Capítulo final de "Match en Ucrania"
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En un mundo en el que las fronteras han perdido significado y los conflictos armados resuenan en todos los rincones del planeta, dos hombres encuentran su destino en un país que nunca imaginaron defender. Samuel y Luciano, dos almas marcadas por la opresión y la resistencia, huyen de las sombras del pasado solo para enfrentarse a los horrores del presente. Mientras los ecos del chavismo y el kirchnerismo los persiguen desde Sudamérica, se ven atrapados en las garras de una invasión que transformará para siempre sus vidas.
En el crisol de Ucrania, donde los ideales de libertad y soberanía son puestos a prueba por el rugido de los tanques y el silbido de los misiles, Samuel y Luciano se embarcan en una última lucha, no solo por la tierra que los ha acogido, sino por redimirse de los fantasmas que los han seguido a lo largo de su exilio. Pero en esta guerra, donde la muerte acecha en cada esquina y el miedo es un compañero constante, las fronteras entre la valentía y el desconsuelo, entre el amor y la supervivencia, se desdibujan.
Este relato es un viaje hacia lo desconocido, hacia los límites de la resistencia humana. Es la historia de dos hombres que, aunque atrapados en el caos de una guerra lejana, siguen luchando por aquello que siempre los ha definido: la libertad, la dignidad y el anhelo de pertenecer a un lugar en el que el futuro no esté teñido de sangre.
"Cuando los imponentes tanques rusos de Putin alcanzaron las calles de Kiev el 26 de febrero, Yara International, con oficinas en la ciudad, sintió de inmediato los efectos del conflicto. No solo por tener empleados atrapados en la zona de guerra, sino porque uno de sus edificios fue golpeado directamente por un misil. Afortunadamente, no hubo víctimas entre el personal.
Esa misma noche, en el pequeño apartamento de Samuel, ubicado en la histórica calle Khreshchatyk, él y Luciano se refugiaron en la música y el vino. Óperas como Casta Diva de Norma, La Mamma morta de Andrea Chénier, y Pace pace mio Dio de La forza del destino llenaron el ambiente, envolviéndolos en una atmósfera cargada de nostalgia y dolor. Cada aria parecía resonar con los recuerdos de los últimos años, de los abismos que ambos habían recorrido.
—Cómo nos hubiese gustado tomar las armas para liberar a Venezuela del oprobio comunista, pero eso nunca fue posible. No había armas, solo impotencia —dijo Samuel, con amargura.
Ambos habían sido testigos del colapso de Venezuela bajo el chavismo y luego la incertidumbre en Argentina, cuando el kirchnerismo resurgió. Luciano había pasado por una escala frustrada en España antes de recalar junto a Samuel en Ucrania, un país que parecía prometedor, pero que de la noche a la mañana se convirtió en un campo de batalla por la ambición imperial de un invasor. A veces sentían que el oprobio los seguía, condenándolos a una huida interminable.
—Sami, mañana iremos a Járkiv. ¿Tienes miedo? —preguntó Luciano, rompiendo el silencio.
—Por supuesto que sí. Tal vez moriremos antes de siquiera disparar un tiro. Ellos tienen experiencia, artillería pesada, y nosotros... apenas unas horas de entrenamiento.
—¿Hace cuánto fue la última vez que disparaste un fusil?
—Veinte años, en un polígono de Caracas. ¿Y tú?
—En la Guerra de las Malvinas, aunque nunca me enviaron al frente. Era demasiado joven. Pero esa fue una guerra diferente, una iniciada por un dictador. Esto es una invasión. Esto es distinto.
—Entonces, ¿crees que disparas bien?
—Lo sabré mañana. Según el correo, nos darán dos horas de entrenamiento antes de entregarnos los kalashnikov.
—Estaremos allí antes de las seis.
Siguieron bebiendo, y Luciano encendió un puro cubano. Ambos querían mantener la valentía, aunque el miedo latente les rondaba. Era un miedo sutil, inefable, más allá de las bombas y los tiros. Miedo a lo que no podían nombrar.
