Mi cuñado Vielma Mora
En mis años mozos, ya casado, conocí a una joven de extraordinaria belleza, hija de un compañero de trabajo en el Ministerio de Energía y Minas (como se denominaba en aquella época). Ese compañero, quien desempeñaba funciones de conserje en el edificio ministerial, era un hombre recto y diligente, conocido por su ferviente activismo en el partido Copei. Me miraba con respeto, pues yo, estudiante de Derecho, destacaba en el Ministerio por mi conocimiento en derecho laboral, y coincidía con él en los eventos políticos del organismo. Aunque mi participación en el partido era más bien discreta, compartíamos la admiración por los doctores Rafael Caldera y Luis Herrera Campins.
Entre la joven, a quien llamaré Belén, y yo surgió una especie de amor platónico, limitado por mi condición de hombre casado. No obstante, el paso del tiempo y algunos encuentros fortuitos intensificaron nuestro interés mutuo y nos acercaron de manera menos discreta. En mis escapadas, solía acompañarla a visitar a su hermano, un cadete del ejército que participaba en los actos semanales de tropa en el Círculo Militar. La solemnidad y el rigor de esa logia siempre me parecieron intrigantes, más aún después de leer “La Ciudad y los Perros” de Vargas Llosa. Su hermano, un joven serio y reservado, me observaba con cierta desconfianza, tal vez sospechando que yo tenía otros compromisos. Sin embargo, nuestras conversaciones, favorecidas por nuestro origen andino y la admiración compartida por la carrera militar, fueron allanando las barreras.
La familia de Belén era humilde y vivía en las cercanías de Caño Amarillo. Ella también estudiaba Derecho y poseía un temperamento decidido y disciplinado. Tanto ella como su hermano compartían un anhelo inmenso de superación y el sueño de llevar a sus padres a un hogar mejor ubicado. Su lealtad al socialcristianismo y a la democracia era indiscutible.
Recuerdo una ocasión, poco después del fallido golpe de Estado liderado por Hugo Chávez, en la que me crucé con el señor Vielma, el padre de Belén, en la Plaza Candelaria. Lo noté preocupado y, al acercarme, me contó que su hijo había sido detenido por participar en la intentona golpista. Jamás hubiera imaginado que aquel joven flacucho y amante de la democracia se hubiera involucrado en semejante aventura, seducido por el carisma del líder que más tarde gobernaría al país hasta su muerte. Con el tiempo, aquel cadete se convirtió en uno de los mejores gerentes de la seudodictadura que hasta ahora hemos conocido. Aún hoy creo que en su interior persiste un deseo genuino de una democracia más auténtica. No parece estar alineado de manera absoluta con el “proceso comunista”; el tiempo, sin duda, será el juez final de sus decisiones y convicciones.
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