Vuelta a la patria




Anoche, 9 de septiembre de 2013, después de la visita al mirador del Rockefeller Center, contemplamos la deslumbrante belleza de Nueva York. La experiencia estuvo matizada por la clásica perorata de los guías turísticos que te recitan la historia de la ciudad en un inglés apresurado, tratando de impregnar de asombro a los visitantes. Tras la visita, mi esposa, mi hija y yo decidimos cenar en un pequeño restaurante italiano en la avenida Madison. El lugar, acogedor, ofrecía buena pasta y, para nuestro alivio, mesoneros latinos que nos hacían sentir más cómodos en medio de la inmensidad cultural de Nueva York.

Nos fuimos a dormir pronto. Sin embargo, la madrugada trajo consigo el momento de la despedida: ellas debían tomar su vuelo de regreso a Caracas. Me quedé solo en la habitación del hotel, sintiendo el golpe de una soledad que resultaba abrumadora en una ciudad tan colosal y ajetreada. Mientras me debatía entre los pensamientos, me invadió la incertidumbre de mi propio plan de vuelo hacia Venezuela, una ruta cargada de escalas que me obligaría a pasar por tres aeropuertos antes de llegar a Maiquetía.

Amaneció, y me conecté a internet para leer las noticias de mi país. El último artículo de García Mora capturó mi atención, con su afilada prosa política que describía un país que se nos había escurrido entre las manos. Un país secuestrado por una banda de pillos que disfrazaban sus atropellos con una fachada de revolución socialista. La lectura me dejó una mezcla de nostalgia y rabia contenida, al recordar cómo habíamos perdido nuestro rumbo.

Decidí aventurarme en el laberinto del metro de Nueva York, un enigma para mí, tanto por su estructura como por el choque con el inglés. Cada paso era una pequeña batalla con el idioma y la sensación de extrañeza en una ciudad que, aunque fascinante, nunca me terminaba de pertenecer.

Finalmente, llegué al aeropuerto y me encontré esperando en la puerta 12, rumbo a Miami. Este sería mi último "Adiós, Miami", una ciudad que también arrastraba consigo recuerdos difíciles, como el del fatídico "viernes negro" que dejó a tantos venezolanos varados sin dólares en el exterior. En mi caso, un error del Citibank en Venezuela complicó aún más las cosas, añadiendo tensión a un viaje ya de por sí complicado.

Gracias a la lectura de Liubliana, de Eduardo Sánchez Rugeles, logré soportar el tortuoso trayecto de 48 horas, con escalas en Nueva York, Miami, Curazao y, finalmente, Caracas. Para colmo, un lumbago insoportable me obligaba a cambiar de posición constantemente, aferrado al asiento mientras el dolor me acompañaba en cada tramo del viaje. La espera de más de cinco horas en el aeropuerto de Curazao solo aumentaba el agotamiento físico y emocional.

Por suerte, al llegar a Caracas, me esperaba Yvonne. La mera idea de verla hacía que, de alguna manera, todo el cansancio acumulado valiera la pena.


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