Cadena perpetua venezolana

 




En la Venezuela del socialismo chavista, todo preso político está condenado, en la práctica, a cadena perpetua. Muchos ni siquiera llegan a juicio; otros, si tienen el dudoso privilegio de una audiencia, enfrentan procesos amañados donde las pruebas son irrelevantes y la defensa privada, una ilusión. Algunos son sentenciados sin evidencia, sin apelación, sin esperanza.


Los jueces del horror, verdaderos sicarios judiciales, acatan órdenes sin cuestionar. Unos lo hacen por convicción servil, otros por miedo, y no faltan los que simplemente ejecutan las instrucciones para conservar su puesto. La orden puede ser condenar de inmediato o, peor aún, no decidir nunca, lo que equivale a un castigo sin fin. Algunos detenidos han cumplido su sentencia, pero su liberación no depende de la justicia, sino de la conveniencia política: el régimen los usa como fichas de negociación con la oposición.


El nivel de cinismo alcanza lo absurdo. Extranjeros que llegan al país, arrastrados por la seducción de una venezolana que conocieron en Argentina, Perú, Chile o Estados Unidos, han sido arrestados bajo cargos de conspiración. Su detención no responde a ninguna prueba concreta, sino a la necesidad del gobierno de canjearlos por algún favor diplomático. Hasta que no haya un acuerdo con el mandatario de turno, su condena es, de facto, perpetua.


Por eso, las venezolanas en el exterior —con su belleza y su picardía— se han convertido, sin quererlo, en una especie de peligro para los incautos que caen rendidos ante ellas. Su atractivo puede convertirse en la puerta de entrada a una trampa sin salida.


Lo que no logro entender es cómo aún quedan venezolanos de bien que, teniendo la oportunidad de huir de ese infierno, deciden quedarse. ¿Es esperanza o resignación? ¿Valentía o miedo a lo desconocido? Tal vez nunca lo sabremos.










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