Visita fantasma






A la hora de la cena, hay dos tipos de personas que pueden tocarte el timbre: el conserje o el vigilante. Ambos, sin excepción, llegan con malas noticias. El conserje para avisarte que van a cortar el agua y que te apures a bañarte. El vigilante para informarte que te rayaron el carro. Los dos con la misma expresión de falsa cortesía, esa sonrisa servil que provoca cerrarles la puerta en la nariz.

Pero aquella noche no era ninguno de esos heraldos del infortunio. Era un hombre desconocido, con una carpeta en la mano. Supuse que se trataba de algún vecino de la Junta de Condominio, quizás buscando firmas para joder a otro vecino que, a su vez, estaba jodiendo a la comunidad. Sin embargo, el inesperado visitante sacó una planilla, me miró fijamente y dijo algo que no estaba en mis planes:

—Disculpe que lo moleste, señor Oliver, pero nos consta que usted cae fácilmente en la tentación de las mujeres.

Así, sin anestesia. Palabra por palabra.

Que supiera mi nombre no me inquietó, después de todo, esos registros están disponibles desde que te mudas a un edificio. Tampoco me ofendió la acusación moral, que pudo haber sido un simple comentario al azar. Porque, vamos, ¿quién no ha sido infiel alguna vez?

Lo que realmente me aterrorizó fue la frase “nos consta que”.

Desde que el mundo es mundo, nadie que use la primera persona del plural es buena gente. Pero cuando alguien dice "nos consta que", significa que han estado husmeando en tu vida. Y quien la pronuncia nunca es tu amigo, porque habla en nombre de otros, y esos otros siempre son los malos. "Nos consta que" es una frase que sólo usan los esbirros del Sebin, los abogados de tu exmujer y las operadoras de Movistar.

—¿Me equivoco, señor Oliver? —insistió el tipo—. ¿Es usted infiel por naturaleza?

—Son las ocho de la noche y voy a cenar, tengo hambre —le dije—. A esta hora, soy lo que tú quieras.

—Lo más rápido es que me diga la verdad.

—Mira, pajarito —le solté—, te salvas de que te cierre la puerta en la cara porque mi esposa está de viaje.

—Eso lo sabemos, eso lo sabemos —sonrió con suficiencia—. Pero también estamos al tanto de que usted sucumbe fácilmente a la belleza femenina. Sabemos de la bofetada que se ganó por tocar un trasero en el colegio.

Mi corazón se detuvo. Siempre me pasa cuando el pánico me arrastra a recuerdos que preferiría olvidar. Y este, en particular, era uno de los más oscuros.

Tercer grado. Había una compañerita de clases que sobresalía por su cuerpo esbelto, pero sobre todo por su trasero redondo y llamativo. No era la edad para estar pendiente de esos detalles, pero yo, al parecer, era precoz en mis apreciaciones estéticas.

Un día, durante el receso, ella pasó frente a mí, se detuvo a hablar con otra niña y, al agacharse a recoger algo, su pompis quedó exactamente a la altura de mi cara. No sé qué demonios me poseyó, pero mi instinto pudo más que mi cordura y le di una palmadita.

La bofetada fue inmediata. Sonora. Demoledora.

No sé si lloré más por el dolor o por la vergüenza. Fue mi primer gran acto estúpido, y jamás se lo había contado a nadie. Nadie.

Sin embargo, el hombre frente a mí lo sabía.

—Usted no puede saber eso —susurré. Ya no lo tuteaba.

—No se asuste, señor Oliver —dijo—. Y permítame pasar, será sólo un momento.

No se le puede negar la entrada a alguien que conoce lo peor de uno. Lo nunca dicho. Lo escondido.

Yo tengo tres o cuatro secretos inconfesables, no más, y este hombre sabía, al menos, uno. ¿Quién era? ¿Qué quería de mí?

—No importa quién soy —respondió, como si me leyera la mente—. Y no quiero nada suyo tampoco. Solo deseo que evalúe las ventajas de la fidelidad. Usted no puede vivir violando el noveno mandamiento.

—¿Cuál es el noveno? —pregunté, incómodo.

No desearás la mujer de tu prójimo.

Respiré hondo. Hasta sonreí, aliviado.

—¿Eres evangélico? —exclamé—. Casi me haces cagar del susto.

—No soy evangélico.

—Bueno, Testigo de Jehová, lo que sea… Uno de esos que tocan el timbre a estas horas. Un rompebolas de los últimos días.

—Tampoco —dijo, sereno—. Pertenezco a la comunidad espiritual El Hombre Nuevo.

—¿Qué coño buscan ustedes conmigo? —bufé—. Si algo ha logrado la revolución chavista es acabar con la infidelidad en la clase media. Entre los precios de los restaurantes, bares y moteles, lo más que uno puede invitar a un culito es a un helado en McDonald's. Y ni eso, porque ya ni las piches cervezas se pueden pagar.

—Pero queremos que usted ni siquiera lo piense. Que no sienta la tentación.

—¿Tú eres pajuo o miliciano? —solté, exasperado—. En este país ya nadie sale a joder después de las seis de la tarde porque te secuestran, te atracan en el restaurante o te pegan un tiro. ¿Cómo carajo pueden pensar que uno tiene tiempo o plata para una aventura?

—Si se une a nuestra comunidad, podrá contribuir a la formación de un nuevo hombre, respetuoso de la ley de Dios.

—¿Y qué gano yo con eso? ¿Me van a dar la bolsa del CLAP o adelantarme la pensión del Seguro Social?

—Nosotros no compensamos con bienes materiales el desprendimiento.

—Bueno, ¿y qué personajes del Gobierno están metidos en esa vaina? Porque, con la fama de corruptos y degenerados que tienen, no quiero asociarme con esas joyitas.

—Los del Gobierno tienen su propia comuna, presidida por Osmel Sousa.

—¡Ja, ja, ja! —solté una carcajada—. Mira, mejor vayan a predicarle esto a los musulmanes. Esos sí que viven felices con tres esposas.

—Señor Oliver, aquí tiene la planilla. Solo firme…

Ring, ring, ring.

El teléfono sonó.

—¡Aló, mi amor! —contesté, reconociendo la voz de mi esposa—. Qué bueno que llamaste, me había quedado dormido. Tuve una pesadilla estupidísima con esos chavistas.

—¿Y qué soñaste?

—Nada, olvídalo… Una vaina loca.





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