La voz de María Callas en La Mamma morta invadió el cuarto, sumiéndolos en un trance emocional. Samuel dejó escapar unas lágrimas mientras Luciano, sin decir nada, deslizó su mano por el brazo de su amigo. Se miraron fijamente, y sin pensar, Luciano lo besó. Samuel se sorprendió, pero no se resistió.
—Seguramente fue el miedo a lo que nos espera mañana... —pensó Samuel, buscando una explicación a lo que acababa de ocurrir. Todo le parecía irreal, como si ya estuvieran viviendo en una especie de despedida anticipada.
Bebieron más vino, compartieron el puro y, por un momento, las palabras sobraron.
—Es mejor que vayamos a dormir, hay que madrugar —dijo Samuel, con la voz apagada.
Capítulo: La víspera de Járkiv
El amanecer llegó sin que Samuel ni Luciano hubiesen dormido. El vino y la música se habían agotado, pero el eco de las arias seguía flotando en el aire, como si María Callas aún cantara entre las sombras de aquel apartamento de la calle Khreshchatyk.
El desliz de la noche anterior no fue mencionado por ninguno de los dos. Bastó con mirarse, intercambiar un gesto cómplice y saber que el silencio era su única forma de comprensión. Afuera, Kiev despertaba entre sirenas y columnas de humo, como una vieja ópera que volvía a empezar cada día.
Luciano preparó café en una hornilla improvisada. Samuel, con las manos temblorosas, revisó su teléfono: nuevos bombardeos en las afueras, muertos en Irpín, tanques acercándose al Dniéper. En el grupo de voluntarios se confirmaba la orden: partirían hacia Járkiv antes del mediodía.
—Dicen que el frente está roto —murmuró Luciano, sin apartar la vista del café que hervía.
—Siempre lo está, en todas las guerras —respondió Samuel—. Lo que importa es no romperse uno mismo.
Ambos se vistieron con ropa de campaña y chalecos prestados. Antes de salir, Luciano encendió un cigarro y se asomó al balcón. Desde allí se veía la Plaza Maidán vacía, cubierta de nieve sucia, con una estatua que aún conservaba los rastros de metralla.
Pensó en Buenos Aires, en los inviernos del Río de la Plata, y en los bares donde hablaba de revoluciones que nunca llegaron. Pensó también en Samuel, en la fragilidad de su voz cuando mencionaba a Caracas, y en esa extraña lealtad que solo nace del exilio: la de dos hombres que se acompañan porque el mundo los ha dejado sin lugar.
A las seis, se reunieron con el convoy. Los ucranianos los miraban con mezcla de curiosidad y gratitud: aquellos dos extranjeros de acento hispano, que hablaban de Bolívar y de Gardel, venían a morir con ellos.
Les entregaron los kalashnikov, dos cascos, una manta. Nadie les pidió documentos; en la guerra, la identidad se reduce al rostro y al pulso.
Durante el trayecto, Samuel observaba el paisaje devastado: aldeas calcinadas, carreteras repletas de vehículos destruidos, perros vagando entre los restos.
El conductor del camión, un muchacho de veinte años, tarareaba una melodía popular. A veces el canto se mezclaba con el estruendo lejano de los obuses, y todo adquiría una belleza insoportable, como si la muerte tuviera su propia partitura.
En un momento, Luciano apoyó su mano sobre la rodilla de Samuel. Fue un gesto breve, casi imperceptible, pero suficiente para contener el miedo.
—Si muero primero —dijo Samuel, sin mirarlo—, quiero que me recuerdes riendo, no llorando.
Luciano asintió, con una sonrisa fatigada.
—Y si muero yo, prométeme que escribirás algo. No sobre mí, sino sobre esto... —hizo un gesto amplio, señalando el horizonte gris—. Para que alguien sepa que, incluso aquí, hubo amor.
El convoy se detuvo en las afueras de Járkiv. Los soldados cavaban trincheras en la nieve. Una mujer repartía pan y té caliente. El cielo retumbaba.
Samuel pensó en lo absurdo de todo aquello: dos hombres latinoamericanos, voluntarios en una guerra ajena, empuñando fusiles prestados contra un enemigo invisible.
