La novela del exilio
Prólogo
Este libro no nació de un impulso repentino, sino de una necesidad que fue creciendo con el tiempo: la de nombrar el silencio, de dar forma al desarraigo, de entender la vejez cuando esta llega acompañada de pérdidas, migración y soledad. Los inviernos de Emilio es una novela íntima, escrita desde las fronteras de la memoria y del cuerpo, en el exilio, donde los días parecen pesar más, y los afectos —lejanos o rotos— se sienten más intensos.
Emilio no es un símbolo, pero encarna muchas realidades: la del hombre desplazado por circunstancias políticas, la del padre que ama con torpeza, la del escritor que resiste al olvido escribiendo. Su historia se mueve entre dos geografías —Venezuela y Canadá—, entre dos tiempos —el pasado que no termina de irse y un presente que no termina de llegar—, entre el amor y el miedo, entre la esperanza y la renuncia.
Este relato es también una carta a quienes han debido recomenzar después de los cincuenta, a quienes se sienten invisibles en sociedades que adoran la juventud, a quienes han perdido su país y, con él, parte de su identidad. No hay aquí grandes gestas, pero sí pequeños actos de valentía: acompañar a una mujer frágil, estudiar una nueva lengua, presentarse a una entrevista migratoria con el corazón en la boca, escribir.
Ojalá Los inviernos de Emilio sea también un espacio de abrigo para quienes aún están atravesando los suyos.
Ivanna Méndez Martínez
Capítulo 1: La maleta del asilo
Emilio bajó del avión como quien se baja de un barco en plena tormenta. El cielo de Montréal estaba encapotado, y el viento que se colaba por los resquicios de la manga del aeropuerto parecía querer empujarlo de regreso. Tenía frío, aunque todavía no era invierno. Octubre podía ser cruel para un hombre acostumbrado al trópico y, más aún, para uno que llegaba con los huesos cansados y el alma doblada por los fracasos.
En la fila de migración le temblaban las manos. No por el trámite —ya sus hijos habían hecho lo necesario para recibirlo como solicitante de asilo—, sino por ese miedo antiguo que le nacía en los huesos cada vez que debía depender de otros. Él, que había dirigido oficinas, que había tenido chofer, que había manejado bancos en una Venezuela que ya no existía, ahora mostraba un pasaporte vencido, una carta de su abogado de inmigración, y una maleta con olor a encierro.
La maleta era pequeña. Ruedas flojas. Cierre terco. Adentro, ropa para tres estaciones, un par de libros (El pasajero de Truman, de Francisco Suniaga y otro suyo, Contuso y confeso, impreso en una editorial digital que nunca le pagó regalías), un rosario de su madre muerta y una carpeta azul con los documentos que probaban que en su país lo querían silenciar. Una carta de despido con acusaciones falsas, un pantallazo de sus tuits contra el régimen, una citación judicial que nunca respondió. La persecución era real, pero lo que más le dolía no era el miedo al retorno, sino saber que no había a dónde volver.
En el salón de espera del aeropuerto Trudeau, lo aguardaban sus dos hijos. La mayor, Emily, sostenía un cartel con su nombre como si esperara a un turista. El otro, Milan, apenas lo saludó con un gesto cansado. Los abrazos fueron breves, medidos. “Papá, ¿trajiste abrigo?”, preguntó Emily. “Sí, claro”, mintió Emilio. No quería que lo vieran como una carga desde el primer minuto.
El trayecto en auto hacia el albergue fue silencioso. Le explicaron que estaría allí solo unas semanas, mientras conseguía un pequeño apartamento subsidiado. Emilio asintió sin entusiasmo. Miraba por la ventana los árboles rojizos, los techos de las casas, los nombres en francés que no podía pronunciar. La ciudad parecía hermosa, sí, pero extraña, como una postal a la que alguien más pertenece.
Al llegar, subió dos pisos sin ascensor. La habitación era estrecha, pero limpia. Una cama individual, una mesa con lámpara, una pequeña nevera. Sus hijos se despidieron con rapidez. “Nos vemos el sábado, papá. Te escribimos por WhatsApp”. Clic. Puerta cerrada.
