cabeza, incrédulo.

—¡Qué locura! Sicariato menor, como quien dice.

—Así es, y el inquilino al principio era decente, pero con las leyes de Chávez se le abrieron las agallas y pretendía quedarse para siempre.

José suspiró.

—Vaya país. ¿Y cómo piensas manejar eso?

Oliver miró hacia la calle, como buscando una respuesta en la tormenta que aún caía sobre Caracas.

—No lo sé, José. Pero de algo estoy seguro: tengo que intentarlo.

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