Por un instante, creyó escuchar de nuevo la voz de María Callas —Pace, pace mio Dio...— y comprendió que, quizá, el episodio de la noche anterior había sido su forma de orar.
Al caer la tarde, el primer bombardeo los obligó a refugiarse en un edificio derruido. Samuel alcanzó a ver a Luciano encender un cigarro entre los escombros. Sonrió.
La guerra no había comenzado aún para ellos, pero la despedida ya estaba escrita en el aire.
Capítulo : Járkiv, la última aria
El amanecer sobre Járkiv parecía una llamarada congelada.
El cielo tenía un tono metálico, como si lo hubieran pintado con restos de metralla. Samuel y Luciano despertaron en un sótano improvisado, junto a una docena de milicianos que dormían con el fusil entre las piernas. Afuera, el estruendo era constante, una respiración monstruosa que venía del este.
Luciano fue el primero en levantarse. Se frotó el rostro con nieve derretida y encendió un cigarro. Samuel lo observaba en silencio. En ese instante, comprendió que su amigo argentino tenía coraje, que quería morir con las botas puestas, lo que él no sentía, le importaba menos la gloria. Samuel, un gran soñador, imaginaba una puesta en escena. De verdad, lo aterraba la guerra. Disimulaba muy bien el pavor que le deparaba cada bala que le silvaba cerca.
A las siete, un oficial ucraniano irrumpió gritando órdenes. Había que moverse, reagruparse en una escuela abandonada a dos kilómetros. Los rusos avanzaban con tanques y artillería pesada.
Luciano ajustó el chaleco de Samuel y este en retribución le puso el casco.
—Si nos perdemos, nos encontramos en la ópera —bromeó, con una sonrisa débil.
Samuel no entendió al principio, pero luego asintió: en su mente, La Mamma morta sonaba como un presagio.
El grupo avanzó por las calles cubiertas de polvo. Cada esquina olía a pólvora y miedo.
A lo lejos, una columna de humo se alzaba donde antes había casas, tiendas, árboles. El invierno parecía una prolongación del infierno.
Cerca del mediodía los alcanzó un bombardeo.
El ruido fue tan brutal que el suelo se abrió como una boca. Samuel cayó al suelo, aturdido, con los oídos zumbando. Vio cuerpos en el aire, ladrillos, un trozo de ventana girando como una hoja.
Buscó a Luciano. Lo encontró a pocos metros, inmóvil, cubierto de polvo y sangre. Corrió hacia él.
—¡Luciano! ¡Luciano! —gritaba, sacudiéndolo.
El argentino abrió los ojos con dificultad. Tosió, sonrió apenas.
—Te dije... que esto era distinto —susurró.
Samuel apretó su mano. Sentía que el mundo se desmoronaba alrededor.
—No te duermas. Te sacaré de aquí.
—No... déjalo. No quiero morir en un hospital. Quiero oírla... —balbuceó.
—¿A quién?
—A Callas...
Samuel entendió. Sacó su teléfono, que milagrosamente aún funcionaba, y buscó la grabación de La Mamma morta.
El aria comenzó a sonar entre las ruinas, desafiando el estruendo de la artillería. La voz de la diva se elevó pura, imposible, sobre la destrucción.
Luciano la escuchaba con los ojos cerrados, como si la música lo abrazara.
Samuel lo sostuvo hasta que la respiración se apagó.
No hubo lágrimas. Solo el silencio posterior, el mismo que queda tras el último acorde.
Cuando los soldados ucranianos lo hallaron horas después, Samuel aún tenía el teléfono en la mano. Había colocado el cuerpo de Luciano cubierto con una manta, y sobre su pecho, un cigarro apagado.
—Era mi compañero —dijo simplemente, sin explicar más.
Esa noche, desde la escuela convertida en cuartel, escribió unas líneas en su cuaderno:
“Murió escuchando a Callas.
No hubo patria ni bandera que lo reclamara.
Pero hubo belleza, y eso bastó.”
El fuego seguía iluminando el horizonte. Samuel miró el cielo y pensó que la voz de María Callas no pertenecía a la tierra, sino a los que se van.
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