Esa noche, Emilio desempacó en silencio. Colocó el rosario sobre la mesa. Abrió el libro de Suniaga como quien busca un viejo amigo. Se recostó sin quitarse los zapatos. Afuera, lloviznaba. Adentro, el reloj digital del microondas marcaba las 20:04.
Cerró los ojos. No era Caracas, ni Buenos Aires. No era nada conocido. Era el inicio de otra etapa. El asilo no solo era un trámite: era un último intento de pertenecer a algún lugar antes de volverse invisible.
Capítulo 2: El monoambiente de la derrota
En Buenos Aires, el monoambiente estaba en un edificio viejo de Almagro. Cuatro pisos sin ascensor, humedad en las paredes y una ventana que daba a un contrafrente sin cielo. Pero era suyo. Su pequeño refugio en una ciudad que lo sedujo desde el primer día, con sus cafés, sus plazas arboladas, su aire de nostalgia europea y su gente que hablaba fuerte, pero con corazón.
Allí vivió catorce meses. Trabajó cada uno de esos días manejando un auto que debía cada día más por efecto del diferencial cambiario, en una aplicación que lo maltrataba con algoritmos, tarifas injustas y usuarios ingratos. Aprendió a moverse por Palermo, por Once, por la Boca. A evitar zonas peligrosas, a responder con cortesía los “¿de qué parte de Venezuela sos?”. Las noches eran lo peor: con el cuerpo entumecido, las piernas hinchadas, los brazos adoloridos. Dormía mal. Soñaba con accidentes, con robos, con quedarse dormido en un semáforo.
Cada mes hacía malabares para pagar el alquiler, las expensas, el seguro del auto, los gastos de mantenimiento. No quedaba nada para ahorrar. El peso se licuaba día a día. No había colchón posible. Ni siquiera un mate de cortesía en la despensa de la esquina. A veces compraba medialunas de saldo en la panadería de la cuadra. Se decía que era “probar la cultura local”, pero en realidad era hambre.
Una noche, después de una jornada de catorce horas al volante, se quedó dormido frente al televisor. Al despertar, sintió que no podía mover el cuello. El dolor lo inmovilizó dos días. Nadie llamó. Nadie supo. Fue entonces cuando miró al techo, ese techo amarillento por la humedad, y dijo en voz baja: “no puedo más”.
Pensó en Canadá. Tenía dos hijos allá, y aunque la relación tampoco era de película, sabía que al menos lo ayudarían a gestionar algo. Recordó que Canadá protegía a los ancianos, a los refugiados, a los que huían de dictaduras. Recordó que allá no se pasaba frío en los hospitales, que había cursos gratuitos para aprender el idioma, que el asilo era posible si uno tenía cómo probar el miedo.
Vendió lo poco que tenía: el microondas, la bicicleta que no usaba, algunos libros. Regaló su vieja radio a un vecino boliviano que a veces le compartía sopa de maní. Le dijo adiós al portero con un apretón de manos y subió al avión con la espalda dolida y la esperanza en coma inducido.
Desde el cielo vio Buenos Aires como un rompecabezas. Pensó en sus calles, en los mates que nunca compartió con nadie, en las noches en que escribía relatos para una audiencia invisible. “Te amo, pero no me alcanzas”, le susurró en silencio. Cerró los ojos. Montréal lo esperaba con sus calles frías, sus reglas nuevas, y la promesa de que, al menos, esta vez no moriría manejando.
Capítulo 3: Francisation
A Emilio le costó encontrar el aula. El Centro de Formación para Inmigrantes estaba en un edificio gris del este de Montréal, con carteles en francés que no comprendía y una recepción donde la recepcionista, amable pero apurada, le indicó la puerta equivocada dos veces. A las 8:12 de la mañana, con la bufanda mal puesta y los guantes apretados en una mano, entró a la clase de Francisation para adultos mayores.
Eran diez. Cinco africanos, dos ucranianas, un chileno y una mujer iraní que no dejaba de tomar notas con lápiz en una libreta de Hello Kitty. Él era el mayor. El único con cabello blanco y ojeras que parecían tatuadas.
—Bonjour. Je m’appelle Nadine —dijo la profesora, con una sonrisa amplia y dicción perfecta—. Et vous?
