Hace falta un loco
Ignacio pasó su noche de Navidad en la fría soledad de su exilio en Alberta, acompañado únicamente por el susurro del viento helado que se colaba por las ventanas. Desde su pequeño apartamento, observaba los fuegos artificiales iluminando el horizonte, un espectáculo que debería evocar esperanza y alegría, pero que para él solo era un recordatorio de la distancia y el desarraigo. En medio de la penumbra, su mente, siempre inquieta, empezó a divagar hacia pensamientos oscuros y cargados de preguntas existenciales.
¿Por qué, se preguntaba, en países gobernados por tiranos que siembran el dolor y la desesperanza entre sus ciudadanos, nunca surgen acciones suicidas orientadas al sacrificio heroico? Pensaba en los kamikaze japoneses, quienes, motivados por un fervor patriótico y religioso, se lanzaban hacia la muerte para proteger su nación. Pensaba en los mártires que, impulsados por sus creencias, consideraban que sus vidas eran el precio justo por un propósito superior. Pero, en su análisis, esas motivaciones palidecían frente a la desgarradora realidad de un pueblo que sufre tortura, hambre, desapariciones forzadas y la pérdida irremplazable de sus seres queridos.
Para Ignacio, era incomprensible que el sufrimiento extremo no detonara actos similares de desesperación y heroísmo en países como Venezuela, donde las prácticas represivas del régimen habían llevado a tantas familias al borde del colapso. Recordaba las historias que le llegaban desde su tierra natal: padres que habían perdido a sus hijos bajo las botas de los esbirros, madres que enterraban a sus jóvenes después de una bala en una protesta, y comunidades enteras reducidas al silencio y al miedo. ¿Cómo era posible que el dolor no se tradujera en un acto final de desafío, en un sacrificio que buscara poner fin a tanta crueldad?
Encendió un cigarrillo, algo que no hacía desde hacía años, y el humo le supo amargo. Sus pensamientos se volvieron aún más sombríos. ¿Será que el miedo paraliza incluso a quienes ya no tienen nada que perder? ¿O será que el dolor, cuando alcanza su clímax, se vuelve un peso insoportable que aplasta cualquier posibilidad de acción? Tal vez, pensó, la humanidad no está preparada para transformar su desesperación en un acto colectivo de redención. O tal vez, en el fondo, incluso en el abismo, las personas siguen esperando un milagro, un cambio que no implique su propia destrucción.
Ignacio sabía que sus reflexiones eran peligrosas, no porque incitaran a la violencia, sino porque revelaban un vacío en su propia alma. La Navidad, esa noche de esperanza y renacimiento, no le ofrecía consuelo. Lo único que le quedaba era la certeza de que su exilio, su soledad y sus pensamientos, aunque oscuros, eran su forma de resistir. "No hace falta morir para ser un mártir", pensó mientras apagaba el cigarrillo en el pequeño cenicero sobre la mesa. "Pero quizás hace falta sufrir para entender la magnitud de la tragedia que llevamos dentro".
Muy fuerte, pero es la mas cruenta y cruda realidad somos cómodos y esperamos que alguien nos soluciones sin que nos despeinemos pero sabemos que ese alguien debemos ser nosotros mismos y simplemente no nos atrevemos por que sabemos que el colectivo nunca nos va entender y menos nos va apoyar todos buscamos nuestra comodidad y así seguirán pasando los años y moriremos sin conocer que podría, son pocos los que pasan a la inmortalidad y mucho menos los que valoran estas actitudes, así que me da igual quedarme tranquilo o actuar y frente a esto pesa más el quedarme tranquilo.
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