De Maracaibo a Montreal

 



Las noticias llegan con frío


La notificación llegó como casi todas las cosas importantes en esta época: a través de una pantalla. Ignacio estaba sentado junto a la ventana de su pequeño apartamento en el barrio de Côte-des-Neiges, con una taza de café caliente entre las manos, viendo cómo los copos de nieve caían con la suavidad de un susurro. Un invierno temprano se apoderaba de Montreal, como si el otoño hubiese decidido rendirse sin pelea.


Revisaba su celular sin mucho interés, hasta que vio el mensaje de su primo Esteban: “¿Viste lo de anoche en Maracaibo? La Guardia entró a la fuerza a Las Veritas. Quemaron casas. Hay muertos.”


Sintió un estremecimiento, no por el frío. Era otro tipo de congelamiento: el que te inmoviliza por dentro. Abrió Twitter (X). Las imágenes eran brutales: humo, gritos, gente llorando con el rostro cubierto de hollín, madres abrazando a sus hijos en medio de la calle. A un costado, un hombre mostraba a la cámara lo que quedaba de su negocio: un taller calcinado, el techo hundido, las herramientas fundidas.


—Otra vez… —murmuró Ignacio, con un nudo en la garganta.


Recordó que conocía esa zona. Alguna vez había pasado por ahí, cuando Maracaibo aún era una ciudad vibrante, con sus areperas abiertas hasta la madrugada, su música en cada esquina, su gente con ese humor que desafiaba incluso los apagones. Pero ahora, todo parecía hundido en una oscuridad interminable.


La operación militar había sido ordenada, según el gobierno, “para acabar con bandas paramilitares infiltradas por el narcotráfico”. La excusa de siempre. Pero Ignacio sabía —porque lo había vivido en carne propia— que detrás de esas “operaciones de limpieza” se escondía el verdadero rostro del régimen: un poder hambriento de control, que no toleraba ni la disidencia silenciosa.


Mientras leía los comentarios, vio nombres conocidos. Gente que aún vivía allá, que sobrevivía como podía. Uno escribió: “Nos quitaron la casa, solo porque mi hermano puso un tuit contra el alcalde.” Otro, más desesperado: “No tenemos dónde ir. Dormimos con los niños en la plaza.”


Ignacio cerró los ojos. Sintió culpa. Sintió rabia. Sintió impotencia.


Estaba a miles de kilómetros, en un país donde la ley funcionaba, donde los policías no te robaban el celular, donde no te secuestraban por tener apellido italiano ni te lanzaban una lacrimógena por pedir agua. Pero su mente seguía allá, atrapada entre escombros y sirenas, preguntándose cuántos más iban a caer, cuántos más iban a callar.


Tomó su cuaderno y escribió sin pensar:

“¿Y si nunca dejo de ser parte de aquello que ya no existe? ¿Y si Venezuela es un fantasma que me sigue, aunque yo ya no pueda hacer nada?”


Se quedó así un rato largo, sin escribir más, mirando el reflejo de su rostro en el vidrio empañado. No lloraba, pero algo en su expresión delataba la herida abierta que era su país.


El ruido del calefactor lo trajo de vuelta. Respiró hondo, se levantó, y fue a buscar su bufanda. Tenía clase de francés. El mundo no se detenía. Ni siquiera cuando se rompía un pedazo de su corazón.















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