Loro viejo no aprende a hablar francés





Aprender un idioma requiere no solo esfuerzo, sino también un oído dispuesto y afinado, algo que no todos poseemos. A los niños se les facilita este aprendizaje porque su cerebro, aún en formación, crea nuevas conexiones con rapidez. Absorben el lenguaje de manera intuitiva, sin preocuparse por reglas gramaticales, simplemente escuchando e imitando lo que oyen en su entorno.

Los adultos, en cambio, tropiezan con la trampa de la comparación: intentan traducir mentalmente y buscan paralelismos con su lengua materna, lo que a menudo genera bloqueos. Además, el miedo al error y al ridículo puede frenar su progreso. Los niños no tienen esas barreras; hablan sin vergüenza, sin preocuparse por la perfección.

Ignacio, desde su asiento en un aula de Montreal, observa con picardía a sus compañeros de edad avanzada esforzándose por seguir el ritmo de la clase de francés. Parece que entienden los textos cortos que la profesora lee con pausa y claridad, pero él sabe que la verdadera prueba no está en el aula, sino en la calle.

El francés, especialmente el quebequés, es un reto mayor para los adultos. Aunque comparte raíces con el español y algunas palabras resultan familiares, la pronunciación es el verdadero escollo. En la clase, todo parece comprensible gracias a la dicción pausada de la profesora, pero una vez fuera, la realidad golpea: el primer encuentro con un quebequés parlanchín es suficiente para dejarlos en blanco. El torrente de palabras, sin pausas distinguibles, se convierte en un enigma indescifrable. De repente, lo aprendido en clase parece inútil.

Ignacio sonríe para sus adentros. No es que los loros viejos no puedan aprender a hablar, es solo que a veces necesitan un poco más de paciencia... y tal vez unos buenos subtítulos.

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