De verdad, hay alguien que quiera quedarse?
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La pregunta que desvela
En una de estas noches de insomnio, esas que ahora me acosan quizás por mi edad, pero seguramente también por la ansiedad de abandonar este Titanic en hundimiento perpetuo, me hacía esa pregunta: ¿por qué seguimos aquí?
Nadie sensato puede aferrarse a una existencia como esta, "viviendo" entre comillas, como decía aquel galáctico, rodeado de dolor propio y ajeno. Aquí todo es miseria: basura en cada esquina, delincuentes uniformados y sin uniforme, servicios públicos que son más una burla que un derecho. Salud, seguridad, agua, gas, gasolina, electricidad… todo es un desastre. Y lo peor: no hay instituciones independientes para canalizar quejas, reclamos o demandas. Todo está subordinado a un régimen autócrata que jamás admite errores. Ellos se creen una maravilla; cualquier desastre lo justifican culpando a otros. Pero alzar la voz o protestar en las calles puede costarte la libertad, como dicen en su jerga, con la amenaza de un juicio infinito por "golpista" o "incitador al odio". Es como vivir en una película de terror, en la selva de la nada.
Entonces, ¿por qué no se van los que quedan? Ya más de cinco millones de venezolanos han huido. Algunos alegan razones sentimentales: el amor por el país, el Ávila, el mejor clima del mundo, las playas, la amabilidad de los venezolanos, el Miss Venezuela. Todas esas cursilerías que no resisten un análisis serio.
Ante ese “amor por el país” que tanto se invoca, yo digo: las personas normales quieren más a sus padres y a sus hijos que a cualquier pedazo de tierra. Y aun así, los dejamos atrás cuando nos casamos o nos divorciamos, cuando buscamos nuevos horizontes. ¿Por qué entonces aferrarse a un lugar donde convivir es mucho más atroz que cualquier ruptura personal?
La verdad es que quienes todavía permanecen aquí lo hacen por razones prácticas, no románticas. Hay quienes lo piensan, así sea por un instante, pero algo los detiene: la edad avanzada, problemas de salud, complejas dinámicas familiares o patrimoniales, miedo a la xenofobia, o simplemente la falta de medios económicos para afrontar la aventura en el extranjero. También está la resignación de quienes nunca han conocido algo mejor y prefieren no arriesgarse: su zona de confort es el infierno, y cambiar da miedo.
Y luego están los ingenuos, los románticos que aún creen que un cambio de gobierno hará que Venezuela vuelva a ser como antes. Son pocos, la mayoría personas mayores, que se aferran a esa esperanza porque no les queda otra. Pero la razón dicta otra cosa: aquí no habrá un cambio real en años. Y si lo hay, el país no volverá a ser lo que fue. Tendrán que pasar generaciones, bajo el liderazgo de venezolanos íntegros y talentosos, para reconstruir apenas una fracción de lo perdido.
Lamentablemente, esa premisa es casi imposible. La pobreza, fomentada por el chavismo, ha crecido exponencialmente. Esa población empobrecida es vulnerable al resentimiento, a la manipulación oficial y a las migajas disfrazadas de bonos y bolsas de comida. Con una hegemonía comunicacional tan aplastante, el continuismo tiene una ventaja inmensa frente a cualquier alternativa.
Incluso entre los enchufados, los privilegiados civiles y militares del sistema, muchos quisieran irse. Pero el miedo a perder sus privilegios o ser tachados de traidores los mantiene atados a la "revolución".
Y así seguimos aquí, en este Titanic que, aunque zozobra, parece no terminar de hundirse.
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