Canadá, un país indulgente
Capítulo VIII
Un país indulgente
Si su invierno no fuera tan riguroso, sería el país perfecto para vivir. Esa es la conclusión a la que Ignacio llega cada vez que camina por las calles de Montreal, envuelto en su abrigo grueso, viendo salir el vapor de su aliento como si su cuerpo intentara resistirse a congelarse. Pero incluso con ese clima implacable, siente que ha encontrado un rincón del mundo donde todavía es posible soñar con una vida digna.
Le haría falta un poco más del idioma español —se dice en voz baja, como un deseo secreto—, porque la barrera lingüística intimida, pesa, duele a veces. No es solo la dificultad de entender o hacerse entender, sino la sensación de no pertenecer del todo. Sin embargo, pronto se da cuenta de que no está solo en esa lucha: son muchos los que atraviesan el mismo proceso. Al final, termina aceptando que algún día dominará el francés… o quizás no. Y eso también está bien.
Ignacio estudia con disciplina. El francés le resulta escurridizo, lleno de sonidos nasales y reglas caprichosas. Pero nota que a sus compañeros de clase —árabes, turcos, africanos, indios, chinos— les cuesta aún más la pronunciación. Se consuela sabiendo que la dificultad es compartida. Entre ellos hay algo que trasciende el idioma: la solidaridad del inmigrante. Todos han llegado arrastrando historias de dolor, de exilios forzados, de guerras que les arrebataron la infancia o de gobiernos corruptos que convirtieron sus patrias en páramos desolados.
Y sin embargo, entre todos hay una voluntad común: vivir en paz. Trabajar, reconstruirse, criar hijos sin miedo. Ignacio siente que, a pesar de las diferencias culturales, los inmigrantes comparten una bondad esencial, una forma de ternura que nace del sufrimiento y la esperanza.
Canadá le parece una sociedad generosa. No exenta de tensiones, claro. Pero hay una indulgencia en el trato, una cortesía institucional que contrasta brutalmente con el rechazo agresivo que él sintió en otros países. A veces, le llama la atención lo poco que se topa con canadienses "de nacimiento". Son tantos los inmigrantes, tantas las lenguas que se cruzan en el metro, en los mercados, en los parques, que termina sintiéndose parte de una humanidad más amplia. El canadiense nativo, aunque quizás cargue sus propias aprensiones, no expresa el desprecio que Ignacio vivió en Santiago de Chile, donde el extranjero siempre fue observado con una mezcla de arrogancia y sospecha.
Como todos los países, Canadá tiene sus bellezas naturales, pero aquí han sido aprovechadas con inteligencia y respeto. Los gobiernos han sabido hacer del turismo una fuente de orgullo nacional, sin destruir ni prostituir los recursos. A diferencia de los regímenes socialistas que Ignacio ha conocido —Cuba, Venezuela, Nicaragua—, donde la naturaleza fue saqueada bajo el discurso hipócrita de la igualdad, aquí se celebra el equilibrio entre el desarrollo y la preservación. Los tiranos allá quemaron selvas y quebraron pueblos mientras hablaban de justicia social. Aquí, el progreso camina sin necesidad de gritar ideologías.
Montreal, con sus contrastes y su historia, le parece una ciudad amable. La preocupación dominante es el frío del invierno… y quizás, más recientemente, el acecho silencioso de la inflación global, que empezó a agitarse desde que Trump comenzó sus juegos de emperador. Pero incluso en medio de la incertidumbre económica, Ignacio admira la consideración que esta sociedad tiene hacia los ancianos y las personas con limitaciones físicas. Es un respeto genuino, palpable en las rampas, en los botones de acceso automático, en la paciencia del transporte público, en las sonrisas que no discriminan.
En silencio, Ignacio agradece haber llegado a este país indulgente. No perfecto, pero decente. No fácil, pero humano. Aquí, en medio del frío, ha vuelto a creer que un nuevo comienzo no es una fantasía… sino una posibilidad.
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