En recuerdo de Joselito
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El relato que estás a punto de leer no es solo una crónica de eventos, sino una ventana a un tiempo y un lugar donde la pasión, la familia y las emociones se entrelazan de manera indeleble. En este prólogo, te invito a revivir conmigo un episodio de mi adolescencia que marcó para siempre mi visión del mundo y el lazo con mi hermano mayor, Joselo.
Era mayo de 1972, una época en que Caracas vibraba al ritmo de cambios políticos y culturales, y las calles de Venezuela eran testigos de una mezcla de tradición y modernidad. Mi hermano Joselo, cuyo nombre evocaba la pasión taurina que heredó de nuestro padre, propuso un viaje a Maracay que prometía emociones inolvidables: una velada de boxeo y una novillada en la icónica Maestranza César Girón.
Joselo, criado por nuestra abuela paterna, siempre había sido una figura un tanto distante para mí. Sin embargo, esa distancia se desvanecía en cada conversación y cada experiencia compartida. Esa invitación representaba más que un fin de semana de espectáculos; era una oportunidad para acercarnos y conocerlo de una manera que nunca antes había sido posible.
El viaje comenzó en un autobús desde Caracas, trayecto que nos llevó por la sierra, entre risas y anécdotas. Al llegar, la ciudad bullía de actividad. La velada de boxeo era un evento muy esperado, con el pugilista José Luis García enfrentando al estadounidense John Hudgins. El combate, breve pero electrizante, culminó en un clamor de victoria tras un derechazo que envió a Hudgins fuera del cuadrilátero, dejando al público en un éxtasis compartido.
Después del boxeo, la noche en Maracay se extendió en conversaciones, caminatas y un plan improvisado para ahorrar dinero. La jornada culminó al amanecer en una fila interminable de compradores ansiosos por un asiento en la Maestranza. Pese al esfuerzo, solo logramos boletos para el sector de “Sol”, el espacio sin tregua al calor abrasador. Pero nada de eso importaba; la expectativa por ver a Freddy Girón y Carlos Martínez, dos promesas del toreo, lo superaba todo.
El espectáculo fue digno de la historia taurina que mi padre tanto veneraba. Freddy Girón brilló con una faena inolvidable que le valió la salida a hombros, y Carlos Martínez no se quedó atrás. Al final del día, cuando Joselo y yo salimos de la plaza junto a la multitud exultante, sentí que había compartido más que una experiencia; había descubierto una conexión que nos uniría siempre.
Este prólogo es una invitación a adentrarte en una historia de recuerdos, de pasiones compartidas y de esos momentos que, aunque efímeros, perduran en la memoria con la fuerza de lo irremplazable. Es un homenaje a la juventud, a los vínculos que definen nuestra existencia y a una época que vive en cada relato que atesoro.
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Algunas vivencias de la infancia y adolescencia se quedan grabadas en la memoria para siempre. Pueden destacarse por ser inesperadas, por compartirlas con alguien importante en tu vida, o simplemente por lo extraordinario de los acontecimientos. Este episodio de mi adolescencia tiene todos esos elementos. Corría finales de mayo de 1972 cuando, junto a mi hermano mayor Joselito (a quien siempre llamé Joselo, evitando el diminutivo que mi padre le había dado en honor a un torero), emprendimos un viaje a Maracay. Joselo me había invitado a un fin de semana que prometía emociones: una velada de boxeo el sábado y una novillada el domingo en la famosa Maestranza César Girón.
La pasión de nuestro padre por la tauromaquia resonaba en Joselo, y su nombre de torero no era solo un capricho. Él veía en ello una especie de tributo a la dinastía Girón, tan venerada por nuestro padre.
A diferencia de mí y de nuestros otros hermanos, Joselo fue criado por nuestra abuela paterna, la imponente María Alejandra. Esa decisión familiar lo mantuvo algo distante de nosotros en términos afectivos, aunque por aquellos días parecía buscar un acercamiento, especialmente conmigo, su hermano menor.
Tomamos un autobús desde Caracas que nos dejó cerca de la plaza de toros. Conseguimos entradas para la velada boxística, donde el venezolano José Luis García, conocido por noquear al novato Ken Norton (quien luego se haría famoso por sus combates contra Muhammad Ali y su papel en la película “Mandingo”), se enfrentaría al estadounidense John Hudgins, un coloso en declive.
El combate fue breve pero explosivo. Ambos pugilistas, dos gigantes negros, intercambiaron golpes que resonaron como truenos en el recinto y levantaron al público de sus asientos. Un derechazo demoledor de García envió a Hudgins fuera del cuadrilátero, decretando un nocaut que dejó a la multitud en éxtasis. Antes de esa pelea, disfrutamos de emocionantes combates preliminares entre pesos pluma y ligeros.
Tras la velada, buscamos un lugar para cenar y planificamos la noche. En aquellos tiempos, la moda de los hippies con su aire de rebeldía, a menudo asociada con el desaseo y la vagancia, estaba en su apogeo. Sin embargo, Joselo, siempre sensato, decidió que deambularíamos por la ciudad hasta el amanecer para ahorrar dinero y poder comprar las entradas para la novillada, que prometía alta demanda.
Caminamos por las calles de Maracay, observando su bullicio nocturno y, cuando el cansancio nos venció, nos sentamos en una plaza florida para descansar. Cuando amaneció, nos dirigimos a la Maestranza y nos unimos a la larga fila de compradores. Pese a nuestro madrugón, solo quedaban boletos para las gradas de “Sol”, conocidas por la inclemente exposición al calor. Los revendedores, astutos como siempre, ya habían triplicado el precio de las entradas de sombra. Resignados, compramos los boletos de “Sol” y soportamos el calor de Maracay mientras esperábamos la hora de entrada.
Una vez dentro, no pude resistir la tentación de buscar un mejor lugar. Con mi figura delgada, me escabullí hacia uno de los palcos de sombra más cercanos a la arena. Desde allí disfruté del espectáculo con una vista privilegiada, sin perder de vista a Joselo.
La novillada superó las expectativas. Freddy Girón y Carlos Martínez brindaron faenas memorables, cortando ambos orejas y provocando ovaciones de pie. Freddy, como era de esperar, se llevó la gloria y salió a hombros de los entusiastas. En medio de la euforia, Joselo logró encontrarme y juntos salimos por la puerta grande, siguiendo a la multitud extasiada. Esa no fue la única vez que compartí momentos emocionantes con Joselo. También asistimos juntos a algunos encuentros tremendamente emocionantes entre los “Leones del Caracas” y “Los Navegantes del Magallanes”, que afortunadamente ganaron los entonces “gloriosos Leones”. Recuerdo uno muy particular en el que, en extra innings, dejaron (o dejamos como dicen los orgullosos fanáticos) en el terreno al Magallanes con un jonrón con tres en base de Larry Howard, campeón jonronero ese año. Joselo era un furibundo fanático de los Leones y, desde luego, con él nació mi modesta afición por ellos.
En octubre, cuando se inicia la zafra, siempre rememoro esos pasajes. En estos tiempos, él estaría sufriendo porque los “Leones” ya no ganan como antes, pero esa pasión nos unió y dejó huellas profundas en mi memoria."
Ese día entendí la fascinación por el arte taurino, la misma que mi padre había cultivado y que tantos aficionados compartían. Años más tarde, trabajando en el Ministerio de Energía, conocería a alguien con historias que reafirmarían esa pasión por la tauromaquia.
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