Cuando verdugo pide clemencia
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Gustavo se había retirado de manera forzada de la institución bancaria a la que dedicó tantos años de su vida. Hizo una carrera sólida en el sector financiero, ganándose prestigio y reconocimiento profesional. Sin embargo, su salida del banco le dejó un sabor amargo, pues comprendió que la lealtad en el mundo de los banqueros era efímera. No lograba entender la traición del temerario barinés, dueño del banco, a quien solo podía comparar con el líder de la revolución comunista de ese mismo pueblo. Ambos personajes utilizaban a sus colaboradores cercanos y, una vez que dejaban de ser útiles o cuando se atrevían a contradecirles en algún trabajo sucio, los desechaban sin más.
Durante el descanso forzoso que le siguió, Gustavo, incapaz de conformarse con trabajos que consideraba por debajo de su nivel, se reinventó. Fundó una organización no gubernamental dedicada a defender los derechos de inversionistas y ahorristas frente a las instituciones financieras. Sabía que estos eran los más vulnerables en su relación con los bancos, ya que las autoridades oficiales raramente se preocupaban por atender sus reclamaciones o resolver disputas.
El banco del que Gustavo se había retirado tenía vínculos con operadores offshore en las islas del Caribe, donde muchos venezolanos depositaban sus ahorros en divisas, atraídos por los altos rendimientos. Otros, más oscuros, usaban esos operadores para blanquear sus jugosas ganancias provenientes de negocios turbios, y algunos incluso para ocultar fondos de la corrupción que permeaba el país.
Gustavo había confiado sus ahorros a uno de estos operadores, vinculado con el mismo banco del que había sido expulsado. Nunca imaginó que la organización que él mismo había fundado para defender a los inversionistas terminaría siendo su tabla de salvación. Cuando decidió retirar su dinero, alertado por la inestabilidad del grupo financiero, el agente offshore en Curazao empezó a darle respuestas evasivas y a aplicar tácticas dilatorias. Lo que parecía ser un simple trámite se estaba convirtiendo en una pesadilla.
En medio de esta incertidumbre, Gustavo recibió la noticia de que el hombre que había reemplazado a su cargo, aquel que su verdugo barinés había promovido como una "maravilla", resultó ser una auténtica "joyita". Este nuevo ejecutivo había desfalcado al banco, aprovechándose de la confianza que el banquero depositaba ciegamente en cada "santo" nuevo. Gustavo no pudo evitar sentir una extraña satisfacción, una especie de justicia poética.
Pero su propio problema con el operador offshore seguía complicándose. Viéndose atrapado, decidió utilizar su ONG para presentar una queja formal ante las autoridades fiscales de Curazao. Las respuestas que recibió fueron tan insulsas y sospechosas que aumentaron sus alarmas. Finalmente, Gustavo decidió llevar su caso más lejos: escribió una carta al Primer Ministro de la isla y publicó su situación en Facebook, generando una creciente opinión pública desfavorable hacia el grupo financiero.
El dueño del banco, al enterarse de los planes de Gustavo y temiendo las repercusiones que esto podría traer, envió intermediarios para calmarlo. Le prometieron que sus ahorros serían devueltos de inmediato. Aunque la promesa se demoró más de lo esperado, finalmente se cumplió. Para Gustavo, aquello fue una victoria personal; muchos otros depositantes en su misma situación tuvieron que recurrir a costosos bufetes de abogados o a asociaciones civiles para defender sus derechos.
Meses después, las sospechas de Gustavo se confirmaron: un informe desde la isla anunciaba la detención de un alto funcionario de supervisión financiera, acusado de connivencia con el banquero que había sido su verdugo.
A día de hoy, el destino de las reclamaciones colectivas contra el banco sigue siendo incierto, pero lo que queda claro es el verdadero carácter del banquero, quien ahora se ve en la irónica posición de suplicar clemencia.
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