Crónica de Ibsen Martínez
CAP y yo por estas calles, por Ibsen Martínez
Ibsen Martínez: "Es conocida, creo, mi
opinión sobre tu trayectoria política, sus logros, sus errores y sus
insuficiencias. Esta crónica sólo rinde homenaje a su presencia de ánimo en
momentos de compromiso y adversidad, algo que Hemingway llamó “elegancia bajo
presión” y de la que CAP, héroe o villano, dio ejemplares muestras hasta el
final."
Por
Ibsen Martínez | 5 de Octubre, 2011
La
campaña electoral para las presidenciales de diciembre de 1963 brindó un
vistoso espectáculo: hubo siete candidatos, entre ellos el inevitable Rafael
Caldera, pero el único con verdadera opción era el guayanés del partido de
gobierno. Arturo Uslar Pietri entusiasmaba a la clase media, frágil fenómeno
electoral caraqueño, flor de un día.
Sospecho
que mi padre – empleado petrolero, autodidacta, buen lector– votó por Uslar
Pietri; mi madre, maestra de escuela, fue una consistente electora copeyana
hasta 1968,cuando lo gremial se impuso a sus convicciones conservadoras y votó
por el maestro Prieto. Ni yo ni mis hermanos teníamos edad para votar, lo que
reforzaba el cariz de colorida y ruidosa contienda de eslóganes,
características de las elecciones venezolanas entre 1958 y 1988. Vivíamos en
Prado de María, muy cerca del Grupo Escolar “Gran Colombia”, por entonces un
ejemplo resplandeciente de lo que en los hechos significaba la expresión
”estado docente”; hoy, sus instalaciones se hallan convertidas en una lastimera
ruina.
Una
noche de fines de noviembre, la seccional de Acción Democrática de Santa
Rosalía organizó un mitin de cierre de campaña que debía realizarse en una
explanada, a un par de cuadras de mi casa. Pese a lo brumoso del recuerdo,
puedo dar fe de que todo cuanto se ha dicho de aquel gran partido de populista
y de masas, al pintarlo como una vasta y poderosa maquinaria electoral, es
rigurosamente cierto. Yo nunca había visto un mitin político “ de cerca” y ya
desde lo preparativos se dejaba sentir la magnitud de la ocasión.
En
aquel tiempo, todos los organismos deliberantes se elegían al mismo tiempo que
al presidente de la república. El resultado era que toda la masa de candidatos
a diputados al congreso, las asambleas legislativas de los estados y los
concejos municipales hacía campaña por el candidato presidencial y por ellos
mismos. Una figura nacional del partido solía reforzar la lista de oradores
locales.
AD-Santa
Rosalía había, pues, organizado el mitin al que fui aquella nochecita – por
aquel entonces todo comenzaba más temprano: el mitin estaba convocado para las
seis de la tarde– , llevado por la curiosidad que me inspiraba el inusitado
despliegue de camiones, andamios, pancartas, tarimas, bambalinas, altavoces y
luces. Lo hice a escondidas de mis padres que me suponían viendo la serie
“Combate” en el televisor de una familia vecina. Los nombres de los oradores no
me decían nada; estaba allí con unos amiguetes solamente “por la novedad”, como
solía decirse.
En una
típica manifestación del ventajismo electoral adeco, Carlos Andrés Pérez, que
ocupaba una cartera en el ejecutivo– nada menos que Ministro del Interior, el
encargado de hacer frente a la subversión de la izquierda armada–, hablaría
aquella noche, al cierre del acto. Su nombre, igual que el de los demás
oradores locales que un frenético, enronquecido agitador anunciaba por los
altavoces de un auto cubierto afiches, no podía entonces decirme mucho.
Era,
desde luego, un hombre odiado por la izquierda alzada – la brutal policía
política estaba bajo sus órdenes– y tampoco era todavía el enérgico “hombre que
camina” venerado por la masa electora de 1973: para la mayoría de quienes
acudieron al mitin, CAP no era más que otro “adeco pesado”, un chivo del
gobierno, la voz ocasional del partido en un acto municipal.
Las
llamadas “Unidades Tácticas de Combate”, pomposo nombre que a sí mismas se
daban las células armadas comunistas, habían tendido una emboscada
intimidatoria. Iban a sabotear el acto y todo el mundo en el barrio lo sabía:
probablemente habría tiros : El Cementerio y sus aledaños eran “zona roja”.
Casi
todas las noches de los mil ochocientos días de Betancourt ocurrían “acciones
de hostigamiento” contra las patrullas de la Policía Municipal que se
desplazaban por la Avenida Principal de El Cementerio.
Los
tiroteaban desde cualquiera de los cerros de la acera norte. Pero, a mis oídos,
aquellas acciones no pasaban de fugaces intercambios de disparos que yo
alcanzaba a escuchar a la distancia, metido ya en la cama, en la alta noche de
los barrios cercanos, como “Los Sin Techo” o el barrio “1º de mayo”. Aquella
noche prometía algo gordo en el rubro “propaganda armada”, según mis amiguetes.
