El sueño de la mayoría de venezolanos




(Relato de ficción)














La Vaca Sagrada

(Relato de ficción inspirado en hechos no tan lejanos)

“La Vaca Sagrada” fue el apodo que la sociedad venezolana dio al avión presidencial durante la dictadura de Marcos Pérez Jiménez. Pero en estos tiempos, aquel sobrenombre se quedó corto frente al lujo del Airbus ACJ-319, un jet bimotor de élite que había sido adquirido por el autócrata anterior —ese al que llamaban el “C… Supremo”— cuando el petróleo todavía fluía a cien dólares por barril.

El dictador actual, más paranoico o más sumiso, optaba por volar en aviones prestados por su homólogo cubano, bajo los estrictos controles del temido G2. Sin embargo, el apodo había mutado de sentido: ya no se refería al avión, sino a él mismo.

“La Vaca Sagrada” era ahora el dictador.

Y no por su autoridad incuestionable, sino por las grotescas proporciones de su cuerpo. Una anatomía deformada por años de comilonas y excesos, por banquetes servidos en la Suite Japonesa y en el Salón Joaquín Crespo del Palacio de Miraflores. Mientras el pueblo rebuscaba entre desperdicios, él engullía puntas traseras, mondongo y exquisiteces mediterráneas con la voracidad del que ha perdido el pudor.

Los primeros tres meses del año marcaron el inicio del fin.

En enero, la llamada Operación Gedeón concluyó con una ejecución brutal, transmitida en vivo por redes sociales. Un puñado de rebeldes logró ridiculizar a las fuerzas del régimen sobrevolando con un helicóptero las sedes del poder. No causaron víctimas. Sin embargo, el régimen respondió con artillería pesada y lanzagranadas, en un acto tan salvaje como innecesario. La ONU y organismos internacionales alzaron la voz. Pero, como era costumbre, el eco fue ignorado.

Febrero trajo sanciones más precisas y letales: dirigidas a funcionarios corruptos, a testaferros, a torturadores. Las finanzas internacionales del régimen comenzaron a agrietarse. Embargos, bloqueos, congelamientos. El régimen apostó entonces por una criptomoneda con nombre patriótico, que terminó siendo el epítome del fracaso: no atrajo inversión, no estabilizó nada. Fue solo otro monumento a la ruina.

El dólar paralelo se disparaba como un cohete sin control, y la hiperinflación —rabiosa, incontrolable— devoraba los restos del ingreso nacional.

En marzo, la crisis se volvió inaguantable incluso para los cómplices de uniforme. Los cargamentos de petróleo y productos importados eran retenidos por embargos judiciales. Los generales, antes leales por conveniencia, comenzaron a murmurar. El saqueo se había secado.

Y el dictador… se hundía. Encerrado en su palacio, mostraba síntomas de un letargo terminal, como aquel Cipriano Castro que abandonó el país para no volver.

En un último intento de perpetuarse, la Asamblea Constituyente —una caricatura de Parlamento— anunció elecciones anticipadas. Nadie las tomó en serio. La comunidad internacional denunció el fraude. La oposición se levantó de la mesa de “negociaciones” en República Dominicana, harta del teatro.

La atmósfera era de vigilia, de país en suspenso.

Entonces ocurrió algo inesperado: jueces de México, Colombia, Argentina y España emitieron órdenes de arresto contra el dictador y sus ministros, alineándose con una sentencia histórica de la Corte Penal Internacional. Por primera vez, se desmantelaban las inmunidades diplomáticas que protegían a criminales de Estado. Y el nombre del dictador encabezaba esa lista negra.

Mientras tanto, las calles ofrecían imágenes de otro mundo: hombres, mujeres y niños asaltando camiones de basura para encontrar comida. Un reportaje del New York Times comparó la escena con un episodio de The Walking Dead. En Venezuela, el horror ya no era una excepción: era la rutina.

Y entonces, la noche del 19 de marzo, en medio de un toque de queda que envolvía a Caracas en un silencio mortuorio, un estruendo rompió la calma.

Desde La Carlota, el rugido de un avión presidencial despegando, escoltado por dos cazas Sukhoi, sacudió los techos de la ciudad. Muchos recordaron, con escalofríos, la madrugada del 23 de enero de 1958, cuando Pérez Jiménez escapó a Santo Domingo.

Ahora, igual que entonces, el dictador huía.
Y dejaba atrás un país en ruinas.
Pero también un pueblo… al borde del despertar.


























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