El italiano nunca llegó


Astrid C. Herrera, Carolina Perpetuo e Hilda Abrahamz



Oliver se encontraba expectante en la sala del aeropuerto Simón Bolívar de Maiquetía. El saludo entusiasta de Rolando Padilla, un empresario en los papeles, fue directo al grano:

—¡Hola, Oliver! Ya te tengo a las muchachas. ¡No te vuelvas loco!

Oliver había decidido incursionar en el mundo del espectáculo inducido por su vecino Jessy, un comerciante de modesto éxito que había organizado un concierto del Divo de Juárez, Juan Gabriel, en los años 80 en San Cristóbal. Sin embargo, aquellos eran otros tiempos. Ahora, bajo la sombra de la “revolución chavista”, la propuesta era teatro, un género con cierto aire intelectual y menos atractivo que la farándula.

El proyecto involucraba a tres leyendas de la televisión venezolana: Astrid Carolina Herrera, Carolina Perpetuo e Hilda Abrahamz. Protagonistas de célebres melodramas, estas divas buscaban reinventarse tras el cierre de Radio Caracas Televisión, que había marcado un punto de inflexión en sus carreras. Ahora recorrían el país actuando en los escasos teatros que sobrevivían al colapso social y político desencadenado por el “comandante eterno” y su proyecto castrocomunista.

Mientras esperaban el vuelo con destino a Santo Domingo, cercano a San Cristóbal, las tres beldades acaparaban las miradas y los flashes de los teléfonos de los pasajeros. A Oliver, la idea de involucrarse en la producción de la comedia de Mariela Romero le resultó atractiva. No solo por el éxito previo en Caracas, sino por la oportunidad de adentrarse en el submundo del teatro y rodearse de mujeres de tanta elegancia.

Rolando presentó a Oliver como el empresario que las acompañaría en el vuelo y se encargaría de sus traslados y atenciones en la capital tachirense. La extrovertida personalidad de Carolina Perpetuo hizo que las primeras palabras fluyeran con facilidad y disiparan los nervios de Oliver, quien había perdido el ritmo de las relaciones sociales tras su último matrimonio y los estragos del chavismo, que habían mermado sus ingresos y lo alejaron de la vida bohemia caraqueña.

—Bueno, mi pana, que te vaya muy bien con estas chamas —se despidió Rolando con una sonrisa cómplice.

Al aterrizar en Santo Domingo, Oliver se apresuró a ayudar con la maleta de Astrid Carolina Herrera, quien parecía llevar equipaje para unas largas vacaciones. Lo hizo con gusto, fascinado por la conversación que habían compartido en el vuelo.

Durante el trayecto hacia San Cristóbal, Oliver notó las diferencias de temperamento entre las tres mujeres. Astrid mantenía un aire reservado; Hilda, de carácter firme, se mostraba más distante, como si todavía guardara secretos de sus años de fama. Carolina, por el contrario, era la voz líder, derrochando simpatía y reafirmando su postura antichavista con comentarios agudos.

    A él le preocupo un poco que no veía publicidad de la obra de teatro en las calles. Luego Jessy le explicaría que los afiches los había retirado “Corpoelec”, ya que el Gobierno conocía de la manifiesta antipatía de estas artistas por la revolución bonita. Pero Jessy tenía fe en que dos entrevistas en emisoras locales que él había visitado en la semana, le habían dado la difusión necesaria para una buena convocatoria. Otro aspecto que le llamó la atención fue que en esa ciudad solo había ese teatro (el de la Casa Sindical), lo que indicaba que ese género cultural no era el fuerte de los gochos.  El ruido de los sables parece ser el tema predominante en esa sociedad.


    Efectivamente, la primera noche de la obra, menos  de un cuarto de taquilla, tickets gratuitos a empleados de la alcaldía a quienes se les obsequia la entrada como vacuna para obtener el permiso municipal, invitados especiales del ejecutivo regional, otras autoridades, etc. En fin, el italiano nunca llegó. Ni hablar de la segunda. No le pregunten por Jessy.!




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