Renunciación



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Reflexiones de un abogado en el ocaso de su profesión

Desde que el argentino Hernán Casciari alcanzó notoriedad contando anécdotas y crónicas en su blog, comencé a considerar seriamente abandonar la profesión de abogado y dedicarme a escribir. Siempre he sentido que tengo algo que decir, que sé cómo narrar historias. La verdad es que, en Venezuela, el ejercicio del Derecho se ha transformado en un estigma. No sé si ocurre en otros países, pero aquí, apenas mencionas que eres abogado, la gente te mira con desconfianza o, peor, suelta un “guillo” acompañado de algún chiste que alude a la fama de tramposos que arrastramos.

Ejercer el Derecho en Venezuela es, en el mejor de los casos, una pesadilla. Salvo que formes parte de la tristemente célebre "Banda de los enanos" o seas un militante connotado del PSUV, la práctica legal es poco más que una quimera. Aquí, hasta que no regrese una democracia medianamente decente, como aquella que tuvo el coraje de enjuiciar a un presidente (Carlos Andrés Pérez) por malversar unos pocos dólares de la partida secreta, no vale la pena intentar ejercer esta profesión. Y menos ahora, cuando hasta abogados con antecedentes penales y títulos obtenidos de manera sospechosa alcanzan cargos como magistrados del Tribunal Supremo.

Sin un verdadero Estado de Derecho, pretender un ejercicio honesto de la abogacía es un esfuerzo inútil. Los tribunales chavistas solo tienen un propósito: perseguir a los disidentes. Hablar de administración de justicia es un chiste de mal gusto, una idea que existe únicamente en los discursos del régimen y en las mentes fanatizadas de sus seguidores. Si no estás dispuesto a convertirte en un gestor de sentencias amañadas, lo mejor es buscar otra ocupación.

Eso sí, me resulta injusto que esta profesión cargue con tanta mala fama. Quizás aquí aplica el viejo refrán: “Pagan justos por pecadores”. Lamentablemente, parece que los pecadores en este gremio son mayoría.

Cobrar por una consulta o servicio legal es considerado por muchos como un robo, incluso si pasaste horas investigando y elaborando un dictamen sólido. Es una de las muchas razones por las que decidí dejar la profesión. Siempre detesté esa afirmación de que las bibliotecas jurídicas están llenas de libros que amparan tanto una posición como la contraria. Esa idea es un disparate. La interpretación de la ley, cuando se hace de forma honesta y con rigor, es una sola. Todo está en la redacción clara de la norma y su relación con otras disposiciones legales. Sin embargo, en Venezuela, el juez independiente es una especie extinta, y el abogado, con frecuencia, debe torcer la interpretación de la ley para beneficiar a su cliente. Ese papel, aunque necesario, nos ha ganado, merecidamente, la fama de deshonestos.

Recuerdo un episodio particular que ilustra bien esta realidad. Conocí accidentalmente a un abogado que resultó ser miembro de la “Banda de los enanos”. Fue en un almuerzo en el C.C.C.T., donde coincidimos por un compañero de oficina que me lo presentó. En aquel entonces, la existencia de esa banda era un rumor, así que asumí que su comentario era una broma. El sujeto tenía un aire extraño, enigmático, y al momento de pagar dejó claro su autoridad: “¡No acepto que me paguen!”, dijo con tono imperativo. Años después, lo vi en la televisión involucrado en una escandalosa compra de un medio de comunicación, hoy convertido en un aparato de propaganda oficialista.

Retirarme del Derecho fue, al final, una cuestión de supervivencia. Un compañero de bufete de mi hija fue detenido mientras defendía a un cliente acusado de acaparamiento. Lo acusaron de cómplice, sin pruebas ni juicio previo. En una conversación reciente, mi hija resumió con amargura la situación:

—Papá, aquí ya no se respetan ni las mínimas garantías constitucionales. La presunción de inocencia es un mito, el debido proceso, un chiste. Para ellos, defender a un “escuálido” es un delito en sí mismo. Si el régimen dice que alguien es culpable, lo es, sin más. Y si un abogado se atreve a defenderlo, también termina en prisión.

En este país, ser abogado es caminar por un campo minado. La justicia ya no es justicia; es un espectáculo macabro donde los acusados son condenados de antemano, y los defensores, perseguidos como si fueran criminales.

Al final, entendí que mi vocación era otra. Tal vez, como Casciari, encuentre en la escritura una nueva manera de narrar el caos y la decadencia de esta tierra que aún, a pesar de todo, no dejo de amar.


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