Emilio dudó. Tartamudeó algo parecido a Emilió, con la “o” cerrada como una afrenta al idioma. Nadine lo corrigió con dulzura, pero él ya había enrojecido.
Las primeras lecciones eran simples: los días de la semana, los saludos, las partes del cuerpo. Pero su cabeza era un revoltijo de ideas que chocaban: ¿cómo se decía “próstata inflamada”? ¿Y “me duele la espalda”? ¿Y cómo explicaría que tenía una historia médica en Venezuela pero que el hospital fue saqueado y que nadie sabe dónde están sus expedientes?
Durante los recreos, se sentaba aparte. No por orgullo, sino por pudor. Nadie hablaba español. Y su inglés era igual de inexistente. Escuchaba sin entender, se reía cuando los otros lo hacían. Se sentía como un infiltrado en un club secreto.
Pero había algo que le gustaba. El olor del aula. A marcador, a café tibio, a libros nuevos. Le recordaba sus años de universidad, cuando creía que el mundo podía conquistarse desde una buena argumentación.
A veces escribía frases en los márgenes del cuaderno: “Je suis écrivain.” “J’aime le tennis.” “Je suis vieux, mais je veux apprendre.” Las copiaba cien veces. Como un rezo. Como si con cada línea pudiera convencer al idioma de que lo aceptara.
Nadine, al final de la clase, le dijo:
—Vous avez un accent charmant, Emilio.
Y aunque no entendió del todo, le devolvió una sonrisa. El aprendizaje, pensó, es otra forma de esperanza.
Capítulo 4: Los tigritos en negro
Montreal es una ciudad ordenada, limpia, a veces demasiado. Todo parece diseñado para que no te salgas del carril, para que el que se desvía no se note… o no sobreviva. Pero Emilio venía de otro lugar. Uno donde aprender a resolver era más importante que aprender a obedecer.
Por eso, cuando supo que la ayuda estatal apenas alcanzaba para el mercado del mes y la tarjeta de transporte, supo también que necesitaba un “plus”. Un tigrito, como decían en Caracas. Un rebusque. Algo en negro.
Al principio fue cuidar el perro de una vecina de Emily mientras ella viajaba a Toronto por trabajo. Le pagaron 60 dólares por tres días y le dejaron la nevera llena. El perro, un bulldog llamado Henri, roncaba más que él. Después le salió otro encargo: ayudar a un viejo colombiano a limpiar el sótano, luego acompañar a una señora haitiana al hospital. Tareas pequeñas, pero que sumaban. No pedía nada. Sólo lo que le ofrecieran. Y siempre en efectivo. Porque no quería comprometer su estatus. Porque aún esperaba esa carta mágica de Migración Canadá que dijera: asilo aprobado.
Emily lo sabía. No lo aprobaba, pero no decía nada. A veces le dejaba comida en el congelador: sopas, guisos, panquecas. O le compraba guantes térmicos sin preguntar si los necesitaba. Milán era más seco, más ausente. Lo veía los domingos, cuando lo invitaban a almorzar en su casa de Laval. Su nuera lo trataba con educación, pero con ese aire de hospitalidad obligada. No hablaban de plata. No hablaban de futuro.
—Papá, tú estás mejor aquí que en Buenos Aires —le dijo Milán una vez, mientras le servía más vino.
—Eso no lo discuto. Pero allá tenía con qué pagar el café. Aquí no tengo con quién tomarlo.
La frase quedó flotando. Silencio. Sonrisas tensas. Cambio de tema.
Emilio sabía que estaba de paso, incluso si el asilo llegaba. Que era un huésped invisible, un pariente incómodo al que se ayuda por deber. No se lo reprochaba. Sólo lo anotaba en su libreta, como un dato más del exilio.
Los tigritos en negro le daban dignidad. Le permitían regalarle una bufanda a Emily en Navidad, pagarle el transporte a un compañero de clase cuando no tenía, comprarse una raqueta usada con la ilusión de volver a jugar un partido antes de que el invierno se tragara las canchas.
Un día, una mujer peruana del centro de francisation le preguntó:
—¿Usted no tiene miedo que lo agarren?
