"Popule Meus" / Francisco Suniaga
Fue mucho tiempo después cuando
supe que la cuaresma no tenía nada que ver con el clima. Que esos días de
vientos áridos que nosotros llenábamos de cometas no era un estío sobrevenido
al verano eterno de Margarita. Que esa primavera seca y transparente que
perfumaba el aire con las flores amarillas de los robles del bulevar y de la
plaza Bolívar no era una primavera. Que la cuaresma, el marco de juegos
infantiles, no era una estación climática sino una festividad religiosa lo supe
mucho tiempo después, cuando ya no era un niño y cuando La Asunción ya no era
mi ciudad. Pero todo ese lapso de dulce ignorancia se quedó en mi memoria como
la época mágica que, año tras año, casi por casualidad, comenzaba con los
primeros alisios y terminaba en semana santa, el viernes, con la procesión del
sepulcro.
Al día siguiente, el Sábado de
Gloria, se iban los primos y los amigos que habían venido de vacaciones,
volvían las clases y La Asunción se difuminaba en su rutina de silencio. Así,
el Viernes Santo tuvo siempre un sabor a despedida que se iba haciendo más
amargo a medida que transcurrían esas cinco horas abrasantes –entre las diez de
la mañana y las tres en punto de la tarde- que se toma la procesión para recorrer
las escasas cuadras que separan al antiguo monasterio de San francisco de la
iglesia catedral. Espacio y tiempo suficientes para que la vieja ciudad
capital, cual la deidad romana, muestre las dos caras opuestas de su alma
bífida. Una grave, católica, castellana, gruesa como las paredes de la iglesia,
triste; la cara del funeral interminable. La otra alegre, pagana, la de la
irreverencia Caribe; la cara que cubre el sentimiento de culpa que nos vino del
otro lado del océano. Ambas, según vaya la sombra de los árboles y de los
aleros, serpentean indisolubles el bulevar en insólita y contradictoria
procesión.
Poco después de haber salido la
procesión, la banda de Nueva Esparta, con gran solemnidad, interpreta el Popule
Meus, de José Ángel Lamas. Los cargadores, semiocultos debajo del mesón
gigantesco donde va colocada la imagen santa, acoplan entonces el paso al ritmo
funerario de la composición sacra y en ese momento en La Asunción, salvo sus
notas tristes, nada más se escucha. Cuando la banda termina la pieza, hay un
silencio que se prolonga por unos largos segundos; la feligresía contiene el
aliento y solo lo exhala cuando un tambor redoblante marca de nuevo la cadencia
del sepulcro. A partir de ese momento, la procesión comienza una irreversible bajada
anímica, aunque en términos topográficos vaya haciendo justo lo contrario, al
comenzar a subir la pequeña cuesta que lleva a la catedral. Así ocurría antes y
así ocurre siempre.
No recuerdo la primera vez que
escuché el Popule Meus. En fin de cuentas, mi casa-mi vieja casa de adobe,
bahareque y techo de tejas, donde nací y fui niño, que en los años setenta fue
demolida y sustituida por una de esas construcciones horribles que no son
casa ni nada- estaba justo enfrente de
donde la banda se despliega para tocar, por lo que la pieza sacra formaba parte
del inseparable conjunto de elementos que conformaban mi universo infantil. Lo
que sí recuerdo fue la primera vez que mi padre, mitad sastre, mitad músico, me
habló de la pieza sacra. Era una de esas tardes serenas en la sastrería, entre
las tres y las cuatro, cuando La Asunción honraba su fama de ciudad silenciosa
y todavía no habían llegado los amigos habituales para comentar los sucesos
escuchados en las noticias de la radio –en esa época en La Asunción ocurrían
muy pocas cosas dignas de comentarios- y tomar café.
Me contó que José Ángel Lamas era
de la guaira, que er muy pobre y que, como casi todos los músicos, guardaba con
el aguardiente una estrecha camaradería. Que la partitura, que alguna vez había
empeñado a cambio de una botella, estuvo extraviada por años y que solo se dio
a conocer después de su muerte. Me dijo también que le Popule Meus era una de
las muy contadas piezas sacras que tocaban los viernes santos en Roma, en la
mismísima catedral de San Pedro, en presencia del Papa, donde la escuchaba
gente de todo el mundo, y que como venezolano debía por siempre sentirme
orgulloso de eso. La historia no habría podido olvidarla ni que hubiera
querido, entre otras cosas porque papá se encargaba de refrescármela,
contándomela exacta, inveterada, todos los viernes santos a eso de las once de
la mañana, cuando ya la banda de L Asunción se preparaba para tocarlo.
Costumbre que mantuvo hasta cuando ya yo era un adulto, casado y con hijos, que compartía con él el orgullo
de saber que ese mismo día al Popule Meus lo habían tocado en Roma.
Ahora no recuerdo la ocasión,
debió ser a mediados de los años noventa, cuando mi padre vivía y Aldemaro
Romero también, y en uno de esos
programas de la televisión en la mañana entrevistaban al gran músico. Haciendo
gala de su cultura de viajero, con el desparpajo que lo caracterizaba y el peso
de su autoridad de director, compositor y pianista, reconocido allende los
mares, Aldemaro soltó un juicio lapidario: “Los venezolanos tenemos suficientes
méritos dentro de la música como para estar haciéndonos eco de mitos
sustentación laguna. Por ejemplo, eso de que el Popule Meus forme parte del
repertorio sacro del Viernes Santo en Roma es absolutamente falso. Eso es algo
que muchos venezolanos han creído por largo tiempo, pero no es verdad. Nunca lo
fue. Así que no debería repetirse esa historia porque no es cierta”. Mi primer
pensamiento fue desear que mi padre no estuviese también viendo la televisión
en ese momento. Pensé en llamarlo apenas llegara al trabajo, pero Caracas se
encargó de que me olvidara del asunto.
Hasta el Viernes Santo siguiente
en La Asunción, justo antes de las once, cuando la historia de José Ángel Lamas
y el Popule Meus en la catedral de San Pedro en Roma, por primera vez en muchos
años, falló a la cita en el bulevar. La sustituyó un amargo comentario sobre la
forma brutal, según mi padre, en que su admirado Aldemaro Romero había hecho
aquel comentario. Traté de confortarlo resaltando las ventajas de conocer la
verdad, que si esa era, había que aceptarla. Pero mi padre se mostró
irreductible. “¿Cuál verdad? A Aldemaro no le costaba nada callar. En Venezuela
donde hay tantas cosas para sentirse mal no tiene sentido destruir una historia
que nos hacía sentir bien. Por eso aunque Aldemaro hay dicho lo contrario, para
mí la verdad seguirá siendo que el Popule Meus lo tocan en Roma los viernes
santos, en fin de cuentas ha sido demasiada la gente que se murió creyéndolo y
ya nada podrá cambiar eso”.
Fue esa la última vez que mi
padre y yo escuchamos juntos el Popule Meus. Desde entonces, cada Viernes
Santo, cuando me preparo para ir a la procesión del sepulcro, puedo evocar el
de aquel día, que fue el más triste de todos, nuestra despedida y el adiós de
un mito.
Comentarios
Publicar un comentario