Crónica del exilio
Desde hace algún tiempo, la idea de abandonar esta pesadilla en la que se ha convertido Venezuela me ronda la cabeza sin tregua. Mi esposa, convencida de que es la única salida digna, insiste en que demos el paso. Las noticias sobre asesinatos, robos y violencia —tanto de bandas criminales como de cuerpos policiales— retumban en los pocos medios que aún no han sido cooptados por el poder. La escasez, la inflación desbocada, el alza del dólar, los precios inalcanzables de los boletos aéreos y la inseguridad en todos los niveles —personal, jurídica y social— son parte del pan amargo de cada día. No necesitamos que un periódico nos lo confirme: lo vivimos en carne propia.
La ya frágil libertad de expresión se asfixia bajo el peso del miedo, impuesto por un régimen autoritario y corrupto que ha dilapidado hasta las últimas reservas del país. Todas estas razones bastan para querer saltar del “Titanic” antes de que termine de hundirse.
Pero tomar la decisión de “quemar las naves” no es sencillo, especialmente para quienes crecimos con un arraigo profundo por la familia y un amor visceral por esta tierra. Las generaciones nacidas a partir de los años ochenta, influenciadas por la globalización y la cultura digital, parecen sentirse más cómodas con los valores —o antivalores— de otras sociedades. Se criaron frente a la televisión y el cine extranjero, y no comparten la misma conexión afectiva que nosotros, los de antes, hemos cultivado. Para ellos, es más natural partir, romper lazos, rehacer la vida lejos de sus raíces.
Con esta reflexión en mente, decidí hablar sobre el exilio con mi hija, quien hace tres años dejó el país en busca de seguridad y un futuro que aquí le fue negado. Nuestra conversación fluyó entre emociones y verdades duras:
—Hija, ¿es fácil conseguir trabajo en el extranjero?
—Relativamente. Si no eres exigente y estás dispuesta a flexibilizar tus aspiraciones, hay oportunidades.
—¿Qué es lo que más extrañas de Venezuela?
—Sin duda, a mi familia.
—¿Qué se siente haber dejado atrás a tus padres y abuelos?
—Tristeza, mucha. Pero me aferro a los recuerdos, a la fe, a la esperanza de volvernos a ver.
—¿Cómo te tratan los canadienses?
—Hay de todo. Algunos te miran como una extraña; otros te reciben con afecto. Les cuesta entender por qué alguien preparado abandona su país para trabajar en oficios humildes. Les parece inconcebible cambiar un clima tropical por siete meses de invierno.
—¿Valió la pena el sacrificio?
—Sí. Especialmente viendo lo que ha pasado después. A veces pienso que salimos justo a tiempo.
—¿Qué fue lo que te hizo tomar la decisión de irte?
—Muchos motivos. Pero sobre todo, querer darle a mi hija las oportunidades que yo no tuve. Y eso, al final, nos beneficia a todos: aquí uno debe aprender siempre, adaptarse, superarse.
Me sorprendió que no mencionara la violencia como causa principal. Siempre supuse que el miedo a la inseguridad había sido el detonante.
—¿Sabes que la situación ha empeorado desde que te fuiste? Los boletos aéreos están dolarizados, el dólar paralelo no deja de subir y cada vez es más difícil para nosotros pensar en visitarte.
—Lo entiendo. Aunque hay venezolanos que reciben a sus padres todos los años.
Esa afirmación, que en otros tiempos sonaba posible, hoy se me antoja irreal. Un boleto a Canadá ronda los quinientos mil bolívares. Y el dólar paralelo ya coquetea con los cuatrocientos. Supongo que esos “venezolanos afortunados” pertenecen a familias con conexiones, o con medios.
—¿Has considerado que quizás nunca volverás a ver a tus padres, abuelos o hermanos, salvo que tú vengas a Venezuela?
—Sí... y me aterra. Pero tengo fe en que algo cambiará y podamos reencontrarnos.
Yo también quisiera creer. Pero dudo. Incluso si el régimen cayera mañana, la reconstrucción será lenta. La confianza, la economía, la esperanza… todo ha sido quebrado. Y el dólar paralelo, aunque inflado artificialmente, sigue marcando la distancia entre los que se fueron y los que aún quedamos aquí, resistiendo como náufragos.
tan identificada, con el alma chiquitica porque asi como ella, yo quiero darle lo mejor a mis hijos pero mi mayor temor es salir todos los dias a la calle con el Jesus en la boca, pidiendole que me devuelva con bien a casa para poder ver a mis hijos. Vivir con escazes o con poca comida, humillarme haciendo colas eternas para comprar los pañales de Henrique o mis toallas sanitarias o simplemente co ida, no me importa, si es lo que me toco vivir, pues lo vivo, pero no puedo ni quiero vivir pensando que por el deterioro de la sociedad no pueda volver a ver a mis hijos o que los deje solos en el mundo. Ahora, al vivir el atraco que sufrio Yimys y que solo por obra de Dios esta vivo, me quiero ir mas rapido a donde sea, nadie me entiende pero desde mi punto de vista, es normal pasar trabajo en un pais que no es el tuyo. Haria el sacrificio y haria que mis hijos pasaran trabajo por un tiempo en un pais ajeno con la certeza de un futuro mejor, por su seguridad fisica y mental.
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