Devastado
Ignacio quedó devastado en la última semana de marzo. La muerte de su hermano del alma lo dejó huérfano de familia primigenia, de raíces compartidas, de recuerdos que solo ellos dos podían descifrar con una mirada. Era su hermano favorito, su mejor amigo, su cómplice de infancia y adolescencia. Con él compartió incontables tardes en el patio de la vieja casa de Potrerito, donde, con guantes de boxeo calzados y el fervor de quienes sueñan con la gloria, libraban combates de quince asaltos que siempre terminaban en empates negociados. Eran batallas de honor, con revanchas aseguradas y el sudor de la juventud como testigo de su hermandad inquebrantable.
El exilio, ese látigo invisible que le robó tanto, le negó la posibilidad de acompañarlo en sus últimos días, de sostenerle la mano en su convalecencia. En la Venezuela miserable del chavismo, donde un diagnóstico terminal es casi siempre una sentencia de muerte, su hermano enfrentó la enfermedad con la dignidad de quien no espera milagros, pero sí un poco de justicia. Ignacio, desde lejos, solo pudo lamentar no estar allí, no compartir con él una última velada viendo un partido de La Vinotinto o una pelea de boxeo donde un venezolano se jugare el honor.
Con la muerte de su hermano se extinguió la dinastía de su apellido en la tierra que alguna vez llamó hogar. Sus hijos, al igual que él, tomaron caminos de exilio, dispersándose entre el norte y el sur del continente. De Venezuela solo le quedan recuerdos, una nieta, una hermana hija de papá y la calidez de una familia adoptiva en La Vela de Coro, quienes, con su afecto, tratan de llenar el vacío imposible de colmar.
Su hermano, como él, no quería irse sin ver a Venezuela libre. No fue posible. Y ahora teme que le ocurra lo mismo. La ansiada libertad que le permitiría regresar, llevar flores a su tumba y a la de su madre, a quien tampoco pudo despedir, sigue pareciendo un espejismo en el horizonte.
Ahora, en Montreal, Ignacio enfrenta otro tipo de silencios. Solo el frío lo perturba en las largas noches de invierno. La ciudad tiene su encanto: calles limpias, un transporte que funciona con la precisión de un reloj suizo, y la generosidad de los canadienses, especialmente con los mayores, algo que pesa al considerar su futuro. Sin embargo, la nostalgia le susurra al oído y coquetea con la idea de un regreso a Buenos Aires, donde aún conserva su residencia permanente. Palermo lo atrae con su vida de cafés, sus librerías y su ritmo cultural vibrante, ofreciéndole una ilusión de pertenencia que Montreal, con todo su orden, no logra igualar.
Le costó escribir estas líneas. La pena de la pérdida lo sumió en una melancolía densa, en una depresión que lo inmovilizó. Pero la primavera llegó, y con ella, un nuevo intento de salir a flote. Se inscribió en un curso de francés, y en cada nueva palabra que aprende, siente que su mente vuelve a despertar. No es una solución, pero es un comienzo. Un paso más en esta interminable batalla por seguir adelante.
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