Cédula catastral o catastrófica






 

¡Párate a la derecha, pajarito!

Este era el usual saludo de nuestros policías de tránsito en las alcabalas, dos décadas atrás, para someternos en flagrancia a su más acabada técnica hamponil: bajarnos de la mula so pretexto de un cocuyo que no enciende o de un certificado médico vencido. A Ignacio le vino a la memoria este bochornoso recuerdo durante la semana flexible que Maduro —¡tan inteligente él!— decretó con su proverbial galimatías: "semana flexible pero con cerco epidemiológico". Cada funcionario de mando se permitió interpretarla a su leal saber y entender. ¡Qué molleja!, diría un maracucho.

El tema es que Ignacio debía tramitar ante la Alcaldía de Sucre la cédula catastral del apartamento en Sebucán. Comenzó ingresando a la página web de la Alcaldía para solicitar un estado de cuenta del referido inmueble. Luego se trasladó al Centro Comercial Millennium en Los Dos Caminos para cancelar el monto de la deuda indicada en la página. La otra opción era hacerlo en línea desde Banesco, pero él no tenía cuenta en ese banco y prefirió someterse a la carrera con obstáculos para no molestar a un amigo cliente de esa institución. “Mis amigos se han esfumado entre la diáspora y la pandemia”, se dijo, justificando su decisión.

Le informaron que, durante esa semana flexible, podía pagar directamente en las oficinas de la Alcaldía, pero debía acudir muy temprano, antes de las seis de la mañana, ya que repartían solo sesenta números para esos trámites. Así lo hizo. Entre gallos y medianoche, se alistó para amanecer bien temprano en los alrededores del centro comercial, un sitio que a esas horas provocaba pánico hasta en el más pintado, tanto por el escenario siniestro como por la apariencia de zombis que lucían algunos transeúntes y gente de la calle comenzando su rutina de estropeados.

Recibió el número 45. Pasó toda la mañana en la cola, sorteándola jugando ajedrez en el celular contra el androide —que le daba jaque mate cada vez que se despabilaba— y escuchando las vivencias de sus compañeros de trámite, quienes narraban sus viejos trances administrativos ante el ogro oficial de turno.

Finalmente, canceló el saldo pendiente. Al llegar a casa, intentó descargar de la página unas planillas relativas a la solicitud de la cédula catastral. Ah, pero esas planillas implicaban realizar otro pago. Esto significaba repetir la diligencia de ir muy temprano a coger número. Ahora era semana radical y el reparto se reducía a veinte números por el distanciamiento social. Un madrugonazo más osado por los predios de la Caracas que asusta.

Amaneció nuevamente a las puertas de esas oficinas una madrugada lluviosa, sin siquiera un cafecito previo, esperando el numerito que repartiría el muchacho de la película a las ocho de la mañana. Esta vez la espera para el pago fue breve: le había tocado el número 2. “Valió la pena el susto”, se dijo feliz.

Pero la faena no terminaba allí. La planilla pagada indicaba que debía cancelar un timbre fiscal ante la Gobernación de Miranda, el SATMIR. Podía hacerlo en alguno de los bancos recaudadores, pero esa semana era radical y los bancos no abrían. La otra opción era usar un comodín: llamar a un amigo de Banesco para pagar en línea. No tuvo más remedio que contactar a su partner de tenis.

Así lo hizo. Canceló el timbre fiscal, pero debía esperar al lunes, semana flexible, para presentarse con carpeta en mano, roja tamaño oficio, y todos los documentos exigidos bajo gancho de archivo. Ah, pero el lugar ya no sería el intimidante paisaje de Los Dos Caminos. No, el episodio final sería en una escabrosa calle de Boleíta Sur, cercana al barrio La Lucha, en la Calle República Dominicana. “Muy sugestivo el nombre del barrio”, se dijo, buscando ánimo.

“¡Pero esto me queda muy lejos y es peligroso ir de madrugada!” pensó, buscando una solución. “Utilizaré otro comodín”, se dijo en silencio.

Llamó a su consuegro en El Marqués, zona aledaña al tinglado donde debía acudir. Este, de muy buen talante, le dijo: “Vente, que yo ese día también salgo por aquí cerca al SAIME, en Los Ruices, a tramitar el pasaporte”.

“¡Qué bueno!” acotó Ignacio.

El domingo, Ignacio y su consuegro, después de la cena, pensaron en acostarse temprano para madrugar con energía. Pero antes, debieron soportar la perorata de Maduro, anunciando su épica pandémica y sus “audaces” acciones preventivas. Se durmieron con dudas sobre el alcance de los acertijos lanzados en la cadena nacional.

Ignacio salió por la mañana con la preocupación de que el timbre fiscal vencía ese día. Tienen una vigencia temeraria de solo cuatro días: lo pagó el jueves y vencía ese lunes 15.

Al llegar, ya había una cola de más de treinta personas por delante. Esta creció hasta ocupar la cuadra. Reinaba un silencio nervioso en la fila. No aparecía nadie responsable de abrir el portón de las oficinas ni de dar información sobre el horario de atención.

A las nueve de la mañana, emergió de las entrañas del edificio un vigilante con aspecto de jockey mal pagado, a quien llaman “Pajarito”. Este personaje, desperezándose, anunció que no abrirían las oficinas esa semana por el anuncio del presidente la noche anterior: “Cerco epidemiológico”.

“¿Y ahora qué hago?” preguntó Ignacio, acercándose a Pajarito. “Hoy se me vence el timbre y la otra semana se me vence la solicitud” (caduca trimestralmente).


Pajarito no titubeo en responder que la otra semana tampoco trabajarían, ya que sería semana radical. Además -agregó- después de esa semana comienza un nuevo trimestre.

-Ah, okey.   Nuevo estado de cuenta.!

-Volver a empezar! -sentenció pajarito-.








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