El falso supuesto de Maria.
En un país del Caribe, donde la tiranía se aferra al poder con garras de hierro, muchos de sus ciudadanos creen que ha llegado el momento de actuar. Ramón es uno de ellos. Como otros en el exilio, está convencido de que la única vía realista para recuperar la libertad es formar un ejército libertador con compatriotas expatriados y voluntarios extranjeros, tal como hicieron en el pasado sus héroes de la independencia. Las elecciones han sido una farsa, la diplomacia un callejón sin salida y las sanciones, un simple estorbo para la dictadura, pero nunca una amenaza real.
Para Ramón y sus compañeros, la mujer que ha encabezado la resistencia debe asumir su papel definitivo en la historia: liderar la rebelión. Pero para ello, primero debe abandonar la clandestinidad y salir del país. El candidato que ha designado en su lugar no es, ni de lejos, un líder capaz de inspirar la lucha. Se ha convertido en una figura decorativa, más preocupado por posar en alfombras rojas, coleccionar reconocimientos vacíos y pronunciar discursos huecos ante foros internacionales que en hacer algo concreto por la causa.
Sin embargo, cuando esta líder se reunió con representantes del imperio gringo, su postura sorprendió a muchos. Aseguró que no hacen falta soldados extranjeros, pues, según ella, el 80% de las fuerzas armadas repudia al tirano. Para derrocarlo, insiste, basta con una implosión dentro de los cuarteles: que los oficiales de menor rango se subleven contra la cúpula militar, el único sector que aún sostiene la dictadura. Solo hace falta—dice—coordinar voluntades y sincronizar los comandos medios con las tropas.
Ramón no está convencido. Le parece un cálculo optimista, casi ingenuo. Sabe que el adoctrinamiento dentro de las filas castrenses ha calado hondo y que el miedo es el arma más poderosa del régimen. Aun si la mayoría desprecia al tirano, los altos mandos tienen en sus manos el control absoluto de las comunicaciones y la información. Cualquier intento de conspiración puede ser detectado y sofocado antes de que siquiera tome forma.
Hay razones de sobra para temer. En regímenes como ese, los servicios de contrainteligencia militar vigilan a cada soldado y a cada oficial subalterno. La más mínima sospecha de deslealtad puede significar prisión, tortura o la muerte. Pero la represión no se limita a los propios militares: sus familias también están en la mira. El régimen no duda en amenazar, secuestrar o castigar a sus seres queridos para asegurarse de que nadie se atreva a levantar la cabeza.
Además, existe otra trampa sutil pero efectiva: la división interna. A través de privilegios, beneficios y enemistades artificiales, la dictadura ha sembrado la desconfianza entre los soldados. Nadie sabe quién es realmente un aliado y quién un delator. Y sin unidad, la rebelión es solo una ilusión.
Pero lo que más inquieta a Ramón es la ausencia de un liderazgo militar claro. ¿Quién daría la orden cuando llegue el momento? ¿Quién asumiría el riesgo de encender la chispa? Sin un jefe visible y decidido, cualquier levantamiento estaría condenado al fracaso antes de empezar.
Esa, tal vez, es la batalla más difícil de todas.
Por eso, Ramón duda. Sin la ayuda de una fuerza externa, sin la presencia de una legión comprometida con la causa, la liberación de su país sigue pareciendo un sueño lejano.
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