Y Emilio, con una sonrisa llena de ironía venezolana, respondió:
—Yo tengo miedo de no tener con qué comprar pan. Lo otro ya lo viví en dictadura.
Y así siguió. A paso lento, con sus manos curtidas por el frío, su acento que resistía la francisation y su libreta llena de frases robadas al futuro.
Capítulo 5: El escritor sin premios
La luz de la mañana entraba tímida por la ventana del pequeño estudio que Emilio alquilaba en Côte-des-Neiges. Era un cuarto austero: una mesa, una lámpara de escritorio, una silla que crujía con cada movimiento y, sobre todo, su computadora. Su vieja compañera de batallas. Su remington digital.
Desde que llegó a Canadá, escribir se había vuelto más que una vocación: era una necesidad. Una forma de no diluirse. Una forma de gritar, aunque nadie escuchara. O peor, aunque nadie leyera.
Tenía varios libros en Amazon Kindle. Autopublicados. Casi todos relatos sobre Venezuela, sobre la pérdida, el exilio, las dictaduras. Textos duros, intensos, con ecos de Francisco Suniaga, su faro literario. Pero no habían vendido más que unas pocas copias. Un primo en Chile, dos excompañeros de banco, una mujer colombiana que lo seguía por Facebook y le había escrito un mensaje: “Me hizo llorar ese cuento del hombre que entierra a su madre en soledad.”
Aquella frase fue su premio. No necesitaba jurados. Sólo esa conexión invisible que se forma entre el que escribe y el que lee. Le bastaba para seguir.
No tenía agente literario. No iba a ferias del libro. Su promoción era una red de amigos virtuales y algún tuit que, con suerte, alguien compartía. Pero se sentía escritor. No como título, sino como convicción. Escribir lo mantenía vivo, incluso cuando el cuerpo se rendía.
Un viernes, después de la clase de francisation, una joven salvadoreña del grupo, Mónica, se le acercó.
—¿Usted es el que escribe cuentos?
—Bueno… intento.
—Yo leí uno suyo. El del viejito que vende su casa y se va del país. Me lo mandó mi tía en Vancouver. Me dio tristeza.
—¿Tristeza buena o tristeza mala?
—De esa que se queda contigo.
Esa noche Emilio volvió a su cuarto con una sonrisa. Abrió el archivo de su próxima novela, la que venía gestando desde Buenos Aires y que reescribía ahora con los inviernos de Montréal como telón de fondo. La historia de un hombre viejo, solitario, que huye de una dictadura y encuentra en la nieve una nueva forma de silencio.
Se sirvió un café recalentado y escribió sin parar durante tres horas. Sabía que no ganaría premios. Sabía que no le darían becas ni lo invitarían a la radio. Pero también sabía que ese personaje —él mismo, disfrazado— tenía algo que decir.
Y eso, para un exiliado, ya era mucho.
Capítulo 6: Un martes cualquiera
La alarma sonó a las 6:45 a.m., aunque Emilio ya estaba despierto desde las seis. A esa hora, el silencio de Côte-des-Neiges era espeso, como si la ciudad no tuviera urgencias. Pero Emilio sí: debía salir temprano si quería llegar puntual al centro comunitario donde le pagarían 30 dólares por ayudar a mover unas cajas con libros donados.
Se vistió lento. No por pereza, sino porque el cuerpo le exigía pausa: la rodilla derecha no flexionaba como antes, el hombro izquierdo crujía, y ponerse los calcetines era un acto casi circense. Afuera, el frío picaba: aún no era invierno total, pero noviembre no tenía clemencia.
Tomó la mochila donde llevaba un termo de café, un sándwich de atún y un libro de cuentos que nadie más leería. Bajó los tres pisos sin ascensor, saludó al conserje filipino —“Bonjour, Mr. Emilio”— y caminó hasta la parada de bus con su paso lento y rítmico. El bus llegó puntual, como todo en Canadá.
Dentro del centro, las cajas eran pesadas, pero el coordinador, un chico haitiano de veinticinco años, le ofreció guantes y una sonrisa.
—Tómelo con calma, monsieur. No hay apuro.