¿Cómo
es que aquellos prepúrebes estaban tan enterados? Sencillo: en aquel vecindario
y en aquellos años, quien no tuviese un pana “cabeza caliente”, algo mayor – 19
ó 20 años– metido “en la vaina armada”, no estaba lo que se dice “en nada”.
Habría tiros, habría acción “ de verdad-verdad”; ¿quién iba a querer sentarse a
ver la serie “Combate”?
Sin
embargo, el mitin discurrió, anodino y previsible, con mucho ruido de
“background” en el equipo de sonido. Los estentóreos oradores desgranaban las
manidas fórmulas de la oratoria populista de la época: “Coooompañerooooos”, “
el pueblo venezolano, como un solo hombre”, “Acción Democrática, el partido del
pueblo”, “los extremistas, enemigos de la democracia…” Era todo, en verdad muy
aburrido. ¿Para cuándo iban a dejar los tiros?, me preguntaba; tal vez, después
de todo, haría mejor yendo a ver “Combate”. En esas estaba cuando anunciaron al
orador de cierre, compañero Carlos Andrés Pérez.
Lo vi
subir ágilmente a la tarima, llevaba una chaqueta de esas que en España llaman
“cazadoras”, blanca. Un hombre flaco y desmañado, de unos cuarenta años. Salvo
por el marcado acento andino, su oratoria era indistinguible de la de quienes
le habían precedido. Pero no pudo avanzar mucho en su solicitud del voto para
el compañero Raúl Leoni porque, súbitamente, estalló un “niple” y al punto nos
envolvió el estruendo de una espantosa balacera: ráfagas de metralleta, el
staccato de armas automáticas cortas, el para mí inconfundible sonido de una
escopeta calibre .12 de repetición y bombeo, como la de mi padre. Las bocas de
fuego se percibían cercanas: desde las azoteas de los bloques del Banco Obrero
disparaban, desde el techo de un edificio de aulas del grupo “Gran Colombia”,
desde el cerro, desde autos estacionados en las cercanías.
Los
asistentes se dispersaron instantáneamente y corrieron a buscar refugio. Mis
amiguitos y yo nos encogimos bajo un carro. Yo abría los ojos por ver si
alguien caía; me parecía increíble que nadie cayese, así de nutrido y duradero
era el fuego. En retrospecto, tengo ahora claro que era un acto terrorista que
sólo buscaba intimidar a los asistentes. Todo como parte del plan que el
Partido Comunista bautizó “Caracas”, orientado a inhibir a la población de ir a
votar en las inminentes elecciones. Pero en aquel momento, ¿cómo saber a quién
estaban destinados los tiros?
Mi
amigo Gerardo “Jerry” Patiño, con quien he evocado el episodio durante el fin
de año pasado, no me dejará mentir: juntos asomamos la cabeza, entre
escalofríos de miedo pero cediendo a la curiosidad preadolescente: mucha gente
se hallaba tendida en el asfalto, aguardando a que cesasen los tiros para
entonces correr. Y sobre la tarima, de pie frente al micrófono – no existían
todavía los inalámbricos– el hombre de la chaqueta blanca daba ánimo a los
suyos a gritos, y el modo de hacerlo era explicar, como lo haría un narrador
deportivo, lo que estaba ocurriendo: “ no corran, compañeros: es una acción
cobarde – palabra más palabra menos–, no son más que tiros al aire, compañeros:
no se atreverán con el pueblo adeco porque ellos saben que…”. Y, al mismo
tiempo, trataba de ubicar a los francotiradores, y daba precisas indicaciones y
tajantes órdenes a sus hombres: “¡Allí, detrás del camión de INOS, ahí está uno
con un revólver, tráiganme a ese hombre!”. Y todo el tiempo, alrededor suyo,
zumbaba en las copas de los árboles la balacera que él decía no era más que
tiros al aire. Era un blanco perfecto, allí de pie, bajo los focos. Cualquier
exaltado, sabedor de quién era, pudo haberlo “bajado” de un tiro.
No
ocurrió así y CAP vivió para ser dos veces presidente de Venezuela. Muchos años
después, cautivo en su propia casa, gallardo anfitrión de un almuerzo al que
acudí con César Miguel Rondón, sabedor de mis pareceres sobre su gestión, le
manifesté la impresión que me causó su presencia de ánimo en aquella para mí
inolvidable balacera. CAP no recordaba en absoluto el episodio.
Es
conocida, creo, mi opinión sobre tu trayectoria política, sus logros, sus
errores y sus insuficiencias. Esta crónica sólo rinde homenaje a su presencia
de ánimo en momentos de compromiso y adversidad, algo que Hemingway llamó
“elegancia bajo presión” y de la que CAP, héroe o villano, dio ejemplares
muestras hasta el final.
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