Capitulo 8
Capitulo 8
Si a Ignacio el destino le cerraba una puerta en los negocios, le abría otra en el terreno más resbaladizo del deseo. Maruja, su excuñada, se convirtió en su refugio momentáneo, en la cómplice de un idilio prohibido que floreció en medio del caos de una ciudad crispada por la crisis y la represión. Entre vinos, protestas y el olor de la gasolina racionada, Ignacio encontró un escape efímero en la piel de Maruja, en el calor de un apartamento que por una semana fue su universo.
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Ignacio después de sus desavenencias con Delfina tomó la resolución de radicarse en la provincia venezolana, preferentemente en la región de los Andes. Allí podría emprender algún negocio aprovechando su pasado que le ligaba al gobernador de turno, un ex capitán del ejército, ya que había dejado bonitos recuerdos de su noviazgo adolescente con Belén, hermana del mandatario. Pensó en la ciudad de San Cristóbal como plan b también por su cercanía a la frontera con Colombia, país que lucía como vía de fácil escape de la dictadura y al que podía accederse hasta caminando por alguna trocha desde Venezuela cuando estuviere cerrada la frontera a causa de los constantes impasse entre el tirano y la Casa de Nariño.
Cuadró su llegada a esa ciudad. Sería en casa de su excuñada, Maruja, a quien tenía unos cuantos años sin ver desde su separación de su hermana Jimena, pero con quien conservaba relaciones de simpatía. Aprovechó para poner a prueba su calidad profesional como oftalmóloga.
El conocía bastante la ciudad, ya que había intentado en otras ocasiones algunos negocios de espectáculos teatrales que le resultaron fallidos. Pero ella de buen ánimo se interesó en acompañarlo a realizar algunos contactos para obtener la audiencia con el gobernador. Los intentos con el gobernador no resultaron como él suponía. El sujeto se mostró muy distante. Al parecer la ideología socialista había transformado aquella simpatía adolescente en un taimado y frío personaje que apenas lo recibió con un saludo formal y sin darle oportunidad para cordializar.
Entendió entonces que no obtendría apoyo en su proyecto de emprendimiento y pensó en regresarse a la capital. Pero si percibió que Maruja parecía muy entusiasmada con la idea de su radicación. Esa noche se fueron a un restaurante a relajarse y a degustar algunos platos típicos de la cocina regional.
Un ambiente de crispación se respiraba en la ciudad a raíz de los conatos de protestas generadas por la crisis social y política que el gobierno socialista había incentivado con erráticas medidas sobre los comerciantes y la población en general. El desabastecimiento de gasolina se había convertido en un tenaz dolor de cabeza. Varias protestas habían sido sofocadas a plomo y bombas lacrimógenas con un centenar de heridos y detenidos.
Esa noche los vinos en el restaurante y la disposición de ambos a conocerse más íntimamente se pusieron de manifiesto al llegar al apartamento. Unos deseos contenidos de besarse y acariciarse se desataron en la calidez del monoambiente de Maruja. A partir de ese momento se entregaron durante una semana a unas intensas jornadas de sexo que solo suspendían para salir a comer a la calle y regresar a iniciar la pasión irrefrenable de poseerse.
Ignacio debía regresar a la capital por sus temas pendientes, pero su interés en establecerse en San Cristóbal comenzaba a crecer a pesar de que el tema comercial laboral había resultado un fracaso.
Pero otra vez entraría en juego el tema del amor prohibido en la vida de Ignacio. Efectivamente el affair de Maruja con su excuñado no podría ocultarse por mucho tiempo. Tratándose de un pueblo pequeño, ese amancebamiento comenzaba a ser objeto de reproches entre los familiares de Maruja más cercanos. Una familia de recios principios morales veía casi incestuosa la relación. A los oídos de Maruja alcanzaron los primeros ecos de esos tambores de la infamia y antes de que la noticia llegara a los oídos de su hermana Jimena decidió abortar esos planes románticos. Llamó a Ignacio y lo persuadió de abandonar ese barco.
Como en tantas otras ocasiones, la moral y los prejuicios de una sociedad que vigilaba desde las sombras dictaron su sentencia.
Él entendió sus temores, pero aceptó de malas pulgas el retiro, ya que su prontuario de fechorías románticas no admitía rendiciones.
Ignacio, derrotado pero jamás vencido, comprendió que su historia no era la de un hombre que se establecía, sino la de un hombre condenado a huir, no solo de un régimen, sino también de sí mismo.
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