Lo trataron bien. Le dieron café, le ofrecieron descanso, y una mujer argelina que también colaboraba le contó que estaba preparando su examen de ciudadanía.
—¿Y usted? —le preguntó.
—Yo estoy esperando... todavía soy nada.
La frase le sonó cruda, pero cierta.
Al salir del centro, decidió caminar un poco por el bulevar Décarie. Le gustaba mirar las vitrinas, aunque no pudiera comprar nada. Pasó frente a una tienda de instrumentos y se detuvo ante un violonchelo antiguo en exhibición. Pensó en su madre, que adoraba la música clásica. Pensó en Rosa, la que cuidó en Caracas hasta el final. Pensó, como tantas veces, en lo que ya no estaba.
En una esquina, un joven le pidió fuego. Emilio no fumaba, pero le ofreció una sonrisa.
—Gracias igual, mon oncle —le dijo el muchacho antes de cruzar.
Ese “mon oncle” lo hizo sentir parte de algo, aunque fuera por segundos.
Regresó a casa al atardecer. Calentó la sopa que Emily le había dejado dos días antes, se quitó las botas y encendió su computadora. No escribió nada. No leyó. Sólo se quedó viendo por la ventana cómo caía la noche sobre los techos de Montréal.
Un martes cualquiera. Uno más. Uno menos.
Capítulo 7: La nevera vacía
El zumbido de la calefacción lo arrullaba. Afuera, la nieve cubría el patio trasero como una sábana que no se puede sacudir. Emilio se quedó inmóvil en el sofá, abrazado a una manta escocesa que le había regalado Emily en su primer invierno. Cerró los ojos un instante y el recuerdo le volvió con la claridad de una bofetada.
Era 2017. Caracas hervía de calor y desesperanza. Vivía con su madre en un apartamento que había conocido mejores tiempos, en la avenida principal de Los Chaguaramos. Esa tarde, Rosa se había acostado sin comer, inventando un dolor de estómago. Él lo sabía: no había querido decirle que la nevera estaba vacía, que no quedaba ni un huevo ni un litro de leche. Solo agua y un mango a medio pudrir.
Emilio había salido con la tarjeta de débito a probar suerte. Caminó más de treinta cuadras bajo el sol inclemente, entrando en bodegas, panaderías y abastos donde la respuesta era siempre la misma: “No hay”, “No ha llegado”, “No se aceptan tarjetas”. Finalmente, en una panadería de Sabana Grande, un viejo conocido le vendió, casi como un favor, un pan campesino duro y una bolsita de café instantáneo vencido.
Cuando volvió a casa, encontró a Rosa despierta, mirando un punto fijo de la pared. Murmuraba algo ininteligible, quizás un pasaje bíblico, quizás solo palabras sin destino. Le ofreció un trozo de pan. Ella lo tomó como si fuera un banquete.
—Mañana será mejor —le dijo Emilio, sin creerlo.
Pero mañana nunca fue mejor.
Se quedó sin gas, luego sin agua, luego sin paciencia. Una noche, en medio de un apagón, Rosa lo miró desde la penumbra y le dijo con voz lúcida:
—Vete. No te vas a salvar aquí.
Fue su bendición y su condena.
En Montréal, cada vez que abre la nevera —siempre modesta, pero jamás vacía—, Emilio recuerda esa escena como un tatuaje en el pecho. A veces, al ver el pan integral que compra en oferta, se le hace un nudo en la garganta. No por nostalgia, sino por la brutal diferencia. Por esa línea invisible que separa la miseria de la dignidad.
Y por Rosa, que no vivió para verlo escapar.
Capítulo 8: Lo que no se dice
Era sábado por la tarde y el cielo de Montréal parecía más limpio de lo habitual. Emilio había preparado café fuerte, como le gustaba, y esperaba a Milán. Habían acordado verse en su pequeño apartamento para “ponerse al día”, aunque en realidad no había muchas novedades.
Milán llegó puntual, con su chaqueta negra y su andar de hombre ocupado. Traía una bolsa con pan de ajo y dos empanadas congeladas de una tienda venezolana del este de la ciudad.
—Para que no digas que te tengo olvidado, viejo —dijo al entrar, con esa mezcla de ternura y distancia que Emilio empezaba a conocer demasiado bien.
