"El amor es ciego"

 



Daniel, tras muchas desventuras y decepciones en Tinder y aplicaciones similares, decidió cerrar la puerta a esas plataformas. Su conclusión era simple: las mujeres que encontraba solo buscaban relaciones formales y compromisos que eventualmente llevaban a la convivencia, algo que él detestaba. Daniel lo tenía claro: no quería ataduras. Lo suyo eran relaciones efímeras, promesas que caducaban antes del amanecer, encuentros donde la pasión desbordaba pero nunca se asentaba.


"Convivir es un estrés constante, una maldita cancillería donde cada palabra tiene que pasar por filtros y diplomacia porque, si no, todo explota. Las mujeres son complicadas, aunque, siendo justo, también hay hombres que se enredan con cualquier cosa", decía Daniel a sus amigos, mientras encendía otro cigarro.


El simple pensamiento de compartir su espacio lo agobiaba. ¿Gastos compartidos? ¿Ceder en sus elecciones de series y películas en Netflix o Prime Video? ¿Soportar una sopa de zapallo porque era "su plato favorito"? Jamás. Para él, la convivencia era una prisión. "Tener que contener mis ronquidos o las flatulencias para no perturbar a alguien, o peor, dar explicaciones de adónde voy o de dónde vengo… ¡Eso no es vida! La libertad no tiene precio", se justificaba, mientras abría otra lata de cerveza y rascaba la barriga en su sofá.


Cuando alguien intentaba convencerlo de las ventajas de tener pareja –como el hecho de que podría cuidarlo si caía enfermo–, Daniel respondía con una carcajada. "Mejor me hago amigo de una enfermera bien capacitada. Le paso un buen fajo de billetes cuando me sienta mal y listo. Y si no, prefiero la compañía leal de un Golden Retriever o un Labrador. Ellos no te reclaman nada, te adoran y no se quejan de tus ronquidos".


Sin embargo, su solitaria rutina empezaba a mostrar fisuras. Las series y películas que solía disfrutar lo tenían decepcionado. Netflix, Prime Video y otras plataformas no ofrecían nada que valiera la pena, lo que lo llevó, contra todo pronóstico, a caer en las garras de un reality show que había jurado evitar: El amor es ciego. "Es una porquería. Pero, ¿sabes? Tiene su encanto morboso", confesaba en privado, casi con vergüenza.


El programa lo intrigaba, aunque no quería admitirlo. Encapsulaban a extraños en pequeñas cabinas separadas por una pared, obligándolos a hablar sin saber cómo lucía la persona al otro lado. Era una cita a ciegas, literalmente. Daniel se burlaba al principio. "¡Imagínate! No se han visto ni las caras y ya, a la tercera charla, parece que están enamorados. ¿Enamorados? ¡Bobos!" Pero, pese a su sarcasmo, algo lo mantenía pegado a la pantalla.


Los participantes no tardaban en soltarse y, después de unas pocas charlas, muchos se atrevían a hablar de matrimonio como si fuera un destino inevitable. Para Daniel, eso era un "viaje directo al barranco". Sin embargo, no podía dejar de mirar. Era como observar un accidente a cámara lenta: perturbador, pero imposible de ignorar.


Mientras el reality avanzaba, Daniel se sorprendió riendo, emocionándose, incluso gritando a la pantalla como si fuera un partido de fútbol. "¡No seas imbécil, no te cases con ella!" Al final, apagaba la televisión con una mezcla de satisfacción y desprecio. "Es increíble cómo un programa tan absurdo puede enganchar hasta al más crítico. ¡Joder!"


Sin embargo, en el fondo, el espectáculo le hacía reflexionar sobre su propia vida. No es que estuviera dispuesto a cambiar su estilo de vida por un reality show, pero quizá, solo quizá, empezaba a entender por qué tanta gente seguía buscando ese amor "eterno" que él tanto rechazaba. Claro, eso no significaba que fuera a intentarlo. Daniel era un hombre libre, al menos por ahora.





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