Se sentaron a la mesa. Hablaron primero de trivialidades: del frío que se avecinaba, del curso de francisation, del alza en los pasajes del STM. Milán revisaba el teléfono cada tanto, no por desinterés, sino por costumbre. Emilio lo entendía: la vida de su hijo era otra, lejana, acelerada, distinta.
—¿Y el trabajo? —preguntó Emilio.
—Agotador, como siempre. Pero bien. Me asignaron un nuevo proyecto en Laval. Y Emily también está a mil.
—No me quejo —dijo Emilio, fingiendo una sonrisa—. Por lo menos tengo calefacción y pan.
Hubo un silencio. Milán bajó la mirada y jugó con una servilleta.
—¿Te has sentido muy solo, papá?
Emilio tardó en responder.
—Uno siempre está solo, Milán. Estar acompañado es un privilegio que a veces se da, a veces no. Uno se acostumbra.
—Yo sé que no hemos estado muy presentes, pero…
—No tienes que justificarte. Ustedes hacen su vida, como debe ser. Yo solo quiero tener un sitio donde no estorbar.
Milán apretó los labios. Quiso decir algo, pero no lo hizo. Emilio lo notó, pero no insistió. Sabía que entre padres e hijos hay cosas que nunca se dicen, y que a veces el amor es eso: una visita corta, un paquete de empanadas, un silencio compartido sin rencor.
Antes de irse, Milán lo abrazó con fuerza.
—Estoy orgulloso de ti, papá.
—Yo también de ti, hijo.
Cuando se fue, Emilio se quedó mirando la puerta cerrada. Sintió que, aunque breve, algo había sanado. Luego sirvió otro café y puso a sonar en su computadora una vieja canción de Soledad Bravo.
Porque así como hay cosas que no se dicen, también hay melodías que lo dicen todo.
Capítulo 9: La carta equivocada
Todo comenzó con un sobre blanco, sin remitente, en el buzón comunitario del edificio. Emilio lo encontró una mañana de marzo, justo cuando la nieve empezaba a derretirse en los bordes de las aceras. Estaba dirigido a él, nombre y apellido exactos, pero el papel dentro hablaba de otra historia.
La carta, escrita en francés, lo confundió desde el primer párrafo. Reconoció algunas palabras —“audition”, “refus”, “décision finale”— y algo en su estómago se contrajo. Pensó lo peor: ¿me negaron el asilo?
Corrió al apartamento, cerró la puerta y llamó a Emily. Le leyó con torpeza el contenido, mientras ella, del otro lado del teléfono, le pedía que no se angustiara.
—Papá, espera… eso no es tuyo. Esa carta habla de una mujer. Mira bien: dice “Madame Veronique L.”. Es un error. Te la dejaron por equivocación.
Emilio se desplomó en la silla. Una mezcla de alivio y rabia lo recorrió como una corriente eléctrica.
—¡Cómo pueden jugar así con el corazón de uno! —exclamó—. Me sentí deportado sin haber leído completo el primer párrafo.
Emily rió, aunque con nerviosismo.
—Devuélvela, papá. Llévala a la oficina de la administración del edificio. No la abras más.
—Ya la abrí, hija. Con los nervios ni vi que no era para mí.
Emilio colgó, todavía tembloroso. Se puso el abrigo y bajó las escaleras hasta la planta baja. La señora Ghislaine, encargada del edificio, lo recibió con su sonrisa cansada y una taza de té.
—Merci, monsieur Figueroa. Ça arrive souvent. On va corriger ça.
Emilio solo entendió “merci” y “corriger”, lo cual le bastó. Caminó de vuelta a su apartamento y, por primera vez en semanas, se rió solo, con una carcajada corta y limpia.
Esa noche escribió un relato breve con título provisional: “Una carta de hielo”. Lo subió a su blog y recibió varios comentarios de sus viejos contactos de Caracas, Buenos Aires y Toronto. Uno de ellos le puso:
“Solo tú puedes hacer literatura de una confusión administrativa”.
Y Emilio pensó que tal vez, solo tal vez, su vida todavía tenía margen para lo inesperado… y para los finales que no son tan malos como